#MAKMALibros
‘Mongo Blanco’, de Carlos Bardem
Plaza & Janés, 2019
Premio Espartaco 2020
XXXIII Semana Negra de Gijón
Uniformado con los definitivos afeites del Premio Espartaco –que la Semana Negra de Gijón le ha concedido en calidad de mejor novela histórica del último curso editorial–, Carlos Bardem ha recalado en la trigésimo tercera edición del festival de la mano de su más reciente publicación, ‘Mongo Blanco‘ (Plaza & Janés, 2019), una mayúscula narración –en corpus orgánico, semántico y estilístico– sobre la figura de “Pedro Blanco, el gran negrero malagueño”.
Una cita marginal y a pie de página que el actor y escritor madrileño refiere como primera fuente de conocimiento de Pedro Blanco Fernández de Trava (1795-1854), referido en los sótanos de la trata y compra-venta de esclavos del siglo XIX con el sobrenombre de El Mongo (o Rey) de Gallinas.
Una exuberante novela de aventuras sobre cuyos cimientos, adheridos al lecho hediondo del esclavismo, se ha edificado “una feroz travesía” por la cronología, delirante y vital, de “un monstruo, objetivamente, dedicado a una atrocidad. Un gran marino, apegado a las novedades técnicas, que revolucionó la trata”, anticipa Bardem, sobre el que “siempre, hago un símil –no muy exacto, pero sí muy ilustrativo–: Pedro Blanco fue el Pablo Escobar de la trata de esclavos; la mejoró y la multiplicó exponencialmente. Su mecánica, su forma de esclavizar y de vender”.
“Un hombre culto y cínico” y, a la par, “excepcionalmente bueno en lo que hacía”, cuyos abominables actos –que le hubieron reportado varios millones de dólares de la época– “no los inventa Pedro Blanco. Es el sistema el que fabrica los Pedro Blanco que necesita para realizarse. Porque el esclavismo era sistémico: todo se realizaba con mano de obra esclava en las Antillas”, advierte el autor.
Y he aquí donde el abolengo geopolítico torna su mirada histórica a las implicaciones de España en este túrbido asunto, “el gran negocio de la época, sobre todo a finales del siglo XVIII y principios del XIX”. Un feudo de la soterrada memoria colectiva erigido, entonces, “en el lugar de máxima rentabilidad para el dinero: la compra y venta de seres humanos», compulsa Carlos Bardem.
Un asunto muy documentado, lo que significa “que hay un consenso unánime sobre un mínimo de gente esclavizada por la trata transatlántica: 12,5 millones de personas, de africanos”, cuyos descendientes pueblan la columna vertebral del continente americano.
A la postre, “una cifra consensuada gracias al arqueo y a los manifiestos de carga de los barcos”, si bien “hay autores que elevan esa cifra a más del doble porque, como en todo negocio legal, había una parte ilegal, una trata en b”, instituida en lugares de desembarco en paralelo para no pagar aranceles.
“Es imposible, para cualquiera de nosotros que haya viajado por América, desde Alaska –la Tierra del Fuego– hacia el sur, no ver la presencia de la negritud en todas sus sociedades. Hemos de tener en cuenta que allí no había negros: todo el que está allí es un descendiente de un esclavo en mayor o menor grado”, cerciora el autor.
Una contundente apreciación consecuencia de un hecho tan explícito como soterrado por quienes han reorientado, de un modo oscurantista, la narración del devenir histórico. “Este tipo de debates están encapsulados en el mundo académico”, advierte Carlos Bardem.
“En España hay muy buenas monografías, debate a nivel universitario, pero es algo que nunca trasciende al gran público, y por eso no les molesta o no les preocupa a los que se han encargado de que no conozcamos este periodo de nuestra historia”, que sitúa los beneficios del esclavismo sobre la explotación de “los cañaverales de Cuba y Puerto Rico por parte de esclavistas españoles, surtidos por negreros españoles” como el Mongo Blanco retratado, desde las fauces sicológicas, en su novela.
Recuerda Bardem, al respecto, ese epidérmico sedimento histórico que, a buen seguro, palpita en el imaginario colectivo de la mayoría de sus lectores: “Cuando se habla de esclavitud pensamos, habitualmente, en el relato de Hollywood: Kunta Kinte, ‘Doce años de esclavitud’, Alabama, el algodón…”.
Sin embargo, “alguien se ocupó de que no sepamos que, al mismo tiempo, coetáneas de esas plantaciones, igual de grandes e, igualmente, dotadas con esclavos secuestrados en África, eran los cañaverales de caña, los ingenios de azúcar” comandados por españoles, tan relevantes como el comercio del algodón.
Economías de plantación que responden a “las necesidades de las revoluciones industriales”, nutridas “por la trata tradicional africana” y que instituyen ese apogeo intersecular del esclavismo, entonces “una práctica legal en la que toda la sociedad participaba” y de la que, en diversos grados, “se beneficiaba”.
Un “fenómeno cultural universal”, idiosincrásico, y sustento de la “ideología de la clase dominante en España”, determina el escritor, vertebradora de “una sociedad esclavista equiparable a la Atenas de Pericles”, por la que transitan eximias (y obscenas) fortunas genealógicas como las de María Cristina de Borbón –“la mayor propietaria de esclavos”–, Carlos III, Felipe V, el Arzobispado de Toledo, el Marqués de Comillas y el de Argüelles, Eusebi Güell –mecenas de Gaudí– e, incluso, los ascendientes del político Artur Mas. Marinos mercantes condenados por el tráfico ilegal de esclavos entre África y América a mediados del siglo XIX.
Y a ellos deben sumarse, tal y como enumera Bardem, la constitución de la Bolsa de Barcelona y las Diputaciones Provinciales, tras cuyos pasos encontramos “el legado anómino de miles de indianos que a su retorno poblaron, con sus simbólicas palmeras, buena parte de la cornisa cantábrica” tras granjearse fortuna con la trata.
Por ello, si uno de sus retos como escritor “era adentrarme en este monstruo [Pedro Blanco] para encontrarle matices y revelar sus razones” (“darle humanidad, comprenderlo, que no justificarlo”), no de menor relevancia debía ser exhortar al lector a tratar de comprender “una herida abierta que está explotando ahora mismo”.
En ese sentido, los acontecimientos del presente, asociados al movimiento ‘Black Lives Matter’, aportan un valor añadido a la deriva de la novela durante el último año: “Explicarnos cuál fue nuestra parte de responsabilidad”, que hubo sido “extensa e intensa”, matiza el autor.
En consecuencia, Carlos Bardem plantea diversas interrogantes: “¿Por qué hay gente que derriba estatuas? ¿Por qué hay una herida brutal en muchas sociedades del planeta que tiene que ver con el esclavismo y con el racismo?”.
Preguntas análogas a las que pueden formularse a partir del concepto de la banalidad del mal acuñado por Hanna Arendt en ‘Eichmann en Jerusalén’: “¿Cómo era posible que un país de entre los más cultos, cuna de filósofos y grandes músicos como Alemania, la gente normal, entre comillas, apoyara una monstruosidad como el nazismo?”.
Dubitaciones a las que debemos dotar de respuesta a través del escenario que se aventura en el contexto de su novela: “Sería bueno que tengamos claro que el origen de esta herida sin coser y supurante, que está agitando tantas sociedades, está en este momento de la historia, y que mientras no hagamos nuestros deberes como sociedad y no nos pongamos manos a la obra en revisar, explicar y sanar esa herida, será una herida más que sumar a las muchas que desgarran nuestras sociedades”.
Porque, a la postre, “esta novela también es una reflexión sobre el mal; sobre cómo el mal se ejecuta y se realiza –el mal con mayúsculas–. No creo que exista una relación más viciada y más perversa como la que existe entre un amo y un esclavo. En ese cajón desastre cabe todo: las desigualdades sociales, de género, de religión…”.
Iniquidades que hunden sus raíces en el légamo de la infecta y tendenciosa memoria de los acaudalados: “Soy de los que piensa que no se puede amasar una gran fortuna siendo honrado. En algún momento aparece la explotación”.
Por ello, Carlos Bardem advierte de “la importancia de estar siempre alerta, críticos frente a lo que nos dicen que es el sentido común” –en base a él, muchos fueron responsables de la esclavitud, como “hoy podemos ser cómplices de una atrocidad” semejante–, en tanto que “vivimos tiempos excepcionales, en los que debemos intentar llevar reflexión, y también belleza, a la gente frente a lo peor: el miedo. Nosotros (los creadores) debemos ser abanderados contra él”.
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