Ha fallecido en París, a los 95 años, Carlos Cruz-Diez, dejando un enorme legado al arte contemporáneo y un mensaje de optimismo y esperanza a los venezolanos
Conocí a Carlos Cruz-Diez un día de 1986 en los amplios espacios del Museo de Arte Contemporáneo de Caracas. A la sazón, yo trabajaba como periodista en el suplemento cultural de El Diario de Caracas. La directora del museo, Sofía Imber, también periodista, me llevó hacia donde se producía una febril actividad de montaje y me lo presentó.
Entre muchos operarios que instalaban sus obras, me encontré a un artista con aspecto de laboratorista, debido a su bata blanca. Era un hombre más bien pequeño, de grandes patillas y mirada afable tras los lentes.
Yo estaba emocionado pues sabía que estaba ante uno de los grandes artistas contemporáneos no solo de Venezuela sino de todo el mundo, cuyo su nombre se inscribía, junto al de otros renombrados representantes del arte cinético y del op art como Vasarely, Le Parc o el también venezolano Jesús Soto.
Como visitante de museos había disfrutado en muchas ocasiones de sus obras, pero también en muchos espacios urbanos de Caracas y otras ciudades, pues Cruz Diez siempre se planteó la integración de la obra con la ciudad como lo demostró en la ‘Inducción Cromática por Cambio de Frecuencia’, el mural cinético más largo de América (2 kilómetros) en la pared del puerto de La Guaira, obra hoy lamentablemente desaparecida.
Acostumbrado a las entrevistas, respondió a las preguntas con mucha seguridad, haciendo gala de sus profundos conocimientos en teoría del color. Pero yo, fiel a mi escuela de periodismo rompedor, guardaba la pregunta-gatillo para el final:
–¿Qué les diría a quienes opinan que es un pintor de rayitas?
No voy a decir que se molestó, porque Cruz-Diez tenía buen humor, pero sí abrió los ojos bastante y diría que se sobresaltó porque hasta entonces la entrevista había discurrido por un muy civilizado intercambio de preguntas y respuestas.
–¡No soy un pintor de rayitas! –me dijo airado. Y, a continuación, explicó por enésima vez sus teorías y su convicción de que el color es capaz de suscitar la emoción del movimiento sin la necesidad de la anécdota. Así fue que me regaló uno de los títulos más redondos en mi carrera periodística.
Muchas cosas pasaron desde entonces, Cruz-Diez se fue a vivir a Francia y su obra siguió, indetenible, su proceso de internacionalización. Aquí, en España, tuvieron lugar dos exposiciones individuales de relevancia: una en 2003, bajo título ‘Carlos Cruz-Diez. De lo Participativo a lo Interactivo, otra Noción del Color’, llevada a cabo por el Ayuntamiento de València en el Museo del Almudín; y otra en 2009, llamada ‘Carlos Cruz-Diez: el color sucede’, promovida por la Fundación Juan March en Palma de Mallorca.
Su obra ‘Cromointerferencia de color aditivo’, en el Aeropuerto Internacional Simón Bolívar de Maiquetía, se ha convertido en un icono de la diáspora, ya que millones de venezolanos se llevan como último recuerdo una foto con ella.
En una entrevista reciente se lamentaba de este éxodo y sus circunstancias, pero a la vez se mostraba optimista y esperanzado, como escribió en una carta a la juventud venezolana.
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