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‘Cerrar los ojos’, de Víctor Erice
Guion: Víctor Erice, Michel Gaztambide
Reparto: Manolo Solo, José Coronado, Ana Torrent, Mario Pardo, Petra Martínez, José María Pou, Helena Miquel, Soledad Villamil, María León, Venecia Franco
España, 169 min, 2023
“Los milagros verdaderos ya no existen en el cine desde que Dreyer murió. Te lo digo yo, que soy practicante pero no creyente”.
Así habla Max (Mario Pardo) a Miguel (Manolo Solo) en determinado momento de ‘Cerrar los ojos’; le dice, poco después, que sus “historias sin fin” ya no sirven de nada, y le llama “creyente” como quien quiere decir ingenuo. Max y Miguel son largo tiempo amigos; Max emplea un tono paternalista: es el montador de las películas de Miguel, que es cineasta; Max es quien ordena y da fluidez a los fragmentos de vida que compone Miguel Garay.
‘Cerrar los ojos’ es, en efecto, la historia de un milagro; o, al menos, de la esperanza de un milagro; desde una fe –la de Miguel Garay– inconstante a lo largo del metraje. Quiere verse en Garay un alter ego de Erice; y con razón, siempre y cuando asumamos que un alter ego no es una copia literal. Probablemente no es el único que el cineasta tiene en la película. En ella, por más que Erice preste a Garay mucho de su experiencia vital, no percibimos voluntad autobiográfica; en cualquier caso, piezas de la propia vida permiten construir una historia emocionante.
Miguel Garay nunca logró acabar –o desistió de hacerlo– ‘La mirada del adiós’, su segunda película; tampoco Erice pudo completar ‘El sur’ (1983), su segundo largometraje. Como es conocido, su productor, Elías Querejeta, decidió que la historia tenía coherencia en el punto en el que quedó, y no llegó a rodarse el viaje y vivencias en el sur de la joven Estrella.
“Las películas que hago son la consecuencia de las que, por uno u otro motivo, no he podido llevar antes a cabo”, decía Erice en 2005; y ‘Cerrar los ojos’, en 2023, muestra hasta qué punto tal declaración del cineasta sigue vigente. Y no sólo porque en ella sí haya viaje al sur.
El arranque de ‘Cerrar los ojos’ es exactamente el mismo que el del largometraje inconcluso de Miguel Garay. Digamos que, durante algo más de un cuarto de hora, ambas películas son la misma. Después, la voz over de Erice aclara que cuanto nos ha sido mostrado es el comienzo de una película cuyo rodaje se interrumpió para no retomarse jamás. En esta secuencia que sí completó Garay expone Erice, de manera un tanto alegórica, el motivo central de su película.
Asistimos en este fragmento de ‘La mirada del adiós’ al encargo de Monsieur Lévy (José María Pou), en otoño de 1947, a Monsieur Franch (José Coronado), quien no conoce a Lévy; éste sí sabe que Franch, exiliado español, perdidas causa y familia, siguió arriesgando su vida en la Francia ocupada, ayudando a judíos a escapar por los Pirineos –es decir, a buscar asilo en el sur–.
Y Lévy necesita alguien con principios para buscar en Shanghái a su hija Judit; porque, antes de morir –le restan meses de vida–, necesita algo que sólo su hija puede darle: una mirada distinta a cualquier otra, una mirada “única”, incontaminada, en la que él pueda reconocerse.
En este sentido –el de la búsqueda de la niña–, la trama de ‘La mirada del adiós’ emparenta con las de ‘Centauros del desierto’ (‘The Searchers’, John Ford, 1956), ‘Taxi Driver’ (Martin Scorsese, 1976), o ‘Hardcore: un mundo oculto’ (‘Hardcore’, Paul Schrader, 1979). Y no porque hayan estado necesariamente en la intención de Erice.
Sí resulta evidente, en cambio, que mucho de cuanto nos ofrece en este arranque remite a otro de sus proyectos no consumados: ‘La promesa de Shanghái’, muy personal adaptación de ‘El embrujo de Shanghái’, la novela de Juan Marsé inspirada, a su vez, –sin compartir trama con ella– por la película de Josef von Sternberg ‘The Shanghai Gesture’, de 1941. Tras varios años de trabajo en el guión, Erice abandonó el proyecto al constatar que la producción no iba a reunir presupuesto suficiente para una película de cerca de tres horas.
La planificación –y la textura– con que Erice trata esta película dentro de la película revela que estamos ante una representación; una representación teatral, si atendemos a los usos del gran plano general, estático, con el que el cineasta nos sitúa en el interior del château de Monsieur Lévy: mientras suenan notas de piano, un sirviente va abriendo las cortinas de los altos ventanales, diluyendo la penumbra y revelando el “escenario”, descubriendo también la presencia de Lévy sentado a las teclas; entra Franch, y ambos se sientan frente a frente en el extremo derecho del “escenario”, del encuadre; todo delata la idea de escenificación vista –quizá– desde un palco.
Ahora, cuando se sientan, seguimos su conversación en plano contraplano; en plano medio largo, amplio; la representación pasa a ser cine clásico. Transcurrirán más de quince minutos antes de que sepamos que estas imágenes pertenecen a una película “que nunca existió”; y que el actor que interpreta a Franch desapareció a mitad del rodaje, sin dejar rastro.
Los padres vislumbrados
Si es cierto que ‘Cerrar los ojos’ es consecuencia del cine que Erice no llego a hacer, no lo es menos que también la impregna el que sí hizo; naturalmente, todo nace del mismo universo personal. La ficción de ‘La mirada del adiós’ presenta a un padre en busca de su hija; el encargado de reunirles está interpretado por el famoso actor Julio Arenas, que desaparece, dejando a otra hija, la propia, sumida en interrogantes sobre un padre al que nunca acabó de conocer bien.
Arenas se llamaba también el padre enigmático e igualmente desaparecido de Estrella, la niña de ‘El sur’. Así mismo, la pequeña Ana de ‘El espíritu de la colmena’ –que aún no distingue la ficción de la realidad– tiene un padre entrevisto que su imaginación desdobla confusamente en las figuras de un fugitivo y de la criatura de Frankenstein, que la fascina desde la pantalla del cine.
“Los restos del naufragio”
Así, con esta expresión, ironiza Max sobre el celuloide que aún conserva en las latas de ‘La mirada del adiós’. Miguel le pide la secuencia inicial para que pueda emitirla el programa ‘Casos sin resolver’; la presencia de lo inconcluso, de lo que está por cerrar, es constante en la última película de Erice.
La conductora del programa, la periodista Marta Soriano (Helena Miquel), comenta a Miguel cuánto costó localizarle, hasta que supieron que ya no vive en Madrid. Miguel se muestra más bien taciturno, parco, tanto en la preparación como en la grabación del programa; en realidad, durante todo el tiempo de su estancia en Madrid.
Miguel y Max parecen, sí, náufragos: juventud perdida, ilusiones frustradas, esperanzas extintas… Esos restos del naufragio –como la llave de la casa familiar secularmente conservada por los antepasados de un judío sefardí– emergen a lo largo de la película: depositados en un trastero, en un baúl, en un estuche de puros, en una caja de dulce de membrillo… El universo en un membrillo, buscaba aprehender Antonio López en el tercer largometraje de Erice; finalmente, abandona el pintor su pintura, como Miguel Garay su película.
En cuanto a la caja de habanos, hay otra en ‘El sur’, y en ella atesora Estrella imágenes del paisaje anhelado; fascina cómo ha ordenado Erice el contenido de la de ‘Cerrar los ojos’: la débil luz de una linterna rasga un velo de sombras y muestra en la caja un reloj parado junto a objetos que remiten a viajes y desplazamientos; la muerte ha detenido todo.
En una postal, una pintura representa un transatlántico zarandeado en una tormenta; tanto su escoramiento como el oleaje acentúan el efecto de imagen suspendida, abortada su evolución. Junto a la postal, un flipbook integrado por los fotogramas que secuencian la llegada del tren a la estación de La Ciotat en la película de los Lumière.
Sólo la sucesión rápida de esas fotos podrá insuflar movimiento a ese tren, a la atmósfera de la estación. Sólo el cine podrá volver la vida lo que un día se detuvo; anhelo de Frankenstein ante su criatura. Al pasar velozmente las hojas del flipbook, casi podemos ver a Teresa Gimpera insertarse en el plano de los Lumière, tras haber bajado de su bicicleta.
Otro resto sale a flote en las librerías de viejo de la Cuesta de Moyano: la novela de juventud de Miguel –titulada elocuentemente ‘Las ruinas’–, que por casualidad encuentra cuando busca ‘Caligrafía de los sueños’; en el libro de Marsé guardará Miguel otra huella del pasado: su fotografía con Julio Arenas, mientras hacían el servicio militar en la Marina.
De un cuaderno de caligrafía habrá emergido poco antes otra foto –la de una hija ficticia–, superviviente del naufragio de ‘La mirada del adiós’. En las primeras páginas de ‘Las ruinas’, la caligrafía manuscrita de Miguel dedica esta primera obra a una mujer, Lola, por “los soles compartidos”.
El asunto supremo
Esos “soles” aluden a un tiempo de plenitud vivido por Miguel con Lola (Soledad Villamil), quien también fue novia de Julio Arenas. En un posterior reencuentro con ella, Miguel juega con la idea de que Julio haya podido desaparecer voluntariamente. Imagina el momento de su decisión, tras una noche lluviosa frente a un acantilado: Julio, reencuadrado en el plano por una portería de fútbol, se dispone a parar el disparo de un jugador imaginario; el esférico que vemos al fondo, ante él, es el sol, incipiente, que despunta el horizonte.
Con anterioridad, al hablar Max de la desaparición de Julio, recordaba que “llevaba muy mal el asunto supremo”; al preguntar Miguel cuál es ese asunto, el montador responde: “envejecer”. Cobra sentido entonces que Max haya retirado de la pared de su cuarto de estar el cartel de ‘Fausto’ (‘Faust’, F.W. Murnau, 1926) sustituyéndolo por el de ‘Los amantes de la noche’ (‘They Live by Night’, Nicholas Ray, 1948).
Fausto vende su alma a cambio de la juventud eterna, sí, tema muy relevante en ‘Cerrar los ojos’; pero, vista la película de Erice, resulta sugerente interpretar su elección de ambos carteles en función del final de ambas películas: las dos muestran parejas de enamorados jóvenes (acéptese el caso especial de Fausto) con final trágico. Y, como Max no es “creyente”, ha sustituido un final milagroso por otro sin esperanza.
Viven de noche –o casi–
Hablaba Azorín de la capacidad del cinematógrafo para representar lo onírico, lo fantástico, las perturbaciones del alma humana, y proponía el tiempo de los crepúsculos –del alba o del ocaso– para los estados de seminconsciencia de los personajes, los instantes fronterizos de la luz en que reina efímeramente la penumbra.
Y en la penumbra parece transcurrir la película completa de Erice, en un tono crepuscular; y en ella se desenvuelven sus personajes, intentando sobreponerse a los envites del tiempo, de la edad, de la vida. Tiene entonces sentido que la oscuridad de la noche sea el contrapunto a los soles esplendorosos de la juventud.
En la película de Miguel Garay, en el entorno del château de Monsieur Lévy, se alza en un claro del bosque, sobre un pilar, una escultura que representa al dios Jano, con sus dos rostros opuestos: el que mira al pasado, el que mira al futuro; uno vigoroso y pleno, otro envejecido, de barba frondosa. Curiosamente, el rostro más veterano de la estatua recuerda en sus rasgos tanto a Max como a Erice.
“El odioso Jano bifronte que mira los ocasos y las auroras daba horror a mi ensueño y a mi vigilia”. Tomo la frase –coincidente del todo con la propuesta de Azorín– de un cuento al que se alude en la secuencia inicial de ‘La mirada del adiós’, sin cita de su título ni de su autor; no es necesario: un nombre los invoca.
“¿Pero qué es un nombre?”
Se hace la pregunta Miguel, escéptico ante el valor de un nombre propio tras su encuentro con un hombre sin memoria. Y es en principio curioso que venga formulada por un trasunto de Erice, quien sí cuida en su obra –en toda su obra– la elección de los nombres.
El que invoca un cuento en ‘La mirada del adiós’ es el que distingue a la casa que habita Monsieur Lévy. Lo hemos visto rotulado al abrirse simultáneamente las dos películas (la de Garay y la de Erice), al pie del plano general de la mansión: Triste Le Roy. El nombre intriga a Franch, y aclara Lévy que lo tomó de un libro; Levy parece señalarlo con la mirada, como si estuviera ahí, fuera de plano. Pero no se nos muestra.
Triste Le Roy, no obstante, nos remite a ‘La muerte y la brújula’, el cuento de Borges que presenta una intriga detectivesca con un nombre –el centésimo de Dios, el Nombre Absoluto– como clave en un crimen; si bien funciona, en realidad, como un MacGuffin urdido dentro de la propia ficción. Ocurre el desenlace borgiano en la quinta abandonada Triste-le-Roy, pero nada en su argumento tiene que ver con el de ‘La mirada del adiós’.
En todo caso, Lévy se considera a sí mismo un rey triste; como la pieza de ajedrez antropomorfa que sostiene junto a su rostro, buscando quizá evidenciar las semejanzas. Esta figura escapará de la ficción del alter ego de Erice para asomar significativamente, con otras formas, en secuencias posteriores de ‘Cerrar los ojos’: un rey triste, anciano y desaurado, pide perdón desde un televisor en la habitación de hotel de Garay, mientras éste se centra en localizar a la hija de su amigo Arenas. Y un rey más, pieza de ajedrez, aparece en la cajita de dulce de membrillo que reúne las escasísimas –y significativas– pertenencias que sobrevivieron al naufragio de Julio Arenas.
De Ray a Garay
“Has quitado el ‘Fausto’ y has puesto a Ray”; en la observación de Miguel a Max –ya comentada–, el hecho de que Garay mencione la película de Murnau sólo por el título, y no así la de Ray, enfatiza que Erice ha escogido que Garay cite expresamente al director americano; pero no dice Nicholas Ray, sino sólo Ray, que suena fonéticamente como rey.
Y de inmediato asociamos –quizá demasiado aventuradamente– el caso de ‘Relámpago sobre el agua’ (‘Lightning Over Water’; 1980), película en la que Wim Wenders recibe el encargo, la petición, de Ray –rey destronado de Hollywood– para que le ayude a terminar su última película antes de que le venza la muerte; hablamos, por tanto, de rescatar, también aquí, una última mirada. De modo que la de Wenders tiene dentro, igualmente, otra película: la de Ray; y en ella un pintor moribundo quiere hallar su cura viajando… ¡a China!
En la película de Wenders hay, en cuestión de texturas, una dialéctica entre el mundo del celuloide y el del vídeo que viene –estamos en 1980–; en ocasiones ha expuesto Erice cómo el digital niega el aura que otorga al cuerpo la emulsión fotográfica. Y esa textura del vídeo, hinchado a cine, funciona a la vez, en ‘Relámpago sobre el agua’, como metáfora de la enfermedad. Además, la confrontación entre el digital y el fotoquímico –constante en las reflexiones públicas de Erice– está presente en ‘Cerrar los ojos’, expuesta por Max.
Ningún nombre es cosa menor en la obra de Erice, y tampoco el de Ray. Incluso aventuraría que este “relámpago sobre el agua” guarda relación con el Destructor Rayo que hermanara a Miguel Garay con Julio Arenas durante su servicio militar en la Marina. El destructor con tan sugerente nombre existió en realidad; y, como la película de Garay, como la de Ray –qué hermosa rima–, su actividad fue clausurada prematuramente, para acabar en desguace.
“Se llamará como Dios quiera”
Esto sentencia un viejo pescador a quien bautizaron como Rufino, pero que se hace llamar por su “verdadero nombre”: Patón. Sucede en una escena distendida, en la que Erice pone a debatir a los personajes sobre el nombre de una niña por nacer. La madre, que se llama Teresa –como la madre de ‘El espíritu de la colmena’–, quiere ponerle Juana; a Toni, el padre, le parece un nombre antiguo, y quiere llamarla Esmeralda o Estrella –como la protagonista de ‘El sur’–. “Pues a mí no me gusta que se llame a las personas con nombres de cosas. Los nombres son nombres, y se acabó” –replica Patón–. “La niña se llamará como Dios quiera”, zanja.
Es decir, Erice dedica una secuencia, de manera explícita, al tema de los nombres. Ocurre –precisamente– en el sur; en Almería, en el recinto vallado en que Miguel tiene varada su caravana, junto a quienes parecen integrar su familia: la joven pareja formada por Teresa y Toni, que vive de la venta de bisutería en mercadillos, y el mencionado pescador Patón. Cuando está con ellos, Miguel se nos antoja más articulado, se expresa con mayor naturalidad que mientras andaba por “el norte”. Rehúsa, por cierto, entrar en la discusión sobre el nombre de la bebé: cualquiera que elijan los padres le parecerá bien.
Miguel es, para este grupo, Mike; como le llamaba un americano que vivió en la zona. Su nombre se desdobla en otras dos variantes, referidas a personas que no vemos pero que están en mayor o menor grado presentes. El primero, el del hijo perdido de Miguel, Mikel, embestido en su moto por un coche, siendo muy joven. Cuando acude a Madrid para grabar el programa de televisión, Miguel recupera de un trastero la caja de habanos que contiene objetos de Mikel, varados en el tiempo. Entre ellos, una postal en la que Miguel se dice Holandés Errante; ya sabemos: condenado a vagar sin puerto en océanos eternos; como Fausto.
La otra variante del nombre de Miguel es Michal, que aparece sobre la portada del libro que traduce en su refugio sureño; se trata de la biografía que Samuel Blumenfeld ha escrito sobre el cineasta polaco –colaborador de, entre otros, Welles, Mankiewicz y Samuel Bronston– Michal Waszinski –o Waszynski–. Alias Mosze Waks, quien, al convertirse del judaísmo al cristianismo, adoptó el nombre de Michal, confeccionando para sí un relato vital en el que los hechos fabulados son indistinguibles de los verdaderos.
Proveniente de orígenes humildes, logró integrarse entre aristócratas haciéndose pasar por príncipe –y el destino de todo príncipe es convertirse algún día en rey… ¿triste? –. De ahí el título de libro: ‘L’homme qui voulait être prince’; y de ahí la pregunta que traduce Miguel: “¿Por qué ha decidido Michal Waszinski que su obra maestra no sería una película, sino su propia vida?”
Dos –al menos– de las películas dirigidas por Waszynski comparten ecos con ‘Cerrar los ojos’: en ‘Der Dibuk’ (1937) aborda un tema del folclore judío que entronca con el mito de Fausto: el Dybbuk es un espíritu errante que vaga en busca de cuerpo que poseer. En ‘Lo sconosciuto di San Marino’ (1948), un superviviente de la guerra aparece en la localidad, habiendo perdido la memoria. En una escena le preguntan por su nombre. “El que quiera: póngame el nombre que quiera”.
Julio Arenas se ha convertido en espíritu sin cuerpo. Derivó en intangible, aunque esté presente para los personajes de ‘Cerrar los ojos’; no ha dejado cadáver. Conocemos su aspecto por lo que resta de la película de Garay, y por las imágenes del making of; su trabajo como actor consistía, en el fondo, en prestar el cuerpo a identidades ficticias que carecen de uno propio hasta que Arenas las incorporaba; con nombres prestados, ideados por los cineastas.
Los nombres de Arenas son varios, y no derivan del propio. Durante un breve período se hizo llamar Mario Guardione, mientras se desempeñaba como profesor de tango; y “Gardel” llama Sor Consuelo al hombre sin memoria –y quizá sin conciencia– que ha rescatado de la calle; ella, como Max con Miguel, también actúa con “Gardel” como una madre, y le riñe cuando va descalzo, dejándose por cualquier parte los zapatos, como dejó los suyos al desaparecer Arenas; y también es, desde luego, Monsieur Franch en ‘La mirada del adiós’.
En ‘Cerrar los ojos’ son a menudo los demás quienes ponen los nombres, y es especialmente así en el caso de Arenas. Garay le da el de Franch para su ficción. En este juego de espejos, el exiliado republicano es homónimo de su enemigo, citado por Lévy: “El general Franco tiene cuerda para rato”. Franch y Lévy toman sus nombres, por cierto, de personajes ideados por Marsé para ‘El embrujo de Shanghái’. Erice, vía Garay, hace decir a Lévy que éste es su cuarto nombre, y que con él va a morir.
Nombres de mujer
Ana Torrent regresa al universo de Erice llamándose como su primer personaje, cuando, para ‘El espíritu de la colmena’, la niña que fue reclamó mantener su nombre verdadero frente a otro de ficción en el que no se reconocía. También en ‘Cerrar los ojos’ la figura de su padre es difusa; aquí, además, y con la perspectiva de los años, es casi un desconocido. De reencontrarle, Ana teme no reconocerle. Si su padre desaparecido vive, es alguien –juzga– que no ha sentido nunca la necesidad de establecer contacto con ella.
“Gardel”, no obstante, atesora la fotografía de una hija. Es fotografía de atrezo pero, como la Ana niña de la colmena, “Gardel” parece no separar la realidad de la ficción. Y en la ficción, de hecho, era la hija de otro, del triste rey Lévy; la niña Judit, renombrada Qiao Shu, retornará de la mano de Monsieur Franch ataviada para una ficción –Lévy requerirá, sin embargo, una mirada sin máscara–.
El único objeto del pasado que ha guardado “Gardel” es esta foto de la niña Judit transmutada en Qiao Shu, y es, en forma y en fondo, una falsificación. Y no por ello podemos descartar que para “Gardel” encierre un significado verdadero. Quizá resuene, en su cerebro devastado, el mandato de Lévy al entregar la foto a Franch en la película de Garay: “Guárdela. Y, sobre todo, no la pierda”; como perviven en él los tangos que aprendiera en su “caminito que el tiempo ha borrado”. Las únicas huellas del pasado con eco en “Gardel” remiten a sus vidas de ficción.
“Gardel” guarda esta fotografía, comentábamos, entre las páginas de uno de los clásicos cuadernos Rubio de caligrafía, con las valencianas Torres de Serranos en la cubierta, como puerta abierta al pasado. Y resulta sintomático que Erice haya escogido mostrar la fotografía de Judit, sin nombre en el reverso, junto a un ejercicio caligráfico que muestra tres de mujer: Mercedes, Inés, Victoria.
Quien conoce que “Gardel” conserva la fotografía de Judit vestida de Qiao Shu es la empleada de un hogar para ancianos católico; esta fotografía es como el collar de Carlotta en ‘Vértigo’: revela que dos son, en realidad, el mismo. La empleada del asilo convoca a otros –Miguel Garay, Ana Arenas, Marta Soriano, Max– en torno a un alumbramiento; no en vano se llama Belén y, revelada la verdad, Miguel intenta asimilarla sentado ante el Portal, bajo la estrella.
Judíos, cristianos y anarquistas
No es posible pasar por alto las constantes alusiones a la fe, a la religión, a las creencias y al alma, tanto orales como visuales, en una película que empieza con un judío sefardí diciendo a otro exiliado que todos los anarquistas son, en el fondo, cristianos. Me recuerda que, en el relato borgiano, un periodista “miope, ateo y muy tímido”, despacha el cristianismo como una “superstición judía”.
No llegará a tanto Miguel Garay cuando le hable del alma el doctor Benavides, psiquiatra del asilo católico (Juan Margallo, fugitivo antaño de la colmena, quizá anarquista): que el ser humano es más que memoria, que “es sentimiento”, que es “sensibilidad”… La afirmación desacredita cualquier supremacía de la llamada Inteligencia Artificial sobre las personas.
De norte a sur, la película va de la kipá de Monsieur Lévy a la toca de Sor Consuelo –otro nombre significativo para un personaje asumido con veracidad impresionante por Petra Martínez–, tan maternal con “Gardel” como Max es paternal con Miguel. Michal –recordemos– es el nombre que un judío convertido adquiere con su bautismo cristiano.
Algún valor bautismal podemos ver también en la lluvia que, asociada a la desaparición de Julio Arenas, presagia su advenimiento.
El azar y el cineasta
Michel Gaztambide es el coautor, con Erice, del prodigioso guión de ‘Cerrar los ojos’; según cuenta el director, admira películas escritas por Michel (¡qué coincidencia!) para Enrique Urbizu (‘La vida mancha’, 2003; ‘No habrá paz para los malvados’, 2011). Urbizu suele recordar que la misión del cineasta es reducir al máximo la intervención del azar en la película; ahora bien –continúa Urbizu–, queramos o no, el azar hará su inevitable aparición, y entonces será nuestro cometido que juegue siempre a favor de los propósitos de la película.
Teniendo clara esta misión del cineasta, podemos imaginar cuántas decisiones de todo tipo habrá debido tomar Víctor Erice durante el rodaje y el montaje. Por ejemplo –como decíamos– qué habría en las páginas del cuaderno en el que aparece la fotografía de Judit; o qué objetos iba a mostrar en cada una de las cajitas que conservan “restos del naufragio”.
Centrémonos en la última, en la de dulce de membrillo, que entrega Sor Consuelo a Miguel; contiene cuanto llevaba encima “Gardel” cuando lo encontraron. Podría parecer que lo único relevante en ella es que Garay encuentre la pieza de ajedrez que representa al rey. Y, con todo, los demás objetos presentes contribuyen a deducir itinerarios y tiempo en que “Gardel” sufrió su amnesia.
Fijémonos en los dados: dos dados que, lógicamente, están haciendo referencia al azar. Imaginemos al ayudante de dirección mostrando la cajita abierta a Erice, preguntando si todo está como debe recogerlo la cámara; y, a continuación, a Erice manipulando los dados para colocarlos como aparecen en la pantalla: uno muestra un dos, y el otro un cuatro. ¿Algún sentido en ello? Sin duda, tratándose de Erice; pero quizá sea aún pronto para averiguarlo…
Porque podemos dudar si Miguel Garay logra ayudar a “Gardel”, pero parece claro que éste sí ayuda al cineasta. Quizá lo constate Sor Consuelo cuando, durante una comida, advierta en Miguel las mismas manchas de pintura que salpican el rostro de “Gardel”. Es Miguel quien necesita desentrañar el misterio, quien necesita de la mirada de “Gardel”; éste, sin embargo, nada echa en falta.
Es Miguel quien siente la necesidad de un milagro, de suscitar en “Gardel” la emoción que despierte su alma. Y ha resuelto hacerlo proyectándole la escena final de ‘La mirada del adiós’, donde podrá verse a sí mismo junto a la niña “china” cuya fotografía ha estado guardando tantos años. Lo hará en un antiguo cine local, que no lleva mucho tiempo cerrado. Quizá el propietario es el nieto del de aquel otro cine que abría ‘El espíritu de la colmena’. Y aquí, en esta secuencia, es donde al fin podemos encontrar sentido a los dados.
En el patio de butacas se han sentado, a su albedrío, seis personajes de la película: tres a un lado del pasillo central, tres al otro. Garay los reubica, dirigiéndolos: dos de ellos a un lado del pasillo, y los otros cuatro al otro lado. Como los puntos en las caras de los dados; es decir, reorganiza el azar para dirigir ese fragmento de vida; intentando hacer una obra maestra no con su película, sino con la propia vida.
Invocar el espíritu
En este punto, Miguel Garay ha preparado la ceremonia, listo ya el rito que confronte la realidad con la ficción, en la esperanza de un milagro que convoque la verdad. Si en ‘El espíritu de la colmena’ imperaba la introducción de cuento infantil del “Érase una vez”, la recomendación de no tomar demasiado en serio el relato, y los sones del “Vamos a contar mentiras”, en ‘Cerrar los ojos’ todo cobra la solemnidad de lo sagrado. La primera de estas películas empieza en un cine, y la segunda concluye en otro; pero si al pie de la pantalla, en el primer caso, resulta un cadáver, en el segundo hay un cuerpo que mira, que vive.
Todo se juega, aquí, entre mirar y ver: “Gardel” mira, sin duda; pero… ¿puede ver? Porque todo cuanto ocurre en la pantalla, con la proyección de la secuencia final de’“La mirada del adiós’, constituye un espejo alegórico que remite al desafío que se juega en el patio de butacas del cine.
La niña fotográficamente adoptada por “Gardel”, retornada por Franch (por Arenas) a su padre, Lévy, el rey triste, niega, con su aspecto y con su voz, su identidad original. Y Lévy recurre al piano cuyas notas abrían la película para “tocar una tecla” en lo más profundo de la joven Judit, recurriendo a una canción tradicional sefardí: “Hija mía, mi querida”. Y Qiao Shu cierra los ojos –como la niña Ana en ‘El espíritu de la colmena’, al invocar al espíritu–. Al reabrirlos, quien mira es, por fin, Judit; Lévy puede ya darse a la muerte, y su hija cerrarle los ojos.
La emoción de la película proyectada cala en los personajes del patio de butacas, espejo del nuestro propio, espectadores a nuestra vez. Miran hacia “Gardel”, intentando detectar reacción. El montaje hace converger sobre su plano las miradas de “madre” –Sor Consuelo– e hija –Ana–. También Judit y Franch, desde la pantalla, miran a “Gardel” (y a todos nosotros), en plano que recuerda al que componían la pequeña Ana Torrent y Geraldine Chaplin en ‘Cría cuervos’, madre e hija.
Claro que Franch y Judit no son padre e hija, pero en efigie similar sus imágenes interpelan a “Gardel”. Él habita el contracampo de sus miradas. Y mira Miguel a cámara; y, en plano idéntico, mira “Gardel” a cámara… y cierra los ojos. Sobre el fundido a negro, oímos el sonido que indica el final de la bobina, oímos que se suelta la película…
El espejo que supone la película de Garay obra en “Gardel” el efecto que el piano de Lévy en su hija Judit. Cerrar los ojos es, pues, renacer, es alumbrar la memoria, es invocar al espíritu. Es decir “soy…”
Y quizá este “soy”, en el universo de Erice, sólo pueda cumplirse en el sur. Miguel pregunta a Lola si ha encontrado ese lugar del que no se quiere volver. Puede estar, pensamos, en la luz púrpura del cañón, o en el recodo del río donde ella espera to my rifle, my pony and me, según la canción de Tiomkin, momento de comunión plena para cuatro náufragos.
“Hay en el mundo unas islas que ejercen sobre los viajeros una misteriosa e irresistible fascinación”, cuenta Stevenson. “Hasta el día de su muerte, a la sombra de las palmeras, bajo los vientos alisios, acarician el sueño de un regreso a su país natal que jamás cumplirán. Esas islas son las Islas del Sur. Cuentan que en ellas estuvo en tiempos el Paraíso”.
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