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Las chicharras
Cultos y bronceados (XV)
Verano de 2024

El niño entreabre los ojos, sin prisa.

Danzan en la pared, suavemente, las sombras de las cortinas. El niño, mientras resbala el letargo, ensueña en sus trazos formas que se van definiendo y diluyendo en sucesión de espadachines, velas henchidas, piratas, abordajes… Al bramido del mar y de la lucha se impone un sonido agudo, en oleadas oscilantes…

… Las chicharras…

Intuye que su vibración sonora viene del jardín de doña Flora. El niño no sabe quién es doña Flora, pero así se refieren los mayores al terreno abandonado, de pinos altos, pitas, cintas, baladres, matorrales y hiedras, enmarañados a su albedrío con la maleza.

El niño escruta el jardín de doña Flora cuando juega en la terraza de su casa, cuya elevación le permite una visión privilegiada sobre la tapia que lo aísla. Para él es lugar de misterios y emboscadas, a menudo una selva. Montes viejos asoman sobre las copas de los pinos de doña Flora, y en sus cimas proyecta el niño siluetas vigilantes de indios a caballo. En un rincón del jardín emerge, entre la vegetación silvestre, un cenador; sus celosías horadadas por el ramaje, sus azules ya desvaídos –pese al parasol frondoso que ofrecen los pinos–. Jamás ha visto a nadie en ese jardín, aunque el cenador le evoca presencias elegantes de cuando las personas se vestían para cenar, como en el cine. Bañado por la luz de la luna, cobra un aire un tanto fantasmal que, curiosamente, lo revitaliza. Ese cenador le fascina.

En más de una ocasión ha soñado que, desde la terraza, da tres rápidos pasos para impulsarse y sobrevolar, planeando, el patio de la planta baja, y salvar el muro que lo delimita para aterrizar con suavidad en el jardín de doña Flora. Lo frustrante es que, en el momento de tomar tierra, de manera invariable, despierta.

Las chicharras intensifican su canto.

–Hoy va a apretar el calor –piensa; ha oído muchas veces el comentario a los mayores cuando las chicharras se emplean así, ya de buena mañana. ¡Ah, pero hoy van al campo! El niño salta de la cama.

Palmeras contra el cielo azul.

*******

Asoma el rostro a la ventanilla, combatiendo el calor con el aire que procura la velocidad del coche. Su hermano va en el asiento de delante porque es el mayor, aunque sólo año y medio más. Su madre, al volante, parece en sus pensamientos. Por la ventanilla posterior, el niño observa cómo el pueblo –en las faldas de una colina rematada por una pequeña ermita– desaparece tras las curvas del camino. Apenas se cruzan con algún que otro automóvil.

El coche se interna por el camino que lleva hasta la casa, la más grande del pequeño caserío de siete viviendas. Su madre le urge a subir la ventanilla, por el denso polvo del camino. Ya ve la altísima palmera en el lateral de la construcción, rectángulo horizontal, de fachada alta de piedra, del color de la tierra. Sus ojos recorren el terreno que baja a la era, cerca del techado que guarece a las mujeres cuando van a lavar a la balsa. Más allá, el álamo que da sombra al aljibe.

La llave grande de hierro gira en la cerradura. La madre empuja con suavidad la puerta, y el sol ocupa en parte el zaguán fresco, el suelo de piedra. El niño carga una gran cesta, que lleva hasta el umbral. Su hermano salta al interior, esquivando a su madre, y abriendo a placer las estancias que dan al zaguán. El niño ayuda a la madre a volcar la fruta en la nevera de piedra abierta en la pared.

–¡Pam, pam! –el hermano se ha hecho con un garrote y, a modo de rifle, dispara al niño. A él se le iluminan los ojos: toma de un perchero otro bastón y un sombrero de paja, y corre tras su hermano, al exterior.
–¿Adónde vais, con toda la solanera? –es más una expresión que una pregunta; la madre sabe bien dónde van.

Ignoran el sol implacable, persiguiéndose, disparándose, ocultándose, serpenteando, corriendo hacia el carro varado en la era.

La playa, el mar, los bañistas, el verano.

******

El agua de la balsa está verdosa. Con el extremo del garrote, el hermano se esfuerza por levantar algunas algas pesadas, chorreantes; logra lanzarlas afuera. Sobre el muro de la balsa, el niño y él observan la superficie. Aunque sacaran todas las algas, les impone más la densa espuma con burbujas que flota aquí y allá.

–¡No se os ocurra bañaros!

Levantan de golpe la mirada, pero los destellos del sol sobre el agua les impiden ver con nitidez el rostro del hombre, que asoma al otro lado de la balsa.

–Si queréis bañaros, id donde los almendros. Allí la balsa es de riego, y el agua está limpia –Mira los borbotones verdes y espumosos –ésta ya no sirve ni para regar.
–Debe de ser uno de los agricultores –dice la madre, pelando un melocotón.
–No parecía –replica el hermano, sin darle importancia.

Claro que no –piensa el niño–. El sombrero, aunque de paja, no era de campesino. Ni sus ropas. Le parecía elegante. Imagina, claro, que puede ser un detective, como el de los tebeos; o como los de las películas. Como ése del terrier, sí. Los ojos del niño siguen el melocotón que le entrega su madre, ya pelado.

–Gracias, mamá.
–Anda, secaos bien, no subáis a la cambra con el pelo mojado.

La madre cierra las puertas del balcón, sumiendo la alcoba en penumbra.

–Ahora descansad un poquito –susurra– que ahí afuera no hay quien esté, con toda la chicharrera.

El niño asiente. Vuelve el rostro hacia la cama de al lado, donde su hermano ya duerme ­–deduce por su respiración–. La penumbra se torna oscuridad al cerrarse la puerta.

El niño sale del sueño, poco a poco… La cambra sigue oscura. Le ha despertado una conversación que llega del exterior; hablan una mujer y un hombre. No se entiende lo que dicen. Entreabre los ojos. Las voces son como un eco. La de la mujer es igual que la de su madre. Vuelve instintivamente la mirada hacia el balcón, cerrado a cal y canto. Sin embargo, las maderas, ya viejas, combadas, ofrecen alguna fisura al intensísimo sol. Y el niño descubre, estampadas sobre la pared, las imágenes en movimiento de, en efecto, una mujer y un hombre… Se incorpora en la cama, atónito con el fenómeno. ¡Nunca ha visto nada igual! Y crece su asombro al identificar, en la imagen femenina, los ademanes de su madre. Incluso el color de su ropa. Las dos figuras se han superpuesto. Ahora no los oye. Y sí, en cambio, el crescendo en el sonido estridente de las chicharras. Las figuras se diluyen en cuestión de un instante.

Es tiempo de volar, de soñar, durante el periodo estival.

******

–¡Cuidado no caigáis a los pozos! –ha sido la advertencia de la madre, como de costumbre, al verlos salir camino del monte; cubiertos con los sombreros de paja, bastones de repetición en ristre. El sol ya ha perdido parte de su fuerza.

El niño se echa boca abajo a la sombra del álamo, y bebe del aljibe. Le asombra siempre el frescor del agua de la montaña, y se siente el vaquero de una película.  Se abstrae oyendo el chorro. En el agua –que se estanca en un pequeño depósito excavado en la piedra, antes de fluir por un estrecho canal hacia la balsa– refulgen destellos del sol, que se filtran entre las hojas del álamo. Cuando se da cuenta, ha perdido de vista a su hermano. Emprende el itinerario de costumbre, para evitar los pozos.

Asciende por la ladera. Tras cada roca, entre los arbustos, puede acechar su hermano, emboscado. Sube un largo trecho, y sigue sin verle. ¡Un chasquido a su espalda! Se vuelve, empuñando el bastón, dispuesto a disparar: ¡una liebre!, que brinca y desaparece al instante, antes de que el niño pueda siquiera apuntar… Se encarama a las rocas que salpican el declive, entre pinos y matorrales. Sus pequeñas oquedades, que en otras épocas retienen el agua de las lluvias, están resecas, rellenas de agujas de pino. De nuevo las chicharras; intensifican su vibración. El niño sigue monte arriba, alerta… Con sigilo, aferrado a la horizontalidad del bastón, el niño avanza hacia el horcajo con otro monte que se eleva aún más. De súbito, la llamada de su hermano.

La grieta parece profunda. Descalzo de un pie, el hermano le cuenta que el zapato ha caído adentro, pero no puede verlo: hay que bajar antes de que se vaya la luz. Aquí una aventura real: aunque le escuece un miedo íntimo, el niño se recuerda qué es el valor. Su hermano, desde afuera, le ayuda a descolgarse al interior. Se deja resbalar por la pendiente hasta un recodo, pero el zapato ha debido de rodar hasta más abajo. Su hermano se le une ahora. Descienden algo más, en penumbra, tentando el terreno, pero la gruta se estrecha tanto que, de seguir, tendrán que arrastrarse. Adelante, oscuridad abismal.

–Si nos caemos ahí, la hemos liao buena.

Se disponen a emprender el ascenso cuando el hermano detiene al niño. Ha visto un tenue destello. Puede ser la hebilla del zapato. El niño se arrastra despacio, boca abajo; su hermano le sujeta por las piernas. Mientras avanza con lentitud, la rugosidad de la pared superior levanta como un arado el cabello del niño. Alarga la mano… Toca algo… Parece cuero, pero no un zapato. Lo agarra, y pide a su hermano que tire de sus piernas, despacio…

Es una pistolera; de esas que se llevan bajo el brazo. El niño casi no se atreve a tocarla. Su hermano, audaz, abre por fin la funda. Extrae, despacio, el revolver. En sus manos parece enorme. Huele a hierro y pólvora. Ambos están impresionados; más aún al comprobar que, en el tambor, hay cargadas dos balas. Al niño le recorre un escalofrío al pensar en el destino de las otras tres.

–Seguro que, al acabar la guerra, el que la llevaba tuvo miedo y la tiró aquí –resuelve su hermano.

Arranca afuera, otra vez, el estridor de las chicharras, intensificándose hasta volverse ensordecedor.

–Van a explotar las chicharras.
–Las chicharras no explotan –corrige el niño.

El sol emborracha los sentidos, suenan las chicharras.

********

De vuelta en el pueblo, sentado en la cama, el niño se mira el pie descalzo.

–¿Cómo has consentido que te castigara? –muestra la madre el zapato en su mano –Tu hermano traía puesto el tuyo…

El niño no dice nada. Pero la madre mantiene un silencio insistente.

–¿Y qué querías? ¿Que volviera él descalzo y le castigaras a él?

La madre reprime una sonrisa; aunque comprende al niño, no entiende su lógica.

–A la bañera y a dormir.

El niño se deja vencer por el sueño. Cierra lentamente los ojos. La luna realza ya el cenador entre las sombras del jardín de doña Flora. Ahí palpita el canto de los grillos. Intentará esta noche, de nuevo, volar hasta él…

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