#MAKMALibros
Ediciones Contrabando
Colección ‘Cine de Contrabando’
Bajo la dirección de Héctor Ruiz Rivas
Basta asomar ligeramente nuestra curiosidad a las redes de Internet para tomar conciencia de un hecho extraordinario: la enorme conexión que existe, a día de hoy, en todo el ámbito de habla hispana. Youtubers, tiktokers e influencers de todos los campos imaginables (desde el simple entretenimiento hasta el espinoso terreno de la política) deben sus audiencias millonarias a una rica interrelación que se extiende desde los dos extremos del Atlántico.
No digamos nada si nos adentramos en el universo de la música popular, en el que la relevancia que han ido cobrando artistas procedentes de este espacio social y geográfico ha establecido un fuerte diálogo estético, tan potente, que hoy amenaza el, hasta ahora, reinado anglosajón. El sur de Europa y el sur (o los sures) de las Américas están fuertemente enlazados por una malla de intereses culturales, comerciales e industriales sobre la base de un nexo común: la lengua.
En el contexto del cine, sin embargo, esta conexión –si no tan influyente, otrora muy fructífera– parece que anda interrumpida. Salvo alguna rara excepción (algún título concreto que se escapa a las reglas impuestas por las redes de la distribución global o el entorno de los festivales), el espectador medio de nuestro país parece desligado de las cinematografías que se desarrollan en países como Argentina, Cuba, Perú, México o Chile. Y viceversa.
Con la intención de volver a poner en valor este fuerte patrimonio compartido, la editorial Contrabando ha iniciado la publicación de una nueva línea de textos dedicada a estos cines. Y lo hace desde una perspectiva muy particular: la de poner el foco en las propias películas. No estamos, pues, ante un compendio fraccionado exclusivamente por autores, temas o territorios.
Bajo la dirección de Héctor Ruiz Rivas (investigador y profesor de Cine y Literatura de la Universidad de Toulouse Jean Jaurès) y con la colaboración del Centro d’Études Ibériques de esa misma Universidad y la Universitat de Barcelona, ‘Cine de Contrabando‘ –que es como se ha bautizado esta colección– nos presenta una serie de estudios monográficos de los títulos más relevantes de las cinematografías española e hispanoamericanas.
La colección ‘Cine de Contrabando’ abre, de esta forma, un nuevo espacio editorial, como demuestra el hecho de que, hasta la fecha, no existiera ninguna otra propuesta dedicada exclusivamente al cine en lengua española (y, eventualmente, en otras lenguas adscritas al mismo espacio geográfico y socio-político: catalán, vasco, gallego, quechua, etc.).
Hablamos de textos, ante todo, con una clara vocación didáctica. Redactada por profesores universitarios y especialistas del mundo del audiovisual, la colección está pensada para dirigirse tanto a estudiosos, profesionales, como, en general, a todo el público cinéfilo.
Es, pues, una apuesta de carácter transversal. Los criterios de selección de las películas analizadas basculan, así, entre varios puntales: la calidad de las películas, sostenida por el reconocimiento obtenido por parte de la crítica y el público, sus valores artísticos y comunicativos, sus rasgos de identidad, el papel que cada obra ha jugado en la trayectoria del director correspondiente (hablamos en todos los casos de un cine con firma de autor), para terminar desentrañando, sobre estas premisas, sus ejes discursivos principales, así como sus relaciones con otros filmes, géneros o cinematografías con las que estén potencial y dialécticamente vinculadas.
Cine de Contrabando arranca su primer volumen con un estudio de la exitosa ‘Roma’ (2018) del director mejicano Alfonso Cuarón. Parte el texto, a cargo del propio Héctor Ruiz Rivas, de una polémica. Recordemos aquí que ‘Roma’ fue, en su día, uno de los primeros intentos de la plataforma de vídeo bajo demanda Netflix de acercar a su modelo de negocio a directores de gran prestigio (más tarde vendría ‘El irlandés’, con Martin Scorsese).
Una cinta que, en principio, estaba destinada a ser emitida exclusivamente en la pequeña pantalla de televisión sin pasar por la tradicional distribución en salas de cine, lo que hizo que fuera excluida de la Sección Oficial del Festival de Cannes, con el consiguiente revuelo mediático.
La cinta fue aceptada más tarde en el Festival de Venecia, donde obtuvo el León de Oro, lanzando, así, su carrera hacia unos Oscar que le otorgarían hasta tres premios grandes (mejor película, dirección y fotografía), amén de lograr otros tantos premios BAFTA, premio Ariel a la mejor película por la Academia Mejicana y otros reconocimientos que iría cosechando por todo el mundo.
Recordemos también que, como apunta Ruiz Rivas, si bien la película consiguió una amplísima aceptación por parte de la crítica y el público, ésta no fue totalmente unánime. Parte el autor de estas páginas de esas críticas menos complacientes como trampolín para desarrollar la tarea de ir desenmarañando las claves que conforman el discurso de Cuarón en una obra de claros tintes autobiográficos.
Un ejercicio que le permite, de paso, presentar la idea base de la colección que, como hemos dicho, no es otra que la de acercar la película a un público que, así, abordará con mejores herramientas la lectura de unas imágenes que hablan más de lo que sugieren a simple vista.
Y, efectivamente, si solo atendemos a su trama o argumento, el espectador de ‘Roma’bien podría caer en la impresión de que estamos ante una película de desarrollo emocionalmente plano y sin grandes novedades, un mero melodrama. Será, sin embargo, cuando pongamos nuestra atención, no solo en lo que cuenta la historia, el relato, sino en cómo se cuenta, cuando la cinta despliegue toda su riqueza interpretativa. Es necesario, en este sentido, hacer una primera parada para describir el contexto histórico en el que se desarrolla.
Nos sitúa ‘Roma’ al principio de la década de los 70 del siglo pasado, en un barrio de clase media-alta de Ciudad de Méjico, ante el periodo electoral que propiciará el futuro gobierno de Luis Echevarría Álvarez. Es esta una etapa de aparente apertura democratizadora que, sin embargo, escondía un fondo de tintes represores, como demostraría el llamado “halconazo”, una acción organizada por parte de escuadrones violentos, de aparente origen popular, pero apoyada por el propio estado, contra los movimientos estudiantiles que dirigían las principales demandas sociales del país.
Planteada esta premisa, ‘Roma’ se desarrolla en base a dos tramas o argumentos aparentemente separados. Por un lado, tenemos a una familia de clase media que vive en el barrio que da título a la película. Sofía, la madre, se ocupa del cuidado de la casa y los hijos. Frente a ella, encontramos a Antonio, su marido, médico de profesión, hombre escurridizo, ausente siempre del hogar.
El abandono definitivo de la familia por parte del padre vendrá a derrumbar el frágil equilibrio que la sostiene, quebrando todo su mundo. Por otro lado, pero en el mismo espacio físico, encontramos a Cleo, la sirviente y verdadera protagonista de la historia. Cleo es una mujer sencilla de origen indígena que asiste de forma pasiva a estos hechos. Un día, Cleo conoce a Fermín, un joven lumpen proletario con el que va a tener una relación, a consecuencia de la cual se quedará embarazada. Y aquí empiezan sus problemas.
Sobre esta tenue línea argumental, Cuarón construye todo un aparato formal con el que consigue imbricar un profundo retrato de su país. En ‘Roma’, nos dice al autor de este libro, el discurso se mueve en una corriente subterránea. No es tanto la trama la que nos da las claves de lo que nos quiere decir la película, sino la asociación de una serie de imágenes y secuencias, aparentemente desconectadas, pero que encierran entre sí relaciones muy reveladoras. Será, pues, la atenta mirada del espectador, pendiente de cada detalle de lo que muestra la pantalla, la que tenga que ir uniendo los cabos sueltos, las pistas que Cuarón ha ido dejando.
Bebe la cinta de Cuarón de dos fuentes fundamentales para componer la arquitectura de esta película. Por un lado, su propuesta nos remite a las bases del neorrealismo. Cierto es que, como apunta Ruiz Rivas, este movimiento estético se caracterizó por la inmediatez a la hora de abordar un retrato social íntimamente atado al momento histórico en el que se estaban realizando las películas que lo conforman (pensemos, por ejemplo, en ‘Ladrón de bicicletas’ de De Sica o ‘Roma, ciudad abierta’ de Rossellini).
Cuarón rueda su película casi cincuenta años después de los hechos que narra, pero en su obsesión por el detalle, en el esfuerzo de producción, artístico y fotográfico (la elección del blanco y negro no es casual), en la elección de los actores, en muchos casos no profesionales, se encuentra la misma voluntad de verismo que perseguían los neorrealistas.
Frente a esto, Ruiz Rivas emparenta a su vez la película con la corriente del llamado realismo mágico, tan presente en la literatura y en el cine (Buñuel, Fellini e, incluso, Emir Kusturika). De esta forma, el director mejicano logra elevar lo cotidiano, lo mundano, escrupulosamente reconstruido, decíamos, a una verdadera dimensión dramática y política.
Ambas corrientes podrían, a priori, chocar entre sí, ser oposición, pero es, precisamente, en el contraste donde se revelan los mecanismos de significación que encierra la cinta. Aquello que tiene de ridículo, de cómico, exagerado, podríamos decir, la realidad, deja al descubierto la verdad que ocultaría la mera descripción de los hechos. Como dice el propio Rivas: “Se trata de mostrar lo real, no como algo descifrado, sino como algo por descifrar, y que por ello siempre es ambiguo”. Será al situarnos ahí, en el cruce, cuando vamos comprendiendo.
No conviene destripar todas las claves. Es mejor leer el libro, rico en detalles y claro en su exposición. Tan solo dejaremos unas pistas: diferencias de clase, la condición indígena, el papel de la mujer en la sociedad mejicana, su contrapartida masculina, los mecanismos de represión del poder, la influencia del pasado colonial y el posterior proceso de independencia, anclados, ambos hechos, en los comportamientos sociales…
Estas son algunas de las cuestiones que quedan dirimidas aquí. Poco a poco, el texto va levantando las sucesivas capas de un discurso que, partiendo de lo aparente, la superficie, horada el artefacto ficcional hasta alcanzar las ocultas, a ojos perezosos, intenciones del director, ancladas en las raíces más profundas de la realidad de un país, en muchos aspectos, maltrecho, descompuesto, pero que, nos dice el autor de este libro, se encuentra en disposición de afrontar un nuevo mañana esperanzador.
Misma relación entre argumento e imagen, si bien desde otros parámetros formales y estéticos, podemos encontrar en la película que ocupa el segundo libro de esta colección. Hablamos de ‘Tierra’ (1996), la peculiar obra del director vasco Julio Medem.
Dejando de lado los gustos personales o polémicas que siempre han acompañado a su obra (como prueba la relación de críticas reseñadas en el libro) qué duda cabe que el cine de Medem atesora una mirada claramente personal. Y esto, sobre todo dentro del panorama cinematográfico contemporáneo, tan dado a la copia mimética, cobra valor por sí mismo y le otorga un estatus destacado dentro de la historia reciente de nuestro cine.
No es que no existan referencias o inspiraciones previas en la obra de Medem, expuestas también en el libro (¡Ah!, Kieslowski), pero es evidente que el director vasco supo filtrarlas a través de un yo artístico único. La referencia a ese yo que nos habla, se hace doblemente (e, incluso, triplemente) pertinente en este caso, pues de nuevo nos encontramos ante una cinta de tintes biográficos o, sería mejor matizar, en la que los fantasmas internos del autor sirven, siquiera de manera inconsciente, de motor para la elaboración de la ficción.
Y es que, según vamos avanzando en las páginas del texto, comprendemos que solo desde el conocimiento íntimo de la experiencia vivencial podría surgir una obra como ‘Tierra’. Una experiencia que, sin embargo, deviene en universal, por ser esta común, si no a todas, a muchas personas. ¿O acaso no estamos todos, de alguna manera, divididos, fraccionados?
Esto es lo que le sucede a Ángel (sensacional Carmelo Gómez en uno de los mejores papeles de su carrera), un hombre que llega a un pequeño pueblo vinícola de Navarra para acabar con una plaga de cochinilla que ha infectado los campos, otorgando al vino que resulta de las uvas que dan las cepas un extraño sabor a tierra.
Pero la peripecia de Ángel no termina aquí. Nada más llegar al lugar, conocerá a una serie de personajes con los que va a interactuar, un cosmos de sujetos y personalidades que va a entroncar directamente con sus propias cuitas internas. A un lado, tenemos a Ángela, ama de casa, madre y esposa, de la que Ángel (o una parte de él) se va a enamorar de inmediato. Por otro, tenemos a Mari, una chica alocada y de una irrefrenable sexualidad.
Dos partes, dos mitades, dos caras de la misma moneda. El lado conservador, tranquilo, con Ángela. Allí, el lado salvaje y libre, junto a Mari. ¿Por cuál se decantará Ángel? Al final, la duda, la lucha interior, quedará resuelta. Con la vista despejada, uno de los dos lados en conflicto caerá derrotado y, libre al fin de toda opresión, Ángel podrá continuar su camino. ¿Hacia dónde? Quién sabe. El futuro no está escrito, pero se percibe más liviano.
Esta dualidad en conflicto pivota o conforma el nudo de la película de Medem y, por consiguiente, del análisis que realizan Daniel Seguer y Javier Seguer, licenciados en Historia y Filosofía, respectivamente, por la Universidad de Barcelona; secretario del Centre d’Investigacions Film-Historia de la misma universidad, así como autor de varios ensayos, en el caso del primero, y editor de la revista ‘Febrero’, así como guionista y crítico cinematográfico, en el caso del segundo de los autores. Sobre esta idea base, ‘Tierra’, el libro, va desgranando cada uno de los aspectos que configuran la propuesta que sostiene la película.
Y no era una tarea sencilla. Si en el caso de Cuarón, para desentrañar el mensaje de su obra requeríamos de una atenta mirada al paisaje de fondo sobre el que se desarrolla el argumento, en Medem la tarea se vuelve aún más peliaguda. No parece gratuito que los autores nos recuerden, en los primeros párrafos del libro, que la primera vocación de Julio Medem fue la medicina y, dentro de ésta, la rama de la psicología.
Cuentan Daniel y Javier Seguer que, más tarde, iniciada ya su formación, el futuro director la rechazaría al descubrir que las técnicas empleadas en este campo estaban más dirigidas a aplacar la personalidad del paciente para que dejara de ser una amenaza social, que a curar sus dolencias existenciales. El caso es que Medem acabaría abandonando esta primera inclinación para dedicarse al cine, si bien el interés por nuestra psique permaneció intacto, inspirando su trabajo posterior.
Todo esto nos pone ante el siguiente dilema. Porque si con Cuarón había que mirar a la realidad política y social del momento en el que se sitúa la historia de ‘Roma’para desentrañar las claves del relato, aquí hay que apuntar a un espacio más oscuro, más difuso, más complejo, más profundo. ¿Y cómo representar aquello que sucede dentro de nuestra mente?
Tratar de responder a esta pregunta, amén de otras cuestiones que va a desentrañar el libro, constituye el reto que trata de sortear todo el andamiaje formal sobre el que se soporta la película de Medem. De esta forma, autor y obra dialogan constantemente entre sí. No es solo que aquello que se quiere contar o transmitir requiere una forma precisa, es que esta forma remite, además, a los intereses estéticos y discursivos del autor. Una cohabitación perfecta, dado el resultado, pero difícil de trabar. Perece complicado, pero, a medida que vamos leyendo, no lo parece tanto. Este es el mérito del libro.
Como en el caso de ‘Roma’, la cinta de Medem exige también de un espectador activo que participe en la construcción de aquello que se narra. Para ello, el director vasco tratará, nos dicen los dos autores, de que sea ese actor exterior quien se meta en la cabeza de su protagonista que es, a su vez, él mismo: Ángel/Medem. A esto, en el argot de la escritura del guion cinematográfico se llama “identificación”.
Ya tenemos resuelto, pues, el primer escollo. Ahora bien, una vez está situado, el segundo obstáculo consistirá en lograr que ese espectador llegue a sentir y, por lo tanto, a comprender, a asumir como propios, íntimamente (clara apelación al método freudiano) los propios conflictos del personaje. La dualidad vida y muerte, hombre frente a mujer, tierra y cosmos, cielo y tierra, lo atávico y lo racional, lo onírico y lo real son algunas de las cuestiones que se abordan en la película. Todo ello en medio de la confusión en la que se encuentra Ángel.
Poner en imágenes y sonido todo ese debate interno, requerirá de una amplia batería de recursos estilísticos, todos ellos solapados unos sobre otros. Es ahí cuando aparece una voz en off que, finalmente, no ejerce como tal, los juegos con la continuidad espacio-tiempo en los que Medem se deleita, su inclinación hacia lo simbólico, el uso deliberado del color en la fotografía (bien articulado por el maestro Javier Aguirresarobe), la música (a cargo de Alberto Iglesias), pero también los elementos compositivos, de movimientos de cámara, en un empleo de los aparejos del cine que puede ser todo, menos canónico.
No es solo el texto, sino los modos en los que se desarrolla ese diálogo de Ángel consigo mismo, donde está la esencia de la historia. La confusión, lo sorpresivo, deviene en la forma necesaria para entender esa conversación interior.
Ahí está aquello que tiene de único la mirada de Medem, en su esfuerzo por elaborar un discurso que consta de muchas capas y eso requiere un trabajo poco común por construir un lenguaje propio. O un uso personal de las armas del lenguaje del cine. Y el humor, claro. Otra de las marcas que, sin duda, forman parte constituyente de estas primeras películas de Medem.
Hay, para finalizar, algo de nostalgia en el libro o quizá una reivindicación soterrada que no queremos dejar de destacar. Nostalgia por la ¿pérdida? de un público capaz de atreverse a afrontar una propuesta tan arriesgada y, en algunos aspectos, abstracta como la que nos brinda Julio Medem.
Nostalgia de unos tiempos no tan pasados (nos situamos en la segunda mitad de los años 90, ayer, como quien dice) en el que parece que ese público estaba más dispuesto a dejarse sorprender. Tratemos, entre todos, de recuperarlo.
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