Cristina Alabau
Galería Alba Cabrera
Art Madrid’19
Del 27 de febrero al 3 de marzo de 2019
Es 29 de enero de 2019, la tarde es oscura y ventosa en València. En el barrio de Ruzafa llego a un callejón sin salida que reconozco, me detengo buscando el número del portal y, antes de verlo, una luz tenue a través de una ventana me hace sentir que ya estoy.
Mientras subo por la pequeña escalera de acceso noto cómo el frío va quedando atrás. La calidez, la calma, te invaden de golpe cuando entras en el estudio, en el refugio donde Cristina Alabau trabaja desde hace más de tres décadas. Todo allí parece pararse en el tiempo: el aire molesto del exterior –cuyo murmullo hace olvidar ahora una música suave–, las urgencias, las prisas. Es un espacio acogedor, de altos techos de madera y cubierta a dos aguas. Ella transmite también esa sensación plácida, que invita a compartir un momento de charla sosegada, aunque su ritmo de trabajo sea estos días acelerado, ya que se encuentra inmersa en plena vorágine productiva (en breve presenta su último trabajo en Art Madrid’19, feria internacional de arte contemporáneo donde acude con la Galería Alba Cabrera).
Observar así su obra, detenerte en los nuevos trabajos y adivinar antiguas series que se asoman, apoyadas unas sobre otras en las paredes, es también admirar un ejercicio de coherencia y perseverancia, un estilo defendido y reafirmado a lo largo de su extensa trayectoria, que comenzó a mediados de los ochenta y que hoy sigue consolidando exposición a exposición.
Sus cuadros elegantes, poéticos y sugerentes, encierran íntimas iconografías, enigmáticas formas que son ya reconocibles en su pintura y que definen universos propios, intransferibles, construidos con elementos simbólicos que nunca abandona y que dispone a través de resortes intuitivos.
Figuras esenciales, sutiles, que el color refuerza y que parecen latir bajo una musicalidad que se percibe cercana. Alabau une a su sensibilidad, a su gusto por lo bello, sus férreas referencias intelectuales. Admiradora y estudiosa de Paul Klee y Vassily Kandinsky, se reconoce tocada por el influjo que alentó a los maestros en el camino hacia la abstracción geométrica, y su imaginación vuela lejos, surcando los mismos cielos.
Cuando el sentimiento y el deseo marcan el objetivo, cuando la búsqueda del equilibrio supera fisuras, aúna energías, esquiva lo superfluo, prioriza la luz ante el tenebrismo y esquiva recovecos imposibles, el proceso lleva implícito el pausado ejercicio de distinguir y valorar lo esencial, lo que prevalece. Las figuras que aparecen en sus grandes lienzos, casi siempre cuadrados, de fondos limpios y claros, obedecen a tres conceptos que se repiten de manera hipnótica una y otra vez: el hombre, la naturaleza y el tiempo.
Al hombre, situado en el centro de la composición, siempre lo representan formas geométricas de tonos cálidos: rojos, anaranjados… que remiten al color de la sangre, del cuerpo, de la piel. En algunos de sus cuadros, la pintura acrílica aparece rayada, arañada, creando texturas llenas de experiencia, de vida. La noción de naturaleza se cuela en sus obras a través del verde, el gris… pero también lo hace de la mano de fotografías o de elementos orgánicos sacados del paisaje; fósiles, musgos, hongos, líquenes, flores… que durante el proceso creativo se revisten de cera, papel o capas de resina. Las formas blancas, a veces casi transparentes, son espacios que irradian luz, fulgor y que contagian, unen y difuminan las otras figuras que parecen dejar estelas, áureas que insinúan leves movimientos, etéreos balanceos.
La gestualidad manda, impulsada por la repetición de esquemas en una constante búsqueda de matices y ritmos para sublimar escenarios y plasmar visiones de vida. A veces, la representación se expande, parece dispersarse, pero la artista de nuevo la envuelve, encaja las piezas que une con líneas casi imperceptibles y regresa al todo. Y en ese todo huye de estridencias, lima aristas, oculta evidencias y se acerca a la forma redonda de la vida, porque es así como Cristina Alabau visualiza la existencia, al igual que Van Gogh –“La vida es probablemente redonda”– o que el poeta francés Joë Bousquet, quien recitaba “Le han dicho que la vida es hermosa. No, la vida es redonda”.
Las teorías de Gaston Bachelard, filósofo y amante de las ciencias, son otras de las influencias que han marcado su discurso. En su libro ‘La poética del espacio’ el autor se refiere también a esta idea, escribiendo que “lo que se aísla, se redondea, adquiere la figura del ser que se concentra sobre sí mismo” y remite al lector a los poemas franceses de Rilke:
“Árbol, siempre en medio
De todo lo que te rodea
Árbol que saborea
La bóveda entera del cielo […]”
El impulso creativo que guía a la artista se nutre de materiales y técnicas distintas. La pintura, el collage, la acuarela, el dibujo o la escultura tienen cabida en la evolución de su trabajo, aportando y enriqueciéndose entre sí. En la acuarela, sus formas se hacen más ágiles, se desdibujan y superponen; el papel, los trazos, la plumilla… plasman perspectivas fluidas y libres. Aunque ella se define como pintora, la escultura se ha convertido en compañera de viaje y aliada en sus últimas exposiciones. Tras una estancia en Italia, encontró en el cristal de Murano el material perfecto para desarrollar las piezas soñadas durante años. Blancas, translúcidas y frágiles, contienen colores y materiales en su esencia, que parecen reivindicar la importancia de lo sutil.
Marisa Giménez Soler
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