#MAKMAArte
‘El Hortelano. De lo humano, lo natural y lo místico’
Comisaria: Carmen Alcaide
Antiguo Hospital de Santa María la Rica
Santa María la Rica 3, Alcalá de Henares
Hasta el 20 de marzo de 2022
1980 fue un año de prodigios. No solo un cambio de década. Marcó el fin y el principio de tiempos memorables. Murió Lennon, asesinado a las puertas de su casa. Un lamento que perdura. Y nacía la nueva modernidad, que marcaría la década.
Fue en esa esquina del tiempo cuando una pareja, con una mezcla explosiva de ingenuidad y desvergüenza pintada en sus caras, tomó el avión de Madrid a Manhattan. La modernidad eran ellos. Bárbara y Pepe. Ouka Leele y El Hortelano. Una pareja del arte, montada en un carrusel de colores, sin prejuicios ni limitaciones. Ella con su sombrero chino de plástico rojo y ala circular; él con sus gafas de papel y la camisa del revés. “¡Aquí estamos, el mundo es nuestro!”.
Como tarjeta de visita llevaban un artefacto explosivo bajo el brazo. Tenía forma de cinta magnética y llevaba la etiqueta Koloroa. Todos queríamos verla. Se sucedieron los parties para homenajear a los simpáticos visitantes. Montxo Algora disponía del mejor local. Un gran loft a dos pasos de la esquina del Stars, Sparks and Lightning, entre el SoHo y Tribeca.
Los minirobots andaban sueltos por los suelos del loft y bailabas entre ellos. No eran un icono baladí. Aquellos chicos de la modernidad que habían dejado ya su huella en Barcelona, Valencia y Madrid, estaban reinventándose en un mundo futurista, lo más lejos posibles del grisáceo panorama que rondó las mentes del tardofranquismo español.
Montxo había dejado su marca galáctica en La Vía Láctea y estiraba las líneas hasta dar a sus formas un halo aerodinámico. Javier Romero ponía colores impensables con su aerógrafo tan preciso como alocado. Todos pintaban a un hombre/mujer nuevos, de espaldas dislocadas, gafas geométricas, cabezas explosivas, formas hiperbólicas para crear una identidad abierta y nueva. Fueron sus anfitriones en Nueva York, tras las complicidades ya establecidas en el Rastro y los garitos de moda, con intercambio de cómics y músicas.
Tambien se encontraron, en el Nueva York que despertaba a los 80, con los dibujos ingenuos de Joaquín R. Gran-Dodot, los poemas de Teresa Shelley, las fotos del Village Voice de Pamela Duffy o las sonrisas antropológicas de Paloma Carcedo, Javier de Frutos… y muchos más.
Nueva York empezaba a ser un party continuo, y la fiesta con aire de modernidad española tenía como sus extraterrestres invitados de lujo a Bárbara Allende y José Morera, que sin duda iban a tomar Manhattan. Sus alter egos artísticos, Ouka Leele y El Hortelano, estaban dispuestos a darlo todo y a asombrarnos.
Era su momento antropomórfico: las fotografías coloreadas de caras con animales superpuestos, bien fueran peces o camaleones firmadas por Bárbara. Y los cómics animados con las incipientes tecnologías del video, en las que ella aparecía convertida en locutora de la galaxia y El Hortelano en artista de pincel digital. Venían con su propuesta para ser comunicado por tierra, mar y aire, pero sobre todo por las ondas hertzianas a las que mejor se adaptaban sus nuevas propuestas futuristas.
En la aventura americana hubo de todo: ilusión, alguna decepción y hasta un asesinato. Se sucedieron las cenas y las fiestas. Y llego el día de la esperada emisión por el Canal 10 del deseado video. En el apartamento de la calle Diez Oeste, Teresa Shelley y Dodot prepararon el salón, Paloma tenía dispuesta su cámara de Super 8 para inmortalizar el lanzamiento, todos los demás estábamos atentos a la pantalla en la casa de mis vecinos.
Pepe se puso la camisa del revés y se apostó al lado de aquel televisor NTSC para retratarse con la emisión en vivo. El Canal 10 ofrecía una programación singular que incluía videos como el ‘Oh Superman!’ de Laurie Andersen. Era el nicho ideal para creaciones como su Koloroa. Allí lo ofrecieron y lo aceptaron.
El prólogo a su emisión resulto ser un partido de hockey sobre hielo, cuyos tiempos no están tasados, sino que son de juego efectivo, por lo que se prolongaba más y más. Nos estaba dejando helados, y Koloroa se hacía de desear. Tanto, que nunca llego a emitirse esa noche; solo vimos la cola del final con el crédito de VideoSpot que lo había producido. Aquel partido de la liga de hockey tenía más tiempos muertos que un camposanto. El hielo se llevó por delante la ilusión de los convocados, pero lo cierto es que siguió la fiesta como si nada.
Las sorpresas aún más grandes estaban por llegar. Pepe y Bárbara y los amigos del grupo fueron invitados días después a una fiesta en el singular edificio Dakota, con su aire de mansión victoriana junto a Central Park y su leyenda maldita sobre el rodaje de ‘La semilla del diablo’, de Román Polanski. La anfitriona era la hija de Leonard Bernstein.
Como en los mejores guiones, aquel triunfo de entrar en los salones de la gran sociedad artística neoyorquina se convirtió, pronto, en gran tragedia. Poco tiempo después, a las puertas del Dakota era abatido a punto de pistola John Lennon. Incredulidad, dolor, angustia.
Para exorcizar aquel estado de shock generalizado, se convocó una vigilia en Central Park, en la zona cercana al Dakota que quedaría rebautizada como ‘Strawberry Fields’ (la canción que Lennon había compuesto durante su rodaje en Almería). Pepe y Bárbara, con los amigos neoyorquinos, con Montxo, Javier, Paloma…, se sumaron a duelo en aquel día tan soleado como amargo, del que también se rodó película testimonial.
Tiempos de búsqueda y nostalgia, del calendario americano de Pepe El Hortelano, que seguiría viajando a la gran metrópoli, y a medio mundo. El viaje fue su motivación, quizá la venganza en vida de aquellos años de obligada residencia en cama debido a la enfermedad de infancia. Pepe la aprovecharía bien. Fue su tiempo de lectura y dibujo. Su iniciación al cómic, su despertar al arte.
Rememoro aquellos días en los que conocí a la pareja feliz que asaltaba nuestro querido Manhattan mientras paseo por la extensa obra de El Hortelano desplegada en las salas de Alcalá de Henares, que muestra lo abundante y complejo de su patrimonio creativo.
Recuerdo esa cara virginal de Pepe, entre asustado y traviesa. Su mirada escrutadora tras las gafas icónicas, con la vista puesta en algo lejano. ¿Las nubes, las galaxias? Pepe miraba, procesaba y recreaba su propio mundo con una actividad febril, que bien reflejan sus años iniciales dedicados al arte rápido del cómic, al igual que sus años últimos en los que devoraba lienzos sin parar.
La retrospectiva que ha hilvanado con maestría Carmen Alcaide, bajo el título ‘Lo humano, lo natural y lo místico‘ es comprensiva de todo su trabajo, que trasciende y mucho a la etiqueta de la Movida. Sin duda, sus trabajos seminales de ese periodo, de los setentas y ochentas, están tintadas de un aire vibrante y unas formas y con colores vivos propios de aquella modernidad, vía cómics, portadas de discos e, incluso, diseños de telas.
Sus narrativas son rompedoras. Siempre buscando un mundo alternativo y mejor. Una ciudad futurista donde las formas arriesgadas también significaban un nuevo tipo de sociedad utópica. Terminó plasmando ese sueño, con un aire más bucólico y hasta melancólico, en sus grandes lienzos en los que quizá vemos al Pepe más sincero, más natural, más cercano a la tierra y a su propia alma. Mas zen. Con un caracol posado en la comisura del labio. Como en aquel viaje neoyorquino de conocimiento, el niño que soñaba otros mundos no paró de buscarlos y de encontrarlos en su arte.
Mi último encuentro fortuito con El Hortelano fue, precisamente, ante un plato de comida japonesa, en un lugar favorito para ambos como es el Musashi de la calle de las Conchas, junto a Callao. Repasamos su recorrido por el mundo con un pasaporte en el que ya no cabían sellos y recordó con su levemente pícara sonrisa aquellos días en Manhattan, en los que la ilusión era más grande que cualquier rascacielos.