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Un trayecto cinematográfico por las sábanas blancas del celuloide que habitan en ‘Sucedió una noche’ (Frank Capra, 1934), ‘Rebecca’ (Alfred Hitchcock, 1940) y ‘Una jornada particular’ (Ettore Scola, 1977)
“¡Oh cama de hotel, oh dulce cama!
Sábana de blancuras y rocío.
¡Oh rumor de tu cuerpo con el mío!
¡Oh gruta de algodón, penumbra y llama!”
(Federico García Lorca, ‘Sonetos del Amor Oscuro’)
Hay una vieja leyenda en Hollywood. Las grandes estrellas femeninas que salían tapadas por una sábana, perfectamente maquilladas tras una elegante elipsis que insinuaba una noche de amor, supuestamente habían pasado también por la alcoba del productor o tal vez del director mismo. Con el tiempo se convirtió en un guiño irónico que el cine clásico repetía una y otra vez.
Más allá del tufillo machista de esta vieja leyenda, cuando el cine americano (siempre ha sido, no lo dudemos, el que poseía el código moral más pacato) aún no se podía permitir ser ni explícito ni evidente, la sábana blanca como símbolo desde luego agarraba bien fuerte su inevitable connotación erótica.
«¡Qué grande es y cómo engrandece una vieja sábana que se desdobla! ¡Y qué blanco era el mantel antiguo, blanco como la luna de invierno sobre la pradera», comentaba con estas palabras Gaston Bachelard en su gran clásico ‘La poética del espacio’ (2000) los versos de André Breton, que sugerían, misteriosos, los tejidos de los armarios:
“L’armoire est pleine de linge
Il y a même des rayons de lune que je peux déplier”.
La edición del Fondo de Cultura Económica que conservo lo traduce de este modo: “El armario está lleno de lienzos / Hay incluso rayos de luna que puedo desdoblar”. El lienzo, la linge –que, por cierto, produce la palabra lingerie– desdobla los sueños lunáticos.
Hace unos años la editorial Huerga y Fierro publicó un libro de memorias desfiladas de Augusto M. Torres titulado, precisamente, ‘El cine de las sábanas blancas‘ y me apetecía hacer un recorrido por algunas de esas secuencias.
Pienso en la sábana que separa a Claudette Colbert y a Clark Gable en ‘Sucedió una noche’ (Frank Capra, 1934), a la que obligaba el código Hays cuando estos dos desconocidos tienen que pasar por matrimonio para hacer noche en una posada cuando el autobús en el que viajan les deja tirados. La sábana divide la alcoba como un límite que el amor ya ha traspasado, y también la sábana oculta cómo se ruborizan ambos al hablar con intimidad por primera vez. Frank Capra hace de la necesidad virtud y multiplica el erotismo de la secuencia gracias a ese obstáculo que simboliza el impedimento vital que sienten los dos enamorados.
Pero el tema de la sábana se vuelve más perverso cuando pensamos en ‘Rebecca’ (Alfred Hitchcock, 1940), que vimos hace poquito en mi taller de adaptación, y recordamos a la Sra. Danvers (la maravillosa Judith Anderson) tocando con deseo las sábanas de la difunta, levantando las persianas bordadas con sus siglas y abriendo las puertas de su armario lleno de ropa interior y transparencias (la primera ropa interior mostrada en el cine para la España franquista).
Así le demostraba a su nueva señora lo poco señora que era con respecto de su amada Rebecca. Es ya una perogrullada hablar de que esta cinta supuso una revolución en la moda, sí, la rebeca de ‘Rebecca’ (que, por cierto, no lleva Rebecca, sino la innombrada protagonista que encarna Joan Fontaine), pero también un paso adelante en cuanto a cómo contar, o sugerir, ese erotismo a través del tejido.
No se puede evitar comentar que la verdadera historia de amor –y, en general, el único atisbo de erotismo– es entre la ausente y la ama de llaves, porque entre Larry Olivier y la Fontaine las únicas chispas que saltaron fueron de desprecio (malvadamente aprovechadas, por cierto, por el propio Hitchcock para hacer que la actriz se sintiera todavía más fuera de sitio, es decir, en el mismísimo infierno de Manderley).
Pero cuando pienso en secuencias eróticas donde las sábanas son protagonistas no solo me refiero a las que ocurren en un dormitorio; de hecho, la más erótica que se me ocurre sucede en una azotea romana.
Es un instante exterior en una película eminentemente interior, opresiva, maravillosamente íntima, y resulta fascinante que el momento más íntimo, centro neurálgico de la película y encuentro inevitable entre sus dos protagonistas, se produzca en el espacio común de una casa que es tan protagonista como ellos mismos.
Todo es latente en una conversación tensa: una mujer destiende las sábanas y la ropa íntima mientras le hace reproches a un hombre que está a su espalda. Él pregunta por qué ella nunca se ríe. Se tratan de usted mientras la brisa mueve el blanco del tejido. De repente, él desaparece y ella, decepcionada, se dice a sí misma: «Mejor así».
El silencio se mezcla con la música de la radio donde atrona una marcha militar, y, entre sábana y sábana, se oculta él. De pronto sale de su escondite para darle un susto y taparla con una colcha, lo que produce una explosión acelerada de risas y ternura. De repente, el tacto de la sábana y el tacto de las manos.
Pero vuelve el sonido de la radio, la realidad de fuera, la seriedad inevitable. Ella se aleja y sigue destendiendo. Vuelven los reproches. Él la ayuda a doblar las sábanas en la penumbra y, entonces, sucede lo prohibido mientras suenan los cánticos militares en un alemán incomprensible.
Nunca se ha contado tanto con tan poco. La emoción en ‘Una jornada particular’ (Ettore Scola, 1977) tiene grutas de algodón, penumbra y llama, sábanas de seda donde se guardan los amores como las que nos enseñó a amar Federico.