Cultura y maldad

#MAKMALibros
‘La sociedad del riesgo’, de Ulrick Beck
‘Une mission écologique pour “sauver” l’Afrique’, de Guillaume Blanc
‘El proceso de civilización’de Norbert Elias
‘El ministerio de la felicidad suprema’, de Arundhati Roy
‘El malestar en la cultura’, de Sigmund Freud

La naturaleza es maravillosa y auténtica; la cultura es creativa, sanadora y buena; la sociedad, con sus intereses materiales, económicos, de poder, ideológicos, produce el mal. Naturaleza, cultura y sociedad. Grandes simplificaciones con las que interpretamos el mundo y actuamos, no siempre muy conscientes de lo que decimos.

Pero me resulta difícil entender algo de lo que ocurre en el planeta en estos tiempos, desde lo que se denomina capacidad destructiva del huracán Milton hasta las devastadoras guerras que asolan el mundo, sin observar cómo se entrecruzan nuestras visiones de lo que son la naturaleza, la cultura y la sociedad.

Como no puedo abordar dicha problemática sin ir por partes, quiero ocuparme ahora de la cultura. Primera constatación: es imposible ponernos de acuerdo sobre un concepto definido y definitivo de cultura, al contrario de lo que sucede con otras palabras como piedra, montaña, puente o coche.

Habitualmente, tanto en la vida cotidiana como en la política y la gestión cultural, cada uno, sin la menor preocupación, se maneja con el concepto que le viene en gana o que se acomoda al campo de discurso en que se halla cómodo. Unas veces explícito y otras implícito, siempre hay un contenido detrás del significante. Llamaré a este fenómeno, cuando se aplica a la cultura, pluralidad irreductible de significados.

1. Pluralidad irreductible de la idea de cultura

Pondré dos ejemplos de esta laxitud, labilidad e inconsistencia con la que se utiliza el término cultura: el primero, lo extraigo de una ley reciente; el segundo, de la prensa; el uno se caracteriza por la grandilocuencia, el otro, por un burdo funcionalismo.

Así, el preámbulo de la ley canaria sobre el sistema público cultural arranca con el párrafo siguiente: “La cultura es uno de los grandes conceptos que mueven el Estado democrático y de derecho contemporáneo, hasta el punto de haber sido propuesta como el cuarto elemento del Estado que habría que sumar a los tres tradicionales de poder, población y territorio”.

No voy a entrar en la sintaxis del texto. Pero, ¿en serio, es “uno de los grandes conceptos que mueven el Estado democrático”? Supongamos que fuera así; entonces, qué es lo que mueve a las monarquías absolutas de derecho divino, a las dictaduras populistas y a las autocracias postdemocráticas, tan abundantes en el mundo actual.

Xavier Monsalvatje. ‘Kaos’.
‘Kaos’, de Xavier Monsalvatje, obra ganadora del II Premio Internacional de Carteles MAKMA.

Si las ideas sobre el poder y el dominio sobre la identidad de las personas y las formas de funcionamiento social –de Putin, Maduro o Milei, por poner algunos ejemplos– no son conceptos culturales, entonces, ¿qué son?

En el capítulo primero dedicado a los principios de dicha ley, el apartado tercero se refiere a la función social de la cultura y el cuarto se dedica a la cultura como bien básico y de primera necesidad. ¿La cultura es un bien? ¿Con absoluta seguridad? ¿Y un bien básico?

Si lo que se dice es que sin cultura no hay vida humana, es absolutamente cierto; si lo que se quiere decir es que, sin ir al teatro, al cine, a conciertos, a un museo, a una galería, no es viable la vida de una persona, entonces estamos ante una afirmación carente de toda evidencia empírica.

El problema fundamental, como vamos a ver, radica no en que sea de primera necesidad, sino en que se trate como un bien y que se confunda la existencia de orden social con orden moral. La historia humana está repleta de chivos expiatorios.

El segundo ejemplo se podría denominar ‘El debate de los Sergios’, porque han participado en las páginas del periódico El País los columnistas Sergio C. Fanjul y Sergio del Molino.

El título desenfadado, tal vez irónico, del artículo de Fanjul era ‘Ser cultureta cada vez mola menos, y abría con una pregunta descarada: “¿Sirve la cultura para ligar?”. O sea, ¿tiene la cultura una función erótica? ¿El capital erótico es un subtipo del capital cultural?

Con la misma osadía se lanzaba a algunas cavilaciones sobre niveles culturales y capital cultural. Afirmaba: “Hubo un tiempo en que aportaba distinción: se presumía de leer a Faulkner; de visitar la feria Arco con aplomo, o de conocer la filmografía de cineastas con la inicial K”.

A la pregunta de Fanjul, cabe responder que ligar es una práctica cultural y el término y concepto de ligue es una invención histórico-cultural. Ante la afirmación segunda pensé: “¡Jo, que mal!, con mis años y no he leído a Faulkner (es cierto que tampoco pude acabar ‘La crítica de la razón pura’ de Kant); no he visitado nunca, ni con aplomo ni sin él, la feria Arco y no sé en absoluto quiénes son esos directores imprescindibles que comienzan con K”.

Miles de millones de personas no han podido hacer ninguna de estas actividades porque nacieron y vivieron antes de que lo hicieran dichos artistas; pero también miles de millones que han sido sus contemporáneos o han vivido después de ellos lo han hecho sin conocer siquiera su existencia ¿No tenían cultura? ¿No eran seres culturales? ¿Cómo lograron vivir?

Sergio del Molino. Los alemanes
El escritor Sergio del Molino junto a un detalle de la cubierta de ‘Los alemanes’.

Me encantó, relativamente, la réplica de Sergio del Molino, que, con el mismo desenfado, se titulaba ‘Qué alivio, los culturetas ya no molamos’. “Por fin podemos leer por leer, escuchar por escuchar, ver por ver, por el mero gusto de hacerlo”. Del Molino subrayaba, así, lo fundamental: que, si de funciones hablamos, la cultura tiene por encima de todo una función cultural. Este es el meollo de la cuestión.

Ahora está de moda hablar de las funciones no culturales de la cultura: por ejemplo, de la función sanadora del teatro; de la música y la danza o de la lectura. Pero, como dijo un clásico, no se conoce de ningún libro que haya quitado el hambre a un niño.

Mal comenzamos si los símbolos y las prácticas culturales se han de validar por su función erótica, de distinción social, económica o terapéutica. No quiero decir que esas no sean cuestiones importantes, pero lo serán, en todo caso, después de resolver la imprescindible: qué es y qué hace la cultura.

2. Una dimensión de la vida humana

En un nivel muy general, coincido con quienes, desde hace algún tiempo, subrayan que la cultura es una dimensión de la vida de determinados organismos, cuyos precursores se pueden rastrear hasta las primeras bacterias y, en especial, de la especie humana. Muchos son los investigadores en diversos campos que hablan cada vez más de distintos tipos de cultura animal. Aquí, sin embargo, quisiera centrarme en la cultura del animal humano, que tiene sus precedentes, pero sobre todo muchas singularidades. 

Del mismo modo que existe una dimensión reproductiva, una dimensión económica o productiva, una dimensión organizacional o social, también existe una dimensión cultural. Y es tan constitutiva de nuestra vida que no podemos elegir: somos seres culturales, como también somos sociales o políticos. Nos puede gustar o no, pero es así.

La cultura, en general, y la cultura humana, en particular, son lo que se denomina una emergencia evolutiva que está vinculada a la aparición hace millones de años de sentimientos y afectos, y bastante más tarde al desarrollo de un tipo de cerebro concreto, un órgano que, por cierto, no duerme ni descansa, aunque sea fin de semana y nos vayamos de vacaciones. Mientras vive, no se puede detener.

3. La innovación del aprendizaje social

Demos un paso más: de manera también muy general se puede afirmar que la cultura es información y significado que se adquiere por aprendizaje social y no mediante transmisión genética. Las ideas y creencias, las prácticas y los instrumentos de las culturas humanas se objetivan (un arco o una biblioteca), se acumulan y se pasan de unas generaciones a otras, de unos grupos e individuos a otros, que no dejan de mejorarlos, y están abiertos a la selección cultural y a la variación y mejora constantes. De aquí se infieren tres características de la cultura humana: su artificialidad, su pluralidad y su efecto transformador.

Microplásticos flotando en aguas del mar.
3.1. Carácter transformador

Hay quienes insisten en afirmar que la cultura es adaptativa y que mediante ella hemos sido capaces de salir de nuestro nicho originario –los bosques y los árboles– para vivir en la sabana, en los polos y en el ecuador y, seguramente, en la Luna. A veces, contra toda lógica, los seres humanos se empeñan en vivir en ramblas por donde pasarán torrentes de agua devastadores, en penínsulas y bahías azotadas periódicamente por terribles huracanes y tornados o en las faldas de un volcán. ¿Consiste en eso la adaptatividad?

La cultura humana es acumulativa mediante su objetivización y su transmisión intergeneracional. Eso la conduce a una transformación constante del entorno en que se asientan los grupos humanos. Consiste en la creación de contextos que no son un mero resultado del proceso evolutivo biológico y que, por tanto, dejan de ser naturaleza en sentido estricto.

Este salto de la adaptación a la transformación es lo propio de la cultura humana, que crece a base de dominar la naturaleza (domesticar, amansar y colonizar o cultivar) y a expensas de ella (reduciendo su extensión prehumana).

Estas transformaciones, vistas en perspectiva, no tienen por qué entenderse en clave positiva. El llamado descubrimiento de América transportó virus para los que los nativos no estaban inmunizados y causaron una gran mortandad; los viajes del capitán Cook, cuyo objetivo era explícitamente comercial, cambiaron la vida de las comunidades que visitaron, aunque solo sea porque los marinos transportaban en su cuerpo las enfermedades venéreas de un puerto a otro.

Von Humboldt, igualmente, descubrió cómo determinados sistemas de cultivo destruían nichos ecológicos; la civilización industrial y del consumo ha producido no solo el cambio climático, de cuyos efectos empezamos ahora a tomar conciencia, sino la desaparición de numerosas especies como consecuencia del uso de productos químicos y la creciente saturación del planeta y de los organismos con microplásticos.

Si observamos ese carácter transformador de la cultura a la luz de la explosión demográfica del siglo XX, se puede afirmar que somos la plaga más letal que ha visto el planeta.

Quienes escribieron algunos libros sagrados, por ejemplo, el del Génesis, lo tenían claro: creced y multiplicaos, cultivad la tierra y sometedla. Pues bien, al cultivarla y dominarla, al domesticar y colonizar, no hacemos sino destruir los nichos ecológicos preexistentes y reducir la extensión de la naturaleza.

Y lo podemos hacer tan eficazmente como lo ha descrito y analizado Ulrick Beck en ‘La sociedad del riesgo’. Justo mientras escribo estas líneas, me llega el libro ‘La nature des hommes’, de Guillaume Blanc, subtitulado con ironía ‘Une mission écologique pour «sauver» l’Afrique’.

Trata sobre la construcción de parques naturales liderada por Occidente para mantener la naturaleza virgen, salvaje y sin seres humanos. ¡Qué inmensa paradoja! ¡Qué metáfora de la transformación de todo el planeta! En suma, la acción humana transforma el entorno de una manera que no tiene parangón en el reino de los seres vivos.

3.2. Artificialidad

Se puede pensar que todos estos fenómenos solo son una patología de la civilización capitalista, un subproducto al que le encontraremos soluciones. Pero no es tan simple. Son el producto principal de la cultura.

Baltasar Gracián (1601-1658) y Samuel von Pufendord (1632-1694), dos de los primeros autores en que aparece un uso moderno del término cultura, decían que la característica fundamental de esta era su artificialidad (también podríamos añadir: su artificiosidad), y que esa artificialidad estaba al servicio de cultivar lo que la naturaleza había dejado sin completar o de domar a la bestia que los seres humanos llevamos dentro en estado de barbarie, cuando aún no han pasado por el cedazo de la educación.

El término que utilizaban era correcto. La cultura es artificial (palabra que procede de ars facere). Como diría Simmel, “entre una fruta de un árbol cultivado y una escultura extraída de una cantera de mármol existe una diferencia notable: en la simiente del árbol se contiene el potencial para la fruta, mientras que en el bloque marmóreo no está la estatua”.

Pero añadía que, en ambos casos, “al aumentar el valor de las cosas… nos cultivamos a nosotros mismos”. Por ello, el filósofo Carlos Paris, quien dedicó mucha y muy inteligente reflexión al animal cultural, acuñó, en 2008, la sentencia “Natura non cognoscitur, nisi recreata” (“La naturaleza no se conoce a menos que se recree”).

Dicho esto, quisiera dejar claro que no resulta pertinente ni conveniente reducir la cultura a un sector o una industria, y menos aún a lo que suele denominarse en las sociedades contemporáneas sector cultural. Freud, que se propuso trazar un mapa de los fenómenos culturales, decía que el orden y la limpieza, al igual que la belleza, ocupan una posición particular entre las exigencias culturales y añadía, con tono irónico, que el consumo de jabón era un índice de cultura (sin duda, la higiene fue un factor decisivo en el incremento de la esperanza de vida).

Norbert Elias, en ‘El proceso de civilización’, fue aún más lejos al identificar civilización con los procesos de represión de prácticas tan naturales como alimentarse, sonarse los mocos (que, prácticamente, han desaparecido) o defecar, para organizarlas socialmente de determinada manera (¡ay, qué sería de nosotros sin el papel higiénico!).

3.3. Pluralidad y diversidad

No existe la cultura (otra cosa es la dimensión cultural, como ya hemos visto). Hay culturas. Esta diversidad o variedad se deriva tanto del carácter socioterritorial del aprendizaje social, como de la singularidad del individuo. Por ello, se debe hablar de variedad étnica, de diversidad grupal y de singularidad individual.

Álvaro Diaz. La felicidad está en ti
‘La felicidad está en ti’, de Álvaro Díaz. Cartel ganador del IV Premio Internacional de Carteles MAKMA ‘Felicidad/Infelicidad’.

Sobre la singularidad individual, en un contexto de variedad étnico-religiosa, se puede leer con mucho provecho ‘El ministerio de la felicidad suprema’, de la escritora Arundhati Roy.

Al mismo tiempo, no hay que olvidar que el sujeto individual es internamente plural. Después de Freud y del movimiento surrealista (de cuyo manifiesto inaugural se celebra el centenario en 2024), este es un asunto incuestionable. La poetisa Eliza Griswold, en su cuaderno ‘First Person’, también lo expresa magistralmente: “Yo es un león / que gruñe/ al león/ en el agua / que gruñe”. El yo es un self extraño al tiempo que extrañamente familiar.

La diversidad étnica y la de identidades culturales son resultado de la variedad de formas de regular la vida humana. Podemos verla como enriquecedora de la trayectoria vital de los miembros de los grupos, pero también se manifiesta en la dominación cultural y contiene los gérmenes de gravísimos conflictos, al ahondar en las diferencias y promover la separación y la hostilidad. Estos conflictos, inevitables, se forman y formulan culturalmente.

Cuando hablamos de la diversidad cultural como si fuera algo maravilloso por principio, nos hacemos una peligrosa trampa. Nos creamos puntos ciegos y obviamos los fenómenos de dominación y sus expresiones extremas en guerras y masacres, sin cuyo conocimiento no se puede escribir la historia de la especie.

Hoy en día, estas confrontaciones no solo se manifiestan como guerras culturales, sino como puras, simples y crueles expresiones de dominio, curiosamente denominadas como híbridas, como si todas ellas no lo hubieran sido a lo largo de la historia y de acuerdo con los medios disponibles.

4. La ambivalencia de la cultura

La conclusión obvia de cuanto vengo afirmando es que toda forma o expresión cultural es ambivalente o polivalente. Puede ser positiva y puede ser negativa; positiva para unos y negativa para otros. Antonio Damasio, entre otras inquietudes de investigación, se ha preguntado por los placeres de la música triste.

En comparación con otras formas de arte, la música tiene una capacidad excepcional para evocar una amplia gama de sentimientos y es especialmente seductora cuando se trata de dolor o tristeza. Entre la gran variedad de géneros, se encuentra la música militar. “La música –dirá– no tiene escrúpulos a la hora de elegir amos”.

Las creaciones humanas, en el campo de la medicina, por ejemplo, van desde la utilización de brebajes a partir de hierbas y plantas hasta la intervención genética actual, todo ello para aliviar el dolor y curar la enfermedad; en el campo de los conflictos, desde la utilización de piedras, lascas cortantes, lanzas, arcos y flechas hasta los misiles balísticos intercontinentales con ojivas nucleares.

Einstein. Freud. Why War?
‘Why War?’, correspondencia abierta entre Albert Einstein y Sigmund Freud.

En 1932, en pleno auge del fascismo, Einstein (1879-1956) dirigió una carta a Freud (1856-1939) para preguntarle por las razones profundas de la violencia y la guerra, con el propósito de tratar de sacar a la humanidad de ese círculo infernal. Freud le habló de la pulsión destructiva y de muerte de los seres humanos y de la pugna entre la pulsión de muerte y la pulsión de vida o erótica.

En ‘El malestar en la cultura’, Freud ya se había preguntado: “¿Por qué nuestros parientes, los animales, no presentan semejante lucha cultural?”. Y se había respondido: “Pues, no lo sabemos”. Ahora bien, en cierto sentido, ya había anticipado una respuesta al mostrar la complejidad interna del sujeto humano.

Antonio Damasio, comentando este pasaje, añade: “Es evidente que los animales carecen de aparato intelectual para hacerlo (para tener luchas culturales), pero nosotros no”.

Entre nuestros vecinos animales no hay guerras culturales; tampoco se imponen el tabú del incesto; no practican el turismo ni han inventado el patrimonio cultural que, con el tiempo, contaminan y destruyen lo que pretenden conservar al convocar corrientes masivas de gente para disfrutar de un paisaje singular o de un abrigo con pinturas rupestres.

El machismo, el edadismo, el racismo, las clases sociales, las desigualdades económicas, políticas y culturales son fenómenos culturales de primera magnitud. Las sociedades humanas, como dice Lahire, no han dejado de crear formas de dominación y de constitución de jerarquías más o menos explícitas. También en la era digital. Véase la deriva que han tomado las redes sociales y su relación con la polarización sociocultural y con la epidemia de salud mental.

Si en el contexto de los desafíos que tiene ante sí la especie humana, provocados por su propio modo de vida, todavía pensamos que la cultura es esencialmente buena, tenemos un problema serio: “Ciegos que, viendo, no ven”, como dijo Saramago en ‘Ensayo sobre la ceguera’.

No avanzaremos hacia una nueva cultura si persistimos en ver como tal solamente aquella parte que nos conviene a cada uno; y, menos aún, si aplaudimos la que les conviene a las grandes corporaciones de producción, comunicación y organización de los significados.

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