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Reflexiones a partir de ‘Malditos no, gracias’, de J. Benito Fernández (Babelia, 18.07.20)
Tal y como un servidor acostumbraba en distantes tiempos próximos (intencional oxímoron, de semejante naturaleza a la que tiñe el pulso de la presente e indefinida nueva normalidad), perfumo con vermú de mediodía la lectura sabatina de prensa escrita (siempre he preferido tiznarme las yemas de tinta que granjearle una tendinitis de fin de semana a mi pulgar siniestro).
Y con esa rozagante e incontenible algarabía que se experimenta al toparse con un discurso compartido, que mora bajo nuestro silencio lector, no he podido evitar reflexionar por estos predios a partir del artículo que rubrica en Babelia J. Benito Fernández, titulado ‘Malditos no, gracias’.
Un atinado y sintético repaso personal a la “in-so-por-ta-ble” condición de diversos y conspicuos individuos que poblaron el mapa nocturno y literario de nuestra contemporaneidad, entre los que despuntan dos excelsos e inefables sujetos: Eduardo Haro Ibars y Leopoldo María Panero.
Refiere su autor –quien ya hubiera glosado sus figuras en las dos magníficas biografías ‘El contorno del abismo. Vida y leyenda de Leopoldo María Panero’ (Tusquets, 1999) y ‘Eduardo Haro Ibars: los pasos del caído’ (Anagrama, 2005)– que “tanto Eduardo como Leopoldo no se consideraban malditos. Ambos poetas coetáneos se sentían a disgusto en el papel de marginados. Haro insistió en su aura de heterodoxo o raro. ‘Uno no se siente nunca maldito, sino que se le maldice’, acostumbraba a decir. El eutrapélico Panero no encajaba con comodidad cuando le preguntaban por su malditismo, abominaba de él”.
Al igual que muchos de mis ignotos coetáneos, desde mi petulante adolescencia he profesado una devota (aunque introspectiva) predilección por sus respectivas biografías (y marginalmente por sus obras. Nada mejor que eclipsar con la vida el plúmbeo legado de la literatura).
Otra cosa es, sin embargo, padecer su efímera amistad, acompasar su compañía transitoria y periférica, soportar la carga del delirio, dejarse sablear de noche y de día (antes del aperitivo no conviene recibir) y mancillar con despropósitos ciertos encuentros que prometían ser amables y celebrativos. “En la distancia están muy bien, sobre el papel son muy atractivos”, asevera Benito Fernández.
Porque los pelmas de vidas disolutas (enfermas de cierto talento genuino) habitan al sur (calcinados de sol y manzanilla), en la preeminente meseta capitalina (donde encuentran definitivo acomodo para beber el licor dulzón de la notoriedad) y a escasos metros del Cantábrico (donde un servidor pasea los julios y en los que estos seres-ínsula molestan menos, abrigando su vesania bajo las barbas o repartiendo alpiste alquitranado entre palomas).
Así que hace años que tomé la certera decisión de alejarme de malditos de provincias (que tanto frecuenté otrora, ingenuo de mí) y dejar sus hediondas virtudes para una peregrina lectura invernal o para el gracejo estival de anécdotas y sobremesas.
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