#MAKMAArte
‘Del fauvismo al surrealismo. Obras maestras del Musée d’Art Moderne de Paris’
Comisariada por Hélène Leroy y Fabrice Hergot (Musée d’Art Moderne de Paris), y Geaninne Gutiérrez-Guimarães (Museo Guggenheim Bilbao)
Museo Guggenheim Bilbao
Abandoibarra Etorbidea 2, Bilbao
Hasta el 22 de mayo de 2022
¿Qué es arte?
Hay ciertos movimientos sobre los que nos cuesta ponernos de acuerdo si son arte o no. Como además el arte es un constructo, algo que no es independiente de la mente, y mentes hay muchas, cada uno está seguro de su propia conclusión, lo que dificulta el consenso. ¿Es arte, por ejemplo, un plátano pegado con cinta aislante a una pared? ¿Un papel arrugado en una urna de cristal? ¿Una estatua invisible?
La respuesta a estas preguntas la dan los propios artistas, en este caso conceptuales: el valor de esas obras no está en su estética, sino en su idea. Es decir, no es la realización lo que según ellos debe ser valorado, sino el concepto, la alusión mental al objeto. Llama la atención lo que esta declaración se parece a la que defendían los artistas de principios del XX para justificar sus obras, tan lejos del gusto de la mayoría.
Una mayoría que no comparte para nada ese argumento, pues para ellos el arte debe ser un producto perfectamente reconocible y entendible, y cuanto mejor pueda el espectador afirmarse en lo que ve, mejor será la obra de arte.
Aunque opiniones va a ver siempre para todos los gustos, no creo que el debate lo provoque el objeto en sí, sino algo mucho más trivial. La reacción suele convertirse en polémica solo cuando el dinero entra en juego, cuando vemos incrédulos cómo esas obras se venden y compran a precios estratosféricos. Antes de eso, la indignación que podamos sentir al ver un plátano pegado en el stand de una feria de arte, no trascendería de la esfera privada, siendo una mera anécdota contada en una cena de amigos.
Pero nada promueve tanto interés ni suscita tanto debate como cuando nos enteramos del precio de esas obras en el mercado: 120.000 dólares por el plátano, entre 300.000 y 400.000 euros por el papel arrugado y 15.000 por la estatua invisible. Entonces sí que nos llevan los demonios, sobre todo cuando hacemos cálculos de lo que nos costaría a nosotros ganar todo ese dinero, o si incluso lo pudiéramos ganar algún día. El fraude, por tanto, no parece estar tanto en el objeto como en su precio.
Dejando a un lado la pregunta de por qué el dinero nos emociona de esta manera, habiendo permitido que algo tan variable como el mercado sea quien determine las cosas que valen y las que no, vamos a centrarnos en los primeros casos en los que el arte empezó a ser especialmente polémico teniendo que dar explicaciones de su existencia, pues las obras fauvistas, cubistas y surrealistas expuestas en el Museo Guggenheim de Bilbao, pueden dar testimonio sobrado de ello.
Al principio nos preguntábamos qué es arte, pero esa pegunta estaba condicionada al arte como producto. Cabe ahora preguntarse por el arte como acción, que es de lo que tratan las obras aquí expuestas.
¿Qué es el arte?
La mente no puede dejar de hacerse historias de todo lo que ve, creando relatos continuamente de sí misma y de los demás: cuando recuerda el pasado, cuando planea el futuro, cuando opina, cuando cree, cuando aventura hipótesis de la realidad, cuando la interpreta, cuando sueña… Superviviente de la selección natural, la ficción es una de las funciones básicas de la mente, si no es su misma naturaleza.
El incesante flujo de información que recibe, permea la realidad en una infinita red de interpretaciones, es decir, de ficciones. Por tanto, la mente no solo es observadora de la realidad, sino su propia creadora. Y si la mente misma es ficción, el arte es tan consustancial a ella como la acción de crear historias. Porque arte y ficción son una sola cosa.
El arte es un objeto mental, y por tanto una irrealidad. Pero una irrealidad que, al estar hecha enteramente de ficción, es decir, al no dejar cabida a ninguna otra cosa, tiene rango y peso de realidad: el artista se ha entregado por entero a ella, creando un universo aparte que se vale por sí mismo.
Tiene su propio lenguaje, sus propias leyes, su propia lógica, sus condiciones, siendo quizá la más importante la ruptura de toda referencia al mundo que queda fuera -realidad natural-, retándonos a verla, para entenderla, desde un punto de vista radicalmente nuevo.
Y de esa “realidad natural”, los artistas de las vanguardias quieren desprenderse como de una vieja piel muerta. Porque si el arte, hasta principios del XX, era realista en el sentido naturalista, es decir si su finalidad era reproducir objetos perfectamente reconocibles -naturales-, el logro más importante de los jóvenes artistas de esos primeros años fue pasar de lo natural a lo mental.
Como puede verse, este no es un cambio cualquiera. No es haber girado la perspectiva estética 180 grados, sino haberla doblado de tal manera que quede inserta en una dimensión completamente desconocida.
Por eso los nuevos artistas del siglo XX consiguen el más difícil todavía: devolver el arte a su condición esencial, mostrándolo como lo que realmente es: un objeto mental, un constructo. Y esto supone el mayor cambio que haya sucedido jamás en la historia del arte.
Un enorme cambio que conlleva también un gran riesgo, pues a partir de aquí y hasta la actualidad, los límites que definían lo que era artístico se borraron definitiva y peligrosamente para dejar paso a la cuestión de si en el arte, por ser eso mismo, un objeto mental, “todo vale”.
Fauvismo y cubismo: color alucinado y perspectiva simultánea
Sin entrar a discutir eso ahora, volvemos a destacar el enorme mérito de esos artistas por haber rescatado al arte de las apariencias del mundo natural y meterlo de lleno en los tortuosos y fecundos laberintos de la aventura mental. Pues el arte, a partir de entonces, se hace introvertido, honesto, complejo y curioso, iniciando la odisea de buscarse a sí mismo y dejando al paso los primeros hitos de sus conquistas del mundo interior.
Haber conseguido tal logro era como poner el pie por primera vez en la luna. Pero esta ruptura radical de todo lo conocido supone un reto épico: cómo llenar un espacio vacío del tamaño de un continente con elementos que no tuvieran nada que ver con el orden natural -realista- de las cosas.
Elementos artísticos como tales no puede haber nuevos, pero si su tratamiento. Aprovechando la disolución impresionista de las formas en colores ocurrida en los años anteriores, los artistas del fauvismo, uno de los primeros movimientos que entraron en esta nueva dimensión estética, exaltaron el color hasta hacerlo estridente, incoherente y alucinado, siendo sus cuadros pintados de manera compulsiva y espontánea, desentendiéndose de la perspectiva, la profundidad y el volumen. De esta manera, artistas como Derain, Delaunay, Matisse, Vlaminck y Valtat consiguieron la desrealización -desnaturalización- artística como condiciones del orden nuevo.
Por otra parte, este proceso de desrealización propio del nuevo sentido artístico como objeto mental, imponía lógicamente la deconstrucción de lo que se ve, tal como se ve en el orden natural. Se trata de pintar lo que ve la mente, pero tal como lo ve en el acto mismo de ver. Es decir, como lo piensa.
El cubismo, siendo la respuesta a esta representación de los objetos en la simultaneidad de distintos puntos de vista, es al mismo tiempo el intento de pintar lo que piensa de las cosas que ve. En resumen: Braque, Natalia Goncharova, Juan Gris, Léger o Picasso, artistas cuyas obras podemos apreciar en esta exposición, intentaron crear un estilo en el que la forma y el fondo fueran lo mismo, como en la música.
La Escuela de París
Volviendo a pensar en el arte como lo que es, un universo en sí mismo, resulta interesante ver cómo los diferentes estilos artísticos pueden convivir al margen de las tendencias, compartiendo la identidad de sentido artístico como la más valiosa afinidad. Mientras los fauvistas y cubistas andaban liados en inventarse un lenguaje nuevo, otros continuaban haciendo figuración a contracorriente: Chagall, Soutine, Modigliani, María Blanchard, Kees van Dongen…
Artistas que ocupan primero Montmartre, luego Montparnasse entreguerras y finalmente, después de la segunda guerra mundial, Saint-Germain-des-Prés, formando lo que el crítico André Warnod llamó en 1925 la Escuela de París, no como movimiento sino como una comunidad artística de creadores de diferentes procedencias.
Exiliados todos ellos de una cultura que había saltado en pedazos después de la primera guerra, llevándose los valores que habían ocultado una cara muy distinta de lo que proclamaban hasta entrado el siglo XX.
Pues todo cuanto significara orden y razón esa guerra reveló que no había sido más que una mascarada, siendo la pura sinrazón, o el hecho de haberla ignorado, la otra verdad que había debajo. Una verdad que, como los ríos en las crecidas, acaban recuperando su espacio devastándolo todo a su paso.
Surrealismo
Pero de esa sinrazón, de ese caos y esa verdad, no había más remedio que hacer ahora un estudio profundo. Los surrealistas, haciéndose cargo del reto, irrumpen en esos años de entreguerras valiéndose del psicoanálisis, los mitos, los sueños y el inconsciente.
No eluden el juego perverso entre la realidad y su trampantojo, la transfiguración en otras realidades y otras verdades, pero para comprenderlo se ven en la necesidad de observarlo desde un punto de vista móvil, capaz de seguir su objetivo adaptándose a él sin perderse en las contradicciones.
Porque ahora el mundo exige verse dinámicamente, fuera de posturas fijas, entendiendo los cambios desde una multiplicidad variable y entrando de lleno en una auténtica realidad alternativa que surge de la destrucción de la base inamovible que hasta ahora había prevalecido.
Por ejemplo, la identidad: aunque el cuerpo sea solo uno, la mente se sabe, se siente y se expresa múltiple.
En este sentido, algunos surrealistas como la escritora y artista Claude Cahun, desarrollan su obra más importante creando relatos con fotomontajes (photocollages), fotografías y performances, siendo el tema central en la mayoría de ellos la exploración de la identidad. Una identidad para ella cambiante y ambigua, una máscara. Si Rimbaud decía: “yo soy otro”, ella dice a la manera surrealista: “Yo soy otro – siempre un múltiplo”.
Porque la ficción es la demostración de nuestra personalidad múltiple: en los relatos y el arte empatizamos con los estados de ánimo de los personajes y los temas, experimentando sin límites todas las posibilidades de la experiencia humana.
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