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Antonio Llorens
Premio de Honor del Audiovisual Valenciano 2022
Sábado 12 de noviembre de 2022
Corría enero de 2000. Apenas llevaba unas semanas como director del Festival Internacional de Cine de Valencia – Cinema Jove, y recibí la llamada de Antonio Llorens. Me ofrecía una propuesta de colaboración con el Festival que no tuve más remedio que declinar; en realidad, en aquellos días me encontraba con esa situación casi a diario, pero, en el caso de Llorens, me disgustó no poder aceptar porque la propuesta era buena, pero no cabía en nuestro presupuesto.
Al colgar el teléfono, sentí que se perdiera la oportunidad de incorporar a nuestro equipo a alguien del bagaje de Antonio Llorens. Yo llegaba a la dirección tras tres años integrado en el equipo de programación de Cinema Jove, recién cumplidos los 32, y los cerca de 50 de Llorens no solo sumaban una gran experiencia en festivales, sino también una sabiduría que, sin duda, no era achacable a una mera cuestión de edad. Pensé que habría sido muy saludable tenerle con nosotros.
Antonio y yo, por entonces, nos conocíamos poco; había tenido ocasión de tratarle brevemente durante los tres años previos en los que estuve integrado en el equipo de José Luis Rado, pero nuestros contactos habían sido más bien puntuales y, no, no puedo decir que fuéramos amigos.
Pero sabía que era ya un histórico de casi todo: de la crítica cinematográfica, de la programación, tanto de salas comerciales como de festivales; también cineasta y actor ocasional, confabulado con su colega Pedro Uris para hacer, desde principios de los 70, un cine que Abelardo Muñoz llamó “amateurista sin ínfulas intelectuales” y que, más que underground o subterráneo, era abisal.
Además, conocía a todo el mundo en cualquiera de los campos del universo cinematográfico –dentro y fuera de España– y, lo que es más importante: todo el mundo le conocía a él. Una pena, sí, que no pudiera contratarle. Y encima –pensé– debía de sentirse decepcionado conmigo.
Apenas un mes después, acompañado por Gemma Santatecla –a cargo, junto a otros, de nuestra programación–, llegaba al Festival de Berlín finalizando un trayecto que había encadenado los de Sundance, Clermont-Ferrand y Rotterdam. La dimensión de la Berlinale parecía inabarcable, y tras recoger las acreditaciones desembarcamos en el Hotel Hyatt, centro neurálgico donde tenían lugar las ruedas de prensa.
No habíamos acabado de entrar cuando distinguimos que, desde el otro lado del lobby, se nos aproximaba a paso ligero la figura inmediatamente reconocible de Llorens, dentro de un no tan reconocible traje rematado bajo la barba por una pajarita, y con su acreditación colgando disciplinadamente sobre el pecho: “¡Hola pareja! ¿Tenéis algo que hacer ahora?”. Y sin dar tiempo a respuesta siguió, con su jovialidad característica: “Venid a la fiesta de ‘El mar’, y os presento a la gente”.
Efectivamente, de pronto nos vimos en uno de los salones del primer piso en el que se estaba dando un cocktail con motivo de la película de Villaronga; antes de darnos cuenta, teníamos en una mano una copa de blanco, y la otra estrechaba sucesivamente las de productores, distribuidores, actores, cineastas, directores de festivales… Y a todos decía Llorens que estábamos preparando una gran edición, cosa que interpreté como un voto de confianza, porque nada de esto podía aún constatarse. Y ahí empecé a descubrir realmente a Antonio…
No limitó esa generosidad a la estancia en Berlín. A partir de aquel momento, hizo todo cuanto estuvo en su mano para apoyarnos en la gestión del Festival –y diría que, a veces, también tuvo logros que no estaban exactamente en su mano–; y, hay que decirlo, sin percibir pago o compensación económica alguna, porque pasó una década antes de que se diera la situación favorable para que pudiéramos contratarle en el Festival, incorporándole como programador de la sección oficial; y aun así, nunca restringió su trabajo a ese único cometido.
Pero en esa década previa, lo mismo aparecía con alguien para el jurado si se enteraba de que se nos había caído algún nombre a última hora, que nos proponía películas estupendas que había visto en un festival en la otra parte del mundo, que se sacaba de la manga una traductora de francés requerida de improviso, que… –añadan lo que gusten: acertarán–.
De entre las muchas colaboraciones de Antonio, recuerdo especialmente que, gracias a su amistad con el maestro José Giovanni, pudimos ofrecer como película de inauguración, en 2001, la última del autor noir, sirviendo además como epílogo a la retrospectiva que el Festival le había dedicado en 1998, auspiciada también por Antonio, con libro incluido.
El cineasta francés llegó a València junto a su esposa, Zazie, y al actor Michel Corde, y resultaba muy curioso verle junto a Antonio: uno muy sobrio en gestos, casi silencioso, y el otro absolutamente pirotécnico; y, no obstante, se percibía entre ambos una confianza grande, un afecto sincero. Creo que el grupo disfrutó mucho, y además la película entusiasmó. Incomprensiblemente, después no se estrenó en España.
De su amistad con Giovanni nace también el primer largometraje de Antonio, ‘Après le trou’ (2000), que parte del clásico ‘La evasión’, de Becker, sobre un guion en buena medida autobiográfico de Giovanni, reuniendo complicidades como las del añorado Federico Ribes para la fotografía y la de Gemma Santatecla como script, que a menudo se sentía prescindible porque Antonio tenía “el montaje ya en la cabeza”; pero, en cualquier caso, Gemma disfrutaba y aprendía mucho con él.
Antonio, que siempre se ha divertido planteando a sus interlocutores desafíos intelectuales, plantea siempre dos con respecto a esta película suya: que se trata del único largometraje que se ha rodado en tres días, a ver cómo es eso posible; y que es la única película que ha logrado más presencia en festivales que número de espectadores. Tras pronunciar estas frases mantiene la mirada sobre quienes le escuchan, con un inicio de sonrisa asomando a sus labios, mientras estos fruncen el ceño intentando desentrañar el enigma… Invariablemente, una carcajada inimitable de Antonio rompe la tensión, con argumentos de cierta carga autoirónica.
Esa risa de Antonio, tan singular, manifiesta su particular actitud frente a la vida. Además, en grandes efectos y festivales hizo siempre la función de localizador, cuando aún no existían tales aplicaciones tecnológicas. Por ejemplo, acababa de llegar a Berlín y, tras pasar rápidamente por el hotel, me había metido en una proyección del Berlinale Palast, en la planta más alta, ante la panorámica del mar de cabezas que llenaban las 1.536 butacas, todo el palacio abarrotado.
Y, mientras aguardábamos el comienzo de la película, me preguntaba cómo iba a localizar a Antonio, que se negaba a tener móvil. En esto, por encima de todo el rumor, llega desde la planta baja la inconfundible carcajada de Antonio, personal e intransferible.
Antonio es, también, un maestro generando encuentros entre personas que no se conocen. A veces, sus tácticas pueden ser desconcertantes, si no se le conoce. Imaginen cualquier festival de cine en curso: Berlín, la Seminci de Valladolid, San Sebastián, Cannes… Todos corríamos de una película a otra y, en medio de esas carreras, Antonio te citaba para comer a determinada hora en determinado restaurante; repetía esto mismo con otras personas…
Y podía ocurrir que te encontraras comiendo con desconocidos y que Antonio no apareciera; y no es que lo hiciera a propósito, sino que su resistencia durante muchos años a tener móvil le impedía avisar si le surgían imprevistos. Recuerdo que, en una ocasión, en el Mercado del Cine Europeo de Berlín, me presentó a una directora checa de tamaño descomunal que llevaba una tajada proporcional a sus dimensiones; apenas le había estrechado la mano a la señora, Antonio desapareció en animada charla con unos distribuidores italianos, y allí quedé yo, intentando ayudarla a mantener la verticalidad, con el concurso inestimable del mostrador de Hollywood Classics.
Es curioso: Antonio y yo vivimos en la misma ciudad, y tengo la impresión de que gran parte del tiempo compartido ha sido en otras, con festivales de cine; especialmente Berlín, San Sebastián, Valladolid y Málaga; también Calanda, de donde guardamos grandes recuerdos en el festival que el querido Javier Espada creó, dedicado, naturalmente, a Buñuel.
Aquí, la genialidad arrebatadora de Antonio le impulsó a aprovechar una de las primeras ediciones para, a la vez, rodar no un corto, sino dos. Cuando nos dimos cuenta, nos había implicado tanto a Gemma como al productor Gaizka Urresti, a José María Álvarez, a Fernando Lara, al propio Javier Espada, a Luis Eduardo Aute y a mí mismo, entre otros; y, todos a sus órdenes, disciplinados y felices, desempeñamos distintas funciones en ‘La culpa, ajena’ y en ‘Tu canción hecha historia’. Con tambores de Calanda incluidos.
De entre sus cortometrajes, mi favorito es, sin duda, ‘Un cuento chino’, que me parece redondo. Con el humor que le caracteriza, Antonio logra –de nuevo, con la complicidad de Fede Ribes en la fotografía– darle todo el aspecto del cine mudo de Hollywood en su vertiente orientalista; como si se tratara de un material descubierto, de un apócrifo.
Cuenta el modo insospechado y casi maravilloso por el que toda la cultura valenciana resulta aportación de una familia china, allá por el siglo… Hace mucho tiempo, vamos. Tenía Antonio la duda de si la gracia de la película funcionaría fuera de las tierras valencianas; comprobamos que sí.
Cuando falleció Gemma –muy joven, en 2008–, Rebordinos quiso hacerle un homenaje en San Sebastián, y nos pidió a Antonio y a mí que fuéramos a presentarlo; con este motivo se presentó ‘Un cuento chino’ al público donostiarra, que llenaba el Teatro Principal, porque Gemma había formado una vez más parte del equipo. El Principal se venía abajo con las risas; después, comentamos que ambos habíamos oído reír también a Gemma.
Siempre ha sido habitual encontrar en los festivales a Antonio rodeado de mucha gente –o rodeando él a mucha gente, que también se ha dado–. A menudo han sido los cineastas y actores más prestigiosos –piense en el que quiera: ese también–, y lo mismo el director del festival de Berlín que el coordinador del microfestival de Villabajo.
Hay un grupo de personas que asocio siempre a todas esas vivencias con Antonio, con quienes conformábamos esa población flotante que se veía de festival en festival. Buenos amigos todos: Patricia García Méndez, Piluca Baquero, Javier Rioyo, Jorge Berlanga, José Luis Cienfuegos, José Luis Rebordinos, Lucía Olaciregui, César Campoy, Ugo Brusaporco, Jesús Hernández, José María y Miguel Morales, Emilio Oliete, Ana Arrieta, Mapi Galán, Sancho Gracia, Javier Espada, Eduardo Trías, Jairo Cruz, Renzo Fegatelli, Gemma Santatecla y Elena López –sí, la excelente directora de ‘El agua’. Durante años, Elena, Antonio y yo viajamos juntos a Berlín en representación de Cinema Jove–. Ah, y, de manera muy especial, el mítico Carlos Pumares.
Antonio y Carlos han hecho en los festivales una extraña pareja, casi inverosímil. Carlos, siempre en su papel, se quejaba de casi todo, pero también reía muy a gusto. Pocas veces le he visto disfrutar tanto como con Antonio. Juntos nos han pasado cosas que no puedo contar aquí –no solo por cuestiones de espacio–, pero en las que invariablemente Carlos terminaba refunfuñando y Antonio y yo –y quien nos acompañara– acabábamos muertos de risa; cuando llegas a conocer a Carlos, sabes que en el fondo está riendo también.
Antonio y Carlos, Carlos y Antonio: no puede uno imaginar dos modos de concebir la crítica de cine más contrapuestos. Tampoco dos caracteres más distintos: considerados por separado, se diría que son incompatibles; y, sin embargo, cuando están juntos, puede percibirse que, en el fondo, se quieren; aunque Carlos gruña y haga pucheros, y Antonio ría todo el tiempo.
Ya he mencionado que, durante años, Antonio se resistió a caer en las redes tecnológicas del teléfono móvil; pues bien, Carlos, hasta hace poco más de un lustro, seguía escribiendo sus críticas a mano, y las enviaba al periódico por fax. Llegó el momento en que en La Razón decidieron que hasta aquí: que no podían tener a alguien en la redacción esperando el fax de Carlos para después picar a mano todo el artículo, si es que entendía la letra.
Ante esta contrariedad para Carlos –puedo dar fe, porque lo he visto con mis propios ojos en las salas de prensa de varios festivales–, era Antonio quien escribía los artículos al ordenador mientras Carlos le dictaba. El dictado, interrumpido por matizaciones, reconsideraciones y contradicciones entre ambos resultaba divertidísimo; habría sido cuestión de transcribirlo y enviarlo en lugar del artículo. Pumares definió en una ocasión a Llorens como la única persona del mundo que, en un festival, es capaz de estar sentado a la vez en dos salas distintas viendo dos películas diferentes.
Buen reflejo de la desenvoltura, el prestigio y el espíritu de Antonio en los festivales de cine resulta el largometraje documental que sobre él dirigió Giovanna Ribes, con el afortunado título de ‘El paseante’.
Antonio recibe ahora el Premio de Honor del Audiovisual Valenciano 2022 –que tanto anhelaban para él sus jóvenes amigos Eduardo Llorente y Mariajo Sala, entre otros–, en reconocimiento a toda su trayectoria; Antonio representa como nadie la memoria de muchas décadas de cine; a veces se dice que del cine valenciano, pero sabemos que esa memoria no se detiene en fronteras.
Por eso caracteriza a Antonio una erudición divertidísima, que plantea siempre en clave de juego. De hecho, su adorada Chelo Claramunt siempre ha dicho que si un día Antonio pierde la memoria se convertirá en un hombre con una capacidad normal para el recuerdo.
Doy por hecho que este Premio Berlanga se le otorga también en agradecimiento a esa generosidad que ha prodigado con todo el mundo, sin pedirle a nadie el carnet de nada, y sin aspavientos. Porque la generosidad de Antonio no se adorna de esfuerzos; ni te la recuerda jamás. Es decir, que es auténtica.
Antonio entrega cuanto tiene, cuanto es, aun cuando en ocasiones sepa en su fuero interno que su gesto nunca será correspondido ni suficientemente valorado ni discretamente agradecido. Parece que para él es lo de menos, y que le mueva la máxima de Budd Boetticher: “A man has to do what he has to do”.
No le recuerdo negando ayuda a nadie; tampoco le recuerdo enfadado –si acaso, decepcionado–, aunque quienes sí le han visto en tal estado dicen que realmente acongoja. Pero en esos casos no creo que le dure mucho ni que guarde consecuencias; nada que no pueda resolver con un puntual recurso a la sorna. Porque creo que, en el fondo, debajo del intelectual disimulado, del temible burlón, del grouchomarxista, reina una gran ternura. Y, a menudo, hasta la deja aflorar.
Diría que ambos tuvimos la impresión en algún momento, al inicio de nuestra amistad, de que nos unen dos visiones respectivas del mundo muy distintas; y, sin embargo, como me dijo en una ocasión, jamás nos juzgamos. Pronto supimos que, en lo esencial, en lo verdaderamente importante, sentimos igual. En fin, que queremos mucho a Antonio Llorens –y el plural no es mayestático–.
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