Transitando un tiempo, de Mikel Díez Alaba
Museo de Bellas Artes de Bilbao
Plaza del Museo, 2. Bilbao
Hasta el 27 de abril
Pararse a mirar. Es un acto simple, un principio del que mana toda creatividad. En situaciones como la actual donde una inundación de imágenes anega todos los medios, la mirada rebota de una en otra –en una relación de espejos- agotándose en ese desplazamiento estéril e inmunizándose contra la atención, que es lo que precisamente toda imagen reclama. El sentido de la imagen permanece ignorado, desconocido e intacto. La imagen queda a la deriva, sumergida en la corriente del puro intercambio consumista, en una circulación incesante y letárgica donde se mira sin que se vea nada, sin que se sienta nada y sin que nada sea real.
Para encontrar ese sentido –real- que la imagen tiene, es necesario pararse a mirar. Pararse a mirar es ver. Esa detención de la corriente del tiempo del mirar sin ver, pone en marcha precisamente la imaginación, que es un movimiento, el sentimiento, que es un valor, y la intuición, que es una brújula. En estas dimensiones, pensar es lo mismo que descubrir, un presente activo. Si algo debemos a los artistas que se han rebelado en todos los tiempos contra la continuidad imitativa, es el intento de quemar esa imaginería sin sentido, vacía y muerta.
En este punto nos encontramos con la pintura de Mikel Díez Alaba (Bilbao, 1947), cuya exposición “Transitando un tiempo”, tiene lugar estos primeros meses en el Museo de Bellas Artes de Bilbao. Paisajes imposibles, encendidos, oníricos, alucinantes y extraños. Mares de brasas en cielos en ascenso, perfiles insinuados de arqueros de todas las épocas, las hembras millón y su rara descendencia rasgando el aire en una danza ebria, manchas oscilantes del oro al fuego y al púrpura y al azul y al verde en los rostros que se adivinan, las canciones del invierno que transmigran a los vientos furiosos de mayo, parece concebirse algo más misterioso que la nada y sus bordes de cuchilla.
En sus paisajes reverberan las superficies crepusculares, la exfoliación de sueños dentro de otros sueños en una armonía simple, todas las degradaciones de la luz edénica y la transparencia espectral, sombras monstruo rodando en escenas interminables, como atravesadas por algún rayo inconsciente y apasionado, peces anfibio, juncos azotados por la tramontana, playas desiertas, veladas en sfumato por brumas que amenazan con borrarlo todo, como si lo que vemos fuese accidental, siendo lo habitual estar oculto.
La paleta es rica, con pastas suaves sobre fondos líquidos que sujetan como un bastidor cromático el salpicado del dripping. La pintura se deja caer, se arrastra o se sopla, haciendo que la luz se extienda o se encrespe o se oculte en veladuras oníricas que evocan a Turner. Porque para el autor el acto de pintar es el acto de una mano que intuye, y al hacerlo se acerca al lenguaje de un arte que en sus propias palabras “escribe misterios para despertar evidencias”.
El paisaje, ese género tan manoseado y devastado, expuesto al gusto ñoño de generaciones enteras en occidente, es en esta exposición rescatado y vaciado de los adornos que la han consumido durante décadas. El paisaje recupera su forma original donde la naturaleza se revela tanto en los fondos telúricos como en los detalles sutiles y alados, en la profundidad y en la delicadeza, haciendo que lo natural vuelva ser asombroso, un vibrante signo de interrogación.
Iñaki Torres
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