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‘Nosferatu’ (W.M. Murnau, 1922), ‘Nosferatu, vampiro de la noche’ (Werner Herzog, 1979) y ‘Drácula, de Bram Stoker’ (Francis Ford Coppola, 1992)
“And when you said I scared you
well, I guess you scared me too”
(‘Joey’, Concrete Blonde)
Aproximarse a la figura del vampiro implica que varios conceptos emerjan inmediatamente detrás de ella. Sangre, horror o muerte podrían servir como ejemplo de esta conexión semántica. Un vínculo, por otro lado, mucho más que justificado. Son innumerables las obras (novelas, canciones, cuadros, películas…) que han plasmado durante décadas a estos entes sembrando el terror a su paso.
La atmósfera de ultratumba y pesadilla es tan indisociable como imprescindible en esta mitología. No obstante, el peso de esta erótica de vísceras provoca que otros elementos de igual importancia se acaben eludiendo en el imaginario colectivo. El amor, la soledad o la tristeza actúan como vigas que sostienen la silueta vampírica con la misma magnitud que sus mortales mordidas.
En este texto se atravesarán tres títulos cinematográficos que poseen al conde Drácula como protagonista: ‘Nosferatu’ (W. M. Murnau, 1922), ‘Nosferatu, vampiro de la noche’ (Werner Herzog, 1979) y ‘Drácula, de Bram Stoker’ (Francis Ford Coppola, 1992). Su objetivo es ahondar en la humanidad que subyace tras el vampiro más famoso de la historia.
De entre la oscuridad de un arco brota el conde Orlok (denominado así por la ausencia de derechos de autor) en la obra de Murnau. Su aspecto es temible. Blanquecino, decrépito, ataviado en una sotana negra y con afiladas garras en lugar de manos. Las sombras y los contrastes propios del expresionismo alemán profieren una sensación de inquietud.
Sin embargo, dentro de ese efecto cohabita, a su vez, la fragilidad. Las puertas del castillo se abren solas ante la llegada de su ingenuo visitante. Quizá ansiosas por atrapar a su presa. O quizá hace mucho (demasiado) tiempo que nadie pasa por allí. Una soledad reflejada en una invitación de Orlok (Max Schreck) hacia Hutter (Gustav von Wangenheim) después de la cena: “¿Podemos estar un rato más juntos?”.
En su propio relato, Herzog perpetúa esa melancolía del abandono cuando Jonathan Harker (aquí ya se tenían los derechos de la novela de Bram Stoker) despierta tras su primera noche en el castillo. La cámara persigue a Harker (Bruno Ganz) mientras deambula por los deshabitados pasillos. Las telarañas y el silencio son los únicos invitados de las habitaciones. La luminosidad de este castillo contrasta con la oscuridad que existía en el título de Murnau, pero esa visibilidad deja todavía más al descubierto la ausencia de vida dentro de los muros.
“¿Se imagina vivir durante siglos experimentando día tras día las mismas cosas banales?”, confiesa Drácula (Klaus Kinski) en un primer plano con los ojos repletos de lágrimas. En el largometraje de Werner Herzog, la desdicha que siente el vampiro ante su existencia cobra mayor significación que sus actos de violencia y/o de muertes.
Por ello, la cámara sugiere la mordida de Drácula a Lucy (Isabelle Adjani). Los presenta en un plano lejano con unos movimientos sinuosos más cercanos a la sensualidad que al horror. Entonces, el vampiro sucumbe ante la llegada del sol. Su cuerpo cae inerte al suelo y queda cruelmente relegado a una pequeña esquina del cuadro, sin protagonismo. Ni siquiera en su propia muerte el vampiro tiene dignidad.
“Yo soy… nada”, manifiesta el Drácula de Coppola, a su vez. Bajo la imagen de un conde (Gary Oldman) narcisista y vanidoso, se encuentra un ser carente de amor propio con el corazón roto. Este vampiro del nuevo cine americano hallará su tortura eterna en la ausencia de su amada (Winona Ryder).
En esta obra, el color rojo adquiere un fuerte protagonismo, haciendo eco de la pasión, del deseo sexual y de la ira que inundan el metraje. La violencia y la irracionalidad se manifiestan con claridad –la decapitación explícita de Lucy (Sadie Frost), Reinfield (Tom Waits) apaleado con los barrotes de su celda o el ataque final contra Drácula repleto de sangre y cuchilladas– , siendo el amor la causa de este torbellino de furia.
Este rey de las criaturas de la noche sufrirá por partida doble. Primero, con el suicidio de su esposa (acto por el cual renegará ante Dios y se convertirá en el demonio). Después, al encontrarse con su reencarnación. “¿Cree usted en el destino? ¿Que incluso los poderes del tiempo pueden alterarse para un solo propósito?”.
La esperanza hiere al vampiro de Coppola más que los ajos. Reaviva sus alegrías enterradas bajo llave para que después la cruda realidad lo sacuda con mayor fuerza. Drácula llora sangre mientras Mina se casa con otro hombre. Las velas que antes lo iluminaban bailando junto a ella, ahora lo rodean transformado en bestia. Solo.
Existe una evidente (e intencionada) distancia cronológica y formal entre estos tres filmes. Expresionismo alemán con más de un siglo de existencia, el nuevo cine alemán o el Hollywood de principios de los 90 conforman los límites de este marco de estudio. Es esa disparidad, precisamente, lo que afianza la imagen del vampiro como la de un romántico condenado y empedernido.
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