#MAKMALibros
‘Hombre solo’, de Eduardo Moga
Huerga y Fierro, 2022
‘Hombre solo‘, así ha titulado Eduardo Moga su último libro de poemas publicado por Huerga y Fierro (2022); y desde esa soledad es desde la que se sitúa el autor para ponerle palabras a aquello que lo rodea y nos rodea a todos. Palabras que van discurriendo en cascada, que como una corriente de agua va generando meandros, curvas y recodos por los que transitamos conforme avanzan los versos.
Poemas largos –muy largos algunos–, pues como explica Moga es su modo de intenta entender las cosas, de intentar manejar un ensayo y error basado en ideas y palabras en constante tensión que, finalmente, han terminado por transformar la soledad del hombre en palabra y hacerlo decir «Escribir soy yo», sin nada más que añadir. A partir de la lectura de ‘Hombre solo han surgido unos apuntes y preguntas que el autor ha respondido dirigiéndonos hacia su intención primera.
A lo largo del poemario discurres por los entresijos del conflicto interno. Debates con el reflejo en el espejo de un hombre solo que intenta reconocerse. ¿Dónde mirabas al escribir?
Hacia dentro y hacia fuera: hacia todas partes. Para que todo se juntara en un punto sanador en el que confluyesen la conciencia y lo que la rodeaba, el yo y el mundo.
La obra está dividida en ocho partes, compuesta por poemas muy largos, en los que fluye una poética que tiende a lo discursivo mientras avanzas. ¿Cómo planteas esa forma poética a la hora de abordar la soledad del ‘Hombre solo’ que vertebra estas páginas?
Me gusta el poema largo. Siempre me ha gustado. Me da la oportunidad de desarrollar el pensamiento: de encontrarlo en los versos. Mi poesía tiende a ser discursiva –aunque también he practicado la poesía breve o muy breve: haikus, décimas, sonetos, poemas compuestos por unos pocos versículos–, porque me gusta andar por las vueltas y revueltas del lenguaje y de la realidad, que son las mismas que damos en la vida: me permite comprender las cosas, o por lo menos entreverlas.
Además, el poema largo es más amable para quien lo escribe (y espero que también para quien lo lee): te permite equivocarte, divagar, abrir puertas y claraboyas, asomarte a zonas en sombra, explorar músicas diversas, retroceder, avanzar. La poesía ha de ser un río –fluir, formar meandros, acelerarse en rápidos, remansarse–, pero también una casa: esa fluencia debe ser arquitectónica, no informe; ha de tener el cauce, la solidez de una construcción rítmicamente asentada.
El libro tiene un recorrido de introspección interesante. Al leerlo, vamos desde ‘Paseando por la ciudad’ hasta ‘Ventajas e inconvenientes del suicidio’, parte final esta que abordas casi con humor, a pesar del tema. ¿Ha sido ese también el proceso de escritura? ¿Has sentido esa necesidad de ir mirando hacia dentro?
Como te decía en mi primera respuesta, mi poesía es siempre un ejercicio de introspección, de comprender al que camina conmigo dentro de mí, pero también un examen del mundo, que es el que abre –o ciega– las sendas por las que me muevo (y se mueve). En esa doble mirada simultánea, trato de establecer una alianza entre ambos: lo que siento y lo que es.
Los dos se condicionan y penetran: la conciencia sesga la visión de lo exterior; pero lo que está fuera de mí me permea y, muchas veces, me domina. Es un diálogo conflictivo, que no estoy seguro de que tenga solución. Cernuda lo sintetizó en un binomio insuperable: la realidad y el deseo.
Son poemas de catarsis en los que, volviendo al ‘Hombre solo’ del título, vemos como va intentado reconocerse. Desde el primer verso (“Hoy es una tarde como otra cualquiera. El sol entibia”), desde esa tarde cualquiera despliegas un mundo propio arduo por el que transitas. ¿Había que llegar a algún sitio? ¿Esa tarde cualquiera es tu metáfora de la vida?
No hay que llegar a ningún sitio. Mas aún, dudo de que haya algún sitio al que llegar. Se trata de vivir, sin que vivir te destruya; de eso ya se encarga la muerte. Se trata de aceptar lo que nos pasa como una fatalidad inevitable e inexplicable, y de que somos seres de incertidumbre.
Pero, por eso mismo, se trata también de extraer lo que se pueda de los momentos –los años– que nos han sido dados y disfrutar de los placeres del cuerpo, de las palabras, de la inteligencia, de la fraternidad.
Una tarde cualquiera, sí, es una metáfora de mi vida, pero también de la vida de todos. Siempre estamos en una tarde cualquiera; todas las tardes son cualquiera. Nosotros somos cualquiera. En esa provisionalidad y ese anonimato existimos.
La segunda parte del poemario, ‘Variaciones sobre el dolor invariable’, se inicia con un largo poema en prosa. De frases rápidas, angustiosas por el vértigo que van provocando al leerlas. Es un texto que desde el vocabulario nos adentra en el dolor que va a recorrer el resto de las páginas. ¿Es ese dolor invariable el motor de esta obra?
El motor de la obra es la soledad, entendida como separación de los demás (y hasta de uno mismo) y de cuanto contiene el mundo, primigenia, radical e inerradicable, a pesar de las cataplasmas que aplicamos: el amor, el arte, la vida en sociedad. De eso se desprende el dolor, sí. Pero el dolor es efecto, no causa del malestar. El dolor es la materialización de la soledad: su traducción sensorial.
En el poema ‘Autobiografía sentimental’ utilizas unas variaciones tipográficas que van estableciendo diferencias en la lectura y que nos hace entender la presencia de varias voces que van tomándose la palabra para ir creando lo que parece una autobiografía coral. ¿Cuál era tu deseo en este poema? ¿Qué hay de autobiografía a varias voces en él?
En ‘Autobiografía sentimental’, la distinta tipografía expresa no las distintas voces, sino los distintos personajes del poema: sus distintas protagonistas, aunque cada una determina un tono diferente, unas inflexiones particulares en el discurso.
Me interesa lo coral, aunque sea, como en este caso, un coro limitado de cuatro caracteres, porque lo coral aúna, junta lo disperso, reduce la separación entre los seres. La palabra ‘autobiografía’, no obstante, no hay que entenderla en sentido literal, sino poético, es decir, metafórico. Expresa no tanto una realidad vivida cuanto una realidad deseada; mezcla lo sucedido y lo imaginado.
La quinta parte está dedicada a ‘Escribir’, así la titulas. En ese recorrido de introspección al que antes me refería, esta parte parece hacer de bisagra. ¿Es la escritura el punto central del libro y por tanto del modo de mirar el mundo que te rodea?
Escribir soy yo: no solo lo que hago, sino también, y más importante, lo que me estructura y me permite sentirme asentado, aunque siempre inestablemente, en el mundo. Escribir me justifica. Un escritor es alguien que escribe. Sin más, pero tampoco menos.
Yo oriento, inconscientemente, todo lo que siento, todo lo que pienso, hacia la escritura. En ella desemboca cuanto vivo. Y me protege: no importa lo que me pase, por malo que sea. Si lo escribo, lo encapsulo, lo desactivo, lo sublimo. Escribir no es solo un modo de mirar el mundo, sino de sobrevivir a él.
Y para cerrar el libro, ‘Ventajas e inconvenientes del suicidio’, una sección dividida a su vez en dos poemas, de los cuales las ventajas se componen de un texto de versos muy largos, todos comenzando con un ‘No’ en mayúsculas muy invasivo, menos el último de los versos, que dice: ‘Dejaría de tener esperanza, esa mala puta’. En cambio, para terminar con los inconvenientes del suicidio escribes: “me salen más ventajas que inconvenientes”, y retomo esa idea anterior de estar lidiando con un asunto tan espinoso, pero valiéndote de la ironía para afrontarlo con la distancia necesaria. ¿Es ese el final? ¿Es esa la desazón última?
Como dice el epígrafe del poema, el suicidio es el único problema filosófico verdaderamente serio. Lo decía Camus y tenía razón, como siempre. Yo me lo he planteado muchas veces, aunque no he llegado a ninguna conclusión, supongo que por exigencia del instinto de conservación (y de conversación).
Por otra parte, con los problemas filosóficos verdaderamente serios es imposible llegar a ninguna conclusión; si no, dejarían de serlo. Por eso en el poema hago constar ventajas e inconvenientes, sin resolver la duda, aunque tiendo a inclinarme (intelectualmente) por las primeras. Y subrayo que no son dos poemas distintos, sino un solo poema, con dos partes.
Si lo pensamos bien, qué absurdo es vivir: un chispazo entre dos inexistencias, como dice Gamoneda. Aparecemos en este mundo sin haberlo pedido, crecemos, enfermamos, envejecemos, sufrimos como cabrones y, al final de unos cuantos años, que son siempre una nada infinitesimal en la inconmensurabilidad del tiempo, nos morimos, casi siempre contra nuestra voluntad. ¿Tiene esto sentido? ¿Vale la pena? Y tener esperanza es una putada, porque la esperanza te induce a soportar lo que vives, que puede ser horroroso, que puede ser insufrible.
El suicido acaba con la coacción, casi siempre injustificada, de la esperanza. Pero mientras todo esto sucede (la esperanza, que te impulsa a seguir, la jodida; el suicidio, que te hace gestos con un dedo sonriente para que te acerques), la ironía –el humor– nos ayuda en el tránsito, y no solo el intestinal. Es uno de los pocos mecanismos que funcionan, al menos para mí.
Durante mucho tiempo, mi poesía ha sido grave y melancólica. Pero en la prosa –la que leo y la que escribo– he descubierto el consuelo del humor, y he intentado trasladarlo, en mis últimos libros, a algunas zonas de mi poesía. Me siento a gusto con ella, aunque no se me escape que es otro producto de la derrota: ironizamos porque no podemos vencer; nos burlamos de lo que nos duele, porque así nos duele un poco menos. Pero no deja de dolernos.
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