La imagen perdida, de Rithy Panh
Encuentro con el público en la Sala Berlanga
Domingo 19 de junio, con Rithy Panh, Luis Martínez (El Mundo), José Antonio Hurtado (Filmoteca de Valencia), Rafael Maluenda (Cinema Jove) y Carlos García (traducción)
Festival Internacional de Cine de Valencia Cinema Jove
Del 17 al 24 de junio de 2016
“Escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie”, dijo el filósofo Theodor Adorno, derivando tamaña expresión en esta otra interrogativa: “¿Se puede escribir poesía después de Auschwitz?” El director camboyano Rithy Panh responde afirmativamente, acogiendo en su cine la barbarie que supuso la pérdida de toda su familia durante el genocidio de los Jemeres Rojos.
Panh, que mantuvo un encuentro con el público tras el pase en la Filmoteca de Valencia de su singular película La imagen perdida (2013), se planteó, a preguntas de Luis Martínez, crítico de cine de El Mundo, si era posible representar lo irrepresentable. O mejor aún: si se puede mostrar aquello que excede con mucho los límites de la percepción y el sufrimiento humano. Y el director camboyano, Premio Luna de Valencia de Cinema Jove, argumentó que hacer documental ya implicaba “cierto grado de ficcionalización”.
O lo que viene a ser lo mismo: que frente a las teorías contemporáneas que entienden el lenguaje como representación incapaz de ofrecernos lo real, por cuanto es una mediación y, por tanto, una mentira (de ahí el pensamiento relativista), Panh viene a decir que únicamente a través del lenguaje, en su dimensión poética, es posible conocer aquello que nos perturba. Para ello se hace necesario reconocer en ese lenguaje, además de su registro estrictamente comunicativo, una vía de acceso hacia lo incomunicable gracias a su poder evocador.
Rithy Panh puso los ejemplos de La lista de Schindler, de Steven Spielberg, y El pianista, de Roman Polanski. De la primera película dijo que le perturbaba, mientras de la segunda manifestó que le gustaba: “Polanski sí logra revelar esa destrucción del Holocausto sin mostrarla, sin caer en el voyeurismo para contar lo inenarrable”. Es lo mismo que hace Panh en La imagen perdida y, por extensión, en el resto de su filmografía. El director recrea los traumáticos recuerdos del genocidio de Pol Pot utilizando figuras de barro a modo de personajes. “Son de arcilla y están hechos con los elementos fundamentales, el agua, la tierra y el calor, para después volver a la tierra, se desintegran como nosotros, dejando un testimonio”.
De manera que en La imagen perdida se van mezclando imágenes documentales, que Panh rescató de un rollo de película estropeada (“los Jemeres Rojos lo grababan todo, incluidas las ejecuciones”), con recreaciones de su propia vida mediante escenas compuestas por esas figuras de arcilla. Así es como el director de S-21, La máquina roja de matar (2003) va haciendo que emerjan los recuerdos sepultados bajo sucesivas capas de sucesos traumáticos. No es casual la presencia de una fotografía de Freud en medio de las escenas recreadas con personajes de arcilla.
“Los traumas suelen permanecer ocultos hasta que surgen de nuevo cuando la vida empieza a recobrar la normalidad. El genocidio destruye la identidad y hay que reconstruirla, porque de lo contrario el trauma se transmite de generación en generación”, subraya Panh. Él lo hace evocando recuerdos amargos mediante la narración, que ejerce de diván sobre el cual van desplegándose los hechos traumáticos. De esta forma, la herida cauteriza por efecto del relato.
Los Jemeres Rojos y su líder Pol Pot aparecen en La imagen perdida como embajadores siniestros de cierta ideología comunista. La exaltación del pueblo y de la tierra que daría alimento a todos, siempre y cuando asumieran el totalitarismo del partido, sigue provocando escalofríos. “Hay algo del Gran Hermano de Orwell, en tanto que en Camboya no había vida privada, todo estaba bajo vigilancia, incluida la propia lengua: no se podía decir ‘mi mujer’ sino el más genérico ‘mi familia’ que implicaba un control colectivo”, recuerda Panh. Todavía hoy sorprende que esa izquierda maoísta ejerciera tamaño atractivo entre una buena parte de la intelectualidad europea. Pero esa es otra historia.
Salva Torres
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