‘El crimen perfecto’, de Alberto Baraya, Gabriela Bettini, Sandra Cinto, Christian García Bello, Mona Hatoum, Susana Solano, Baltazar Torres, Françoise Vanneraud y Cinthia Marcelle
Comisario: David Barro
Centro de Cultura Contemporánea Conde Duque
Conde Duque 11, Madrid
MadBlue Summit 2021
Hasta el 18 de julio de 2021
El arte comprometido es carne de cañón. Para el crítico maximalista, para el cínico aficionado o profesional e, incluso, para el espectador desengañado, cansado del gato por liebre. Así que hilar un proyecto artístico que salga airoso de esa sospecha de partida es un logro indudable.
Es el caso de David Barro, que ha comisariado para MadBlue Summit, el festival de innovación, sostenibilidad y cultura que estos días se celebra en Madrid, la exposición ‘El crimen perfecto‘, complementada con cinco instalaciones que ocupan diversos espacios del Centro de Cultura Contemporánea Conde Duque de Madrid. Barro, acompañado de Mónica Maneiro e Iñaki M. Antelo, sus cómplices en Cooperativa Performa y comisarios, asimismo, de la instalación de Isidro Blasco en uno de los patios del centro, ha presentado una exposición que podrá visitarse hasta el próximo 18 de julio.
Los objetivos de desarrollo sostenible de la Agenda 2030 de Naciones Unidas sirven de trama básica de las propuestas del festival y de su proyecto artístico. Pero no tanto como pauta castrante, sino como soporte maleable y estimulante. Para Barro, proyectos como el de MadBlue ofrecen al artista la doble oportunidad de participar de acciones transformadoras efectivas y de volver a empatizar con un público mayoritariamente desvinculado de los discursos metalingüísticos característicos de una disciplina, el arte contemporáneo, a veces demasiado ensimismada. Una posibilidad de oro, a su juicio, para que los artistas amplíen y enriquezcan sus propuestas y recuperen la capacidad de cuestionar el mundo.
‘El crimen perfecto’ –inspirado en la intuición de Baudrillard de que sin apariencias el mundo sería un crimen perfecto sin criminal, víctima ni móvil– propone a los artistas participantes reevaluar el laberinto del progreso material permanente, una huida hacia adelante donde el ser humano es víctima y verdugo, abocado a resignarse a las consecuencias de sus acciones, por dramáticas que sean. El argumento de la muestra pretende recuperar esa consciencia a través de la reflexión artística, superando ese ominoso estado contemplativo y pasando a la acción para restaurar un vínculo sostenible con el entorno, la naturaleza y nosotros mismos.
El resultado es una panoplia de artistas que responden de maneras muy diversas, a veces más explícitas, otras más poéticas, al desafío.
El visitante que desciende a la Sala de Bóvedas de Conde Duque asume que se adentra en una suerte de mazmorra abisal cuando se topa con la imponente obra de Amparo Sard que custodia el acceso. Un volumen negro y ominoso de fibra de vidrio, resina y plástico reciclado que remite a la figura de un cachalote geométrico y siniestro, o a un ataud, o a un pedazo de chatarra paradójicamente reluciente de un depurado Chamberlain. ‘Rompiendo el mar’ es una solidificación acuosa que, atascada entre los muros del recinto, amenaza con precipitarse sobre el espectador que pasa por debajo; el océano maltratado esperando vengarse.
“Quizá, por la cualidad líquida del mar, no siempre somos conscientes de la dimensión del desastre absoluto y real que padece por la acción del hombre”, ha explicado Amparo Sard durante la visita. “De ahí el porqué de traerlo sólido, con esta densidad y color, creando una tensión que pueda remover las emociones” del espectador.
Una pieza, comisariada por Fernando Gómez de la Cuesta, que abunda en la exploración de la materia que viene desarrollando la artista mallorquina. “Cuando el signo pierde valor, cuando todo es fake, la materia se revela como única verdad. Cuando afuera todo es falso, el artista vuelve los ojos hacia dentro”, describe Sard una suerte de primitivismo de alta tecnología verdaderamente estimulante.
Superada la vigilancia del hermoso leviatán de Sard, recibe al visitante la instalación del portugués Baltazar Torres, realizada a base de minúsculos leñadores empeñados en un esfuerzo melancólico sobre un bastión de listones perfectamente cepillados. Torres, pionero en mostrar en sus mundos de juguete la preocupación por lo que somos y lo que hacemos, no podía faltar en una propuesta de esta naturaleza.
Más poética es la pieza de Susana Solano. Una suerte de pesadísima nasa que maltrata el colorido kilim sobre el que se posa, que parece aludir a los océanos cuyo cuidado inspira la iniciativa MadBlue, pero que tiene algo de celda que avergüenza el falso confort contemporáneo. Ante ella, a la vuelta de uno de los monumentales muros de ladrillo desnudo de Conde Duque, reclama ya la atención del visitante un ruidoso tiroteo. La instalación de vídeo del colombiano Alberto Baraya muestra la quietud de la superficie de un río de apariencia amazónica, gratuitamente alterada por las ráfagas de una potente arma de repetición que queda fuera de plano.
El sonido y la imagen de otro vídeo, el de la brasileña Cinthia Marcelle, procedente de la colección del MoMA, pone a prueba nuestras percepciones. ¿Se trata de la vista aérea de una playa de arena oscura? ¿De un arduo trabajo colectivo de limpieza sobre una superficie de hormigón? El mismo material con que se presentan los puños del escultor gallego Christian García Bello, en disposición metafísica sobre trípodes de metal, prestos a la pelea entre sí o contra un tercero que está por llegar.
Las apariencias engañan: un cotidiano y doméstico laminador de huevos duros se convierte en manos de la libanesa Mona Hatoum, al cambiar de escala, en un amenazador instrumento de tortura que nos expone a los peligros de nuestro entorno más inmediato. Del mismo modo, la pintura aparentemente figurativa de Gabriela Bettini se revela como una poderosa herramienta conceptual y ecofeminista.
Un espacio como el de Conde Duque permite que los artistas puedan salirse de la escala a la que están acostumbrados y trasgredan sus márgenes formales. Es el caso de Françoise Vanneraud, que presenta uno de sus prodigiosos dibujos alpinos, que en esta ocasión parece deshacerse a los pies del espectador en una simulación de apocalipsis glaciar. Enfrente, Sandra Cinto presenta montañas que se desangran, en doble representación de la Madre Tierra y la condición femenina. Cuatro piezas sobre papel verdaderamente únicas, valiosa excepción del del habitual cromatismo negro y azul de la artista brasileña.
De vuelta a la superficie, a la luz del cambiante día de primavera de Madrid, aguarda a las puertas de ‘El crimen perfecto’ la instalación arquitectónica transitable y habitable de Isidro Blasco. El artista madrileño, afincado en Nueva York, pasó el confinamiento accidentalmente en Madrid.
El encierro, en su ciudad de origen pero lejos de su casa, le invitó a reflexionar sobre el lugar que echaba de menos y sobre la propia idea de hogar. El refugio seguro frente al lugar peligroso e infectado que era el exterior durante el confinamiento empieza a mutar cuando la relación con ese espacio se transforma, cuando cada uno de sus rincones es susceptible de ser observado durante horas en un estado de depresión latente.
Construida con elementos de desecho recogidos durante el pasado mes de enero y acumulados en su estudio del barrio de Oporto en Madrid, ‘No Place Like Home’ es una vertiginosa arquitectura doméstica que parece sometida al tornado de una psique alterada por el encierro. Una construcción estable, pero en apariencia de derrumbe, que es escultura, pero también una mirada que se va generando en el espectador centrifugado. Tal y como ha señalado la comisaria de la obra, Mónica Maneiro, es la primera vez que Blasco se enfrenta a un formato tan grande.
La propuesta artística de MadBlue se completa con las instalaciones ya conocidas y más explícitas en su temática sostenible de Manolo Paz –los bloques de redes multicolores apilados como balas de paja, recicladas y reciclables después de su instalación–, el invernadero rojo de Patrick Hamilton o el parque distópico –’Línea rota del horizonte’– de Carlos Garaicoa. Todas ellas se atienen, conceptual y materialmente, a varios de los objetivos de desarrollo sostenible de Naciones Unidas. Y demuestran verdaderamente que, a estas alturas del siglo XXI, el compromiso puede ser mucho más que una coartada o una superchería.