Los cuentos de Anderson
El viajero que visita determinados enclaves de Centroeuropa o se dirige hacia el este, con frecuencia considera ese paisaje como escenario de un cuento. Las calles empedradas, las cúpulas bulbosas o la arquitectura Art Nouveau confieren cierta magia a esta clase de lugares. Wes Anderson no resulta ajeno a esa idea: recurrir a la ciudad sajona de Görlitz como localización principal en su última película, incentiva el halo de relato infantil que circunda esta historia de aventuras extremadamente vitalista y dinámica. No en vano, el narrador es un escritor que, a modo de cuentacuentos, refiere la etapa más gloriosa del prestigioso Gran Hotel Budapest de la República de Zubrowka, un ficticio país en la zona alpina. Con el espíritu del escritor austriaco Stefan Zweig sobrevolando la película, el argumento se centra en las tribulaciones del refinado Gustave (Ralph Fiennes), conserje del hotel, y Zero (Tony Revolori), su botones de confianza. Cuando la rica anciana Madame D. (Tilda Swinton) fallece, el conserje resulta el heredero de una importante pintura familiar que desata unas trágicas consecuencias en el contexto del advenimiento nazi.
Poseedora de una excelente dirección artística −las obras de los austriacos Schiele y Klimt son sólo una parte del detallismo extremo y obsesivo en interiores y exteriores−, El Gran Hotel Budapest demuestra, una vez más, la poderosa inventiva de Anderson, creador de una divertida coreografía de luces, colores, música, encuadres y diferentes formatos fílmicos. Los constantes cambios espaciotemporales, la velocidad de las acciones y diálogos, el enjambre de personajes y el abuso cromático dirigido hacia el barroquismo rosa –destaca la escena de la invasión nazi− acrecientan el artificio mucho más allá de lo visto en Los Tenenbaums, una familia de genios (The Royal Tenenbaums, 2001) y en Moonrise Kingdom (2012). La teatralidad de la postrera obra de Anderson resulta, precisamente, su mayor virtud: la variación lumínica en un mismo plano o la utilización de maquetas son ejemplos que confieren a la película un aire de irrealidad y fantasía que, de nuevo, persisten en el concepto de cuento. Pese al carácter risueño de toda la película, el Gran Budapest, con sus suntuosos pasillos, sus posteriores baños en ruina y sus huéspedes distinguidos pero ya extintos, alberga un romanticismo melancólico que recuerda, en algunos momentos y salvando las distancias, la obra capital de Thomas Mann, a la par que despierta en el espectador el deseo del viaje en el pretérito Orient Express y el descanso en aquel hotel decimonónico de Estambul a la espera del encuentro casual con algún hospedado insigne henchido de recuerdos.
Tere Cabello
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