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‘El juego del calamar 2’, de Hwang Dong-hyuk
Con Lee Jung-jae, Lee Byung-hum, Park Gyu-yong y Choi Seunghyun (TOP), entre otros
Serie de 7 episodios de 58′
Corea del Sur, 2024
Netflix
Aviso para espectadores neófitos: este artículo contiene spoilers.
Impactante. Perturbadora. Cruel. Son algunos adjetivos que encajan con la exitosa serie de Netflix ‘El juego del calamar‘, estrenada el 17 de septiembre de 2021, cuya segunda temporada nos ayudó a contrarrestar el empalago navideño.
Que un grupo de personas se enfrente a vida o muerte para regocijo de otros –sea el populacho ávido de sangre del circo romano, los espectadores de un torneo medieval, o unos vips pervertidos y ociosos– no es nada nuevo. Un tema que se han prodigado en literatura más o menos distópica, cine y televisión. Pienso, por ejemplo, en ‘Los juegos del hambre’.
Pero que las reglas de la competición se basen en juegos infantiles produce un doloroso espasmo, una suerte de cortocircuito cerebral. Inocentes pasatiempos que, pese a proceder de un país lejano, nos resultan familiares, como la peonza, el gonggi, que recuerda a las taba, ‘Luz roja, luz verde’ similar al nuestro caballito inglés, o el ddakji, otra versión de los cromos.
Imagino que a los coreanos que los practicaron de niños, el choque de sus entrañables recuerdos con matanzas masivas ejecutadas friamente les resultaría todavía más indigerible, algo inhumano y atroz. Un detalle que debe acentuar esa impresión es que la muñeca de cabeza giratoria y ojos dotados de sensores de movimiento que preside la primera prueba, Young-hee, así como su compañero varón –que aparece fugazmente tras los créditos finales–, Cheol-su, son réplicas de una pareja icónica de infantes muy presente en el imaginario infantil coreano, tanto en libros escolares como en otros ámbitos. Escalofriante.
Al turbador contraste entre infancia y muerte, inocencia y asesinato, se suma la otra gran baza de la serie: su estética. El frío ambiente carcelario del dormitorio colectivo se combina con los distintos escenarios de los juegos: tonos pastel, tonadillas infantiles y el agobiante laberinto de escaleras polícromas, terrorífica versión de los dibujos de Escher. Los uniformes de los soldados de un fresa saturado y sus siniestras máscaras de dibujos geométricos, inspiradas en las que se usan en ciertas artes marciales, es otro elemento perturbador.
En la segunda temporada, que aterrizó el pasado 26 de diciembre, todos esos potentes ingredientes visuales ya no producen, lógicamente, el mismo efecto que en la primera. Conscientes de ello, los guionistas, liderados por Hwang Dong-hyuk, han reforzado el componente psicológico creando una galería de personajes que se acaban dividiendo en dos bandos enfrentados: quienes, tras la primera prueba, desean abandonar el juego y volver a casa, y los empeñados en seguir desafiando a la muerte. Se enfrentan a otra versión del dilema de aquellos antiguos viajeros sorprendidos por cuadrillas de bandidos: «La bolsa o la vida».
Uno de los personajes que ha conquistado más fans es el rapero Thanos, interpretado por Choi Seunghyun (TOP), exmiembro de K-pop BingBang, que hace nueve años fue cancelado por consumir marihuana. Aunque confesó su falta en público, muchas puertas se le cerraron, pero en virtud de la serie renace en un papel hecho a su medida en el que se luce como elemento provocador que, a base de pastillas, vive en una especie de perpetua falsa euforia… Hasta que le llega su hora.
La pareja formada por un gafotas ludópata y su enérgica madre, «superviviente de la guerra de Corea», aporta una nota humorística que se agradece. La transexual que sueña con culminar su cambio de género y comprarse una casita en Thailandia –exsargento de las fuerzas especiales que desempeña un papel estelar en la lucha final– aporta el toque woke. La joven embarazada y su exnovio, némesis de Thanos, al que arruinó como a otros muchos por sus consejos como influencer en el merceado de criptomonedas; el amigo de toda la vida de Gi Hum… Con su cara y su número, desempeñan con eficacia su papel en la palestra o tablero humano.
Lo que no me cuadra es la radical transformación del protagonista, Seong Gi-Hum, el jugador 456 interpretado por Lee Jung-jae, al que conocimos como un tipo irresponsable y necio, que de pronto se alza como salvador de los oprimidos y emprende una misión suicida para acabar con el juego. Lo lógico es que hubiera cogido la pasta y el avión para visitar a su hija en Estados Unidos y alejarse, así, de los malos recuerdos. Claro que esa decisión sería incompatible con una historia que, por otra parte, desafía lo verosímil. ¡Cómo es posible que, con tanta gente implicada en su organización, pueda mantenerse la clandestinidad del juego!
Aunque no tan turbadora como la primera, la segunda temporada, situada tres años después del final de aquella, tiene un buen arranque gracias al reclutador que recorre las estaciones de metro captando nuevos jugadores retándolos al ddakjil. Alto, larguirucho, trajeado, maletín de ejecutivo y expresivo rostro burlesco. Es el actor Gong Yoo, conocido por ‘Estación zombi’ y ‘Goblin’, que infunde al personaje un aire inquietante, hasta que se vuela los sesos jugando a la ruleta rusa –que los eslavos también tienen sus jueguecitos peligrosos–.
Ya en la isla incógnita –que un equipo de comandos financiados por Gi-Hun intenta localizar, sin éxito–, el carrusel comienza a girar de nuevo en una réplica de la primera parte: tres juegos (el pentatlón de las seis piernas, el más intenso) y un jugador infiltrado –el Líder o Font Man,bajo el falso nombre de Young-il, encarnado por el actor Lee Byung-hun–, que establece con el protagonista una relación ambigua, pues simula ser su aliado con la intención de tenerlo vigilado y traicionarle cuando se tercie.
Esta entrega culmina con un violento desenlace y nos deja con la miel en los labios, a la espera de que la tercera temporada, anunciada para el próximo verano, cumpla las expectativas atando los cabos sueltos. Hasta que llegue ese momento, imposible hacer una valoración definitiva, aunque se perfila como un producto de puro entretenimiento; algo que no se puede reprochar a sus creadores, pues ya se sabe que cuando una serie se pone demasiado seria, o sea, profunda y trascendente, corre el peligro de ser cancelada.
Pese a su banalidad, el relato se interpreta fácilmente como una clara metáfora del poder que ejerce una élite sobre las masas de desheredados; un retrato desolador del hombre como esclavo del vil metal, desde el Mamón bíblico –personificación de la avaricia insaciable– al poderoso Don Dinero de Quevedo, o el ‘Money’ «que hace girar el mundo».
Mientras se amontonan los fajos de billetes en el recipiente con forma de cerdo, los cadáveres se cargan en féretros negros adornados con una cinta rosa como una burla sardónica a sus ocupantes. También se puede interpretar como parodia de uno de esos experimentos tan del gusto de los comecocos pirados que pretenden estudiar, en un entorno hermético, dinámicas de grupo a partir de las alianzas y rivalidades que surgen entre los individuos implicados.
La crítica social que subyace en el trasfondo se basa en un hecho real. Según el autor reveló en una entrevista, urdió la base de esta historia afectado por un grave conflicto ocurrido en su país en los años 90, cuando la fábrica de coches Ssangyong despidió al 40 % de su plantilla y se desencadenó una huelga y un enfrentamiento con la Policía que dejó numerosas víctimas. Recordemos que los problemas económicos de Gi-Hum se inician tras perder su empleo ¡en una fábrica de automóviles!
No quiero terminar sin mencionar el auténtico juego del calamar. Me refiero al que dominan los jóvenes machos del molusco cefalópodo (Loligo vulgaris) para aparearse sin que los ejemplares adultos se interpongan en su camino, mimetizándose de hembras y dando así el pego. Que la naturaleza es sabia en juegos y jugarretas.
Incluso más que los coreanos, que, gracias a esta serie y a los numerosos k-dramas que circulan por las plataformas, se han convertido en los vecinos del Este, primos lejanos tan contaminados por el capitalismo como nosotros en una sociedad competitiva que rinde culto al éxito y a la apariencia física.
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