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‘El mal no existe’ de Ryûsuke Hamaguchi
Con Hitoshi Omika, Ryo Nishikawa, Ryuki Kosaka, Ayaka Shibutani, Hazuki Kikuchi y Hiroyuki Miura,
entre otros
106′, Japón, 2023
Un travelling en contrapicado muestra el cielo desde el corazón de un bosque. Los árboles, afilados y enrevesados, actúan como una suerte de advertencia: “Cuidado con lo que se va a ver a continuación. Riesgo de confusión y dolor punzante”.
Las enigmáticas partituras de Eiko Ishibashi acompañan este dilatado comienzo de ‘El mal no existe’, de Ryûsuke Hamaguchi, y terminan por añadir a este paseo foral un tono misterioso, magnético. Mientras, la cámara sigue escrutando el firmamento. Quizá en busca de algo. De una pregunta. De una respuesta. De ambas. O de ninguna.
“El equilibrio es clave. Si te pasas, lo alteras”, reza el protagonista Takumi (Hitoshi Omika). Parece hablar en nombre de su creador, ya que, sin tiempo a que la bruma del misticismo sobrepase las costuras de su obra, Hamaguchi traslada las incógnitas de la bóveda celeste al bosque terrenal.
Largos planos reflejan la vida rural de sus personajes. Pausada, monótona, repetitiva. La cámara ha retorcido su estirado cuello hacia el suelo, hacia la tierra. Primeros planos muestran cómo un pequeño cazo llena una docena de garrafas de agua. Pesan demasiado y tan solo se pueden llevar de dos en dos. Se recorre un camino. Cuando se depositan en su sitio, se rehace el camino. Otras dos garrafas. Otra vez el mismo camino. Otra vez otra vez.
La banda sonora ahora son las hojas que crujen bajo las botas, el correr del río, el cantar de los pájaros. Los personajes dialogan solo cuando es necesario, una impronta frecuente en el cine de Ryûsuke Hamaguchi. Son los silencios los que realmente importan. Los que realmente hablan.
El director de ‘Drive my car’ elige con sutileza cómo afrontar estas conversaciones. Sabe cuándo debe dejar a un personaje ante la cámara, escuchando, reaccionando, sintiendo. Imprime a un simple plano contraplano capas y capas de profundidad.
Pero el metraje avanza y la música de Ishibashi vuelve de forma tenue. Las notas recuerdan de forma cruel al espectador aquel inicio tétrico e inquietante. Un comienzo, sin duda, que en una obra de Hamaguchi no está creado por meras intenciones estéticas. La advertencia vuelve. Las tinieblas cercan ‘El mal no existe’, sin que se sepa exactamente por dónde vienen. La película empieza a mutar.
Unos intrusos invaden la vida de Takumi. Es un hombre tranquilo, afable. Sigue con su rutina. La cámara también. Pero esta vez, es incapaz de reflejar una vida campestre al uso. Algo ha cambiado.
Un abrigo de plumas demasiado rojo llama demasiado la atención y la cámara apenas muestra interés por la madera que corta Takumi. Los dulces paseos por el bosque en travelling horizontal ahora se ven apurados, forzados. La cámara incluso los deja atrás. Entonces, el equilibrio se rompe.
Y la película se rompe en mil pedazos. Y los personajes se rompen. Todo está roto. Quizá lo haya estado siempre. Nadie sabe qué ha pasado. Y, claro, vuelven los árboles. Siempre han estado ahí, aunque nadie quisiera verlos. Con su miedo, con su dolor, con su sabiduría, con su tristeza.
Y, claro, vuelve la música de Eiko Ishibashi. Con su misterio, con sus incógnitas, con su magnetismo. Y la cámara no aguanta más su naturaleza mística y ansiosa vuelve su mirada hacia el cielo. Y quizá vuelva a buscar algo. Ninguna. Ambas. Una respuesta. Una pregunta.
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