‘África, el paisaje inesperado‘, de Calo Carratalá
Comisaria: Marisa Giménez Soler
Fundación Bancaja Sagunto
Sala de Exposiciones Glorieta
Plaza Cronista Chabret 6, Sagutno (València)
Hasta el 31 de marzo de 2021
El sentido de la pintura en los tiempos de la revolución digital
Algunos pensamos que la pintura es, hoy en día, un arte a contracorriente profundamente necesario como contrapeso de nuestra vida excesivamente digital. El aprendizaje del mundo y la interacción con lo que llamamos realidad está cada vez más mediado por pantallas de todos los tamaños, para que siempre tengamos alguna a mano o a bolsillo.
El niño contemporáneo de nuestras sociedades llamadas desarrolladas, antes de saber andar, ya conoce cómo interaccionar con el móvil o la tablet para ver sus dibujos animados cotidianos. No hace falta contarle cuentos o andar con marionetas y juguetes de trapo: la magia digital lo supera todo en su capacidad de fascinación, desde las edades más tiernas al tiempo último, arropados en el sillón frente a la pantalla de televisión omnipresente.
Quizás, de la primera fascinación aún cercana, estemos ya virando hacia la necesidad de un reequilibrio. Muchos comienzan a considerar que algo importante se está perdiendo cuando dedicamos más horas al día a trabajar y a disfrutar a través de una interfaz digital que a construir con nuestras manos, acariciar lo vivo o contemplar la realidad en su lento decurso con nuestra mirada directa. La distopía de la pandemia y nuestro confinamiento nos ha permitido comprender con claridad la evidencia de dicho exceso, y la necesidad de una compensación.
En este contexto, a contrafilo, pero con la fuerza de lo necesario, la pintura –su ejercicio, su disfrute– se alinearía con las demás «artes del tiempo lento», como el paseo consciente, la contemplación, el baile, el canto, el teatro, la música con instrumentos, todas las artesanías…, como respuestas eficaces para contrapesar los excesos de una sociedad hiperdigital.
La pintura se convierte así en una actividad con pleno sentido contemporáneo, alineada con las demás iniciativas que asumen un compromiso de rehumanización, entendido como la necesidad de reivindicar el “saber hacer y expresar” a través de nuestro cuerpo sin necesidad de complejas interfaces tecnológicas, que han pasado de ser instrumentos a convertirse en el auténtico motor de nuestras vidas.
El pintar presenta un conjunto de cualidades irrenunciables vinculadas a las capacidades humanas, como la expresión no mediada, el contacto directo con el color, el vínculo entre materia, espacio y tiempo real y el rescate de la imagen tangible; así como el nexo fundamental con nuestros orígenes, cuando la pintura comenzó a evocar lo importante del mundo en las paredes y bóvedas de las cuevas.
Pretendo, con estas palabras introductorias, profundizar en la defensa del hecho pictórico como proceso de reconquista de lo esencial humano a lo que no debemos renunciar, desde una imprescindible función reequilibrante más que contrahegemónica. No se trata de acogernos a la ilusión de que hoy en día es posible vivir socializados sin ordenadores y móviles, no sería realista, pero sí podemos ejercer el derecho al reequilibrio en nuestras vidas, y recuperar mucho de lo importante. Por lo tanto, la función y la pervivencia de la pintura como lenguaje directo necesario, como imagen artesana y empática, no es algo que se pueda poner en cuestión, pero sí podemos bucear en los nuevos caminos de investigación y expresión que a su través pueden trazarse.
La recuperación de la presencialidad y el vínculo con el espacio y el tiempo
En la tradición paisajista la presencialidad siempre ha sido algo bastante variable. Friedrich hacía pequeños apuntes al natural y luego pintaba sus grandes composiciones de montañas escarpadas y mares glaciales recogido en su estudio, con una ventana lo suficientemente alta como para no poder contemplar ningún paisaje exterior. Sin embargo, Turner paseaba por la costa con su pequeña caja de acuarelas y sus numerosos cuadernos de campo. Se dice que llegó a atarse al mástil de un velero en medio de una tempestad para sentir verdaderamente lo que era eso, y pintarlo con conocimiento de causa. Podemos llamarlo compromiso con la realidad: no pintar aquello que no se ha vivido, no trazar paisajes que antes no hayamos recorrido.
Pinazo solo tenía que sacar su sillita de esparto a la plaza de la Ermita de Godella para pintar sus magníficas tablillas, aguantando estoicamente la nube de chiquillos curiosos ante tan inesperada distracción. Sorolla se allegaba a la playa de la Malvarrosa, él sí, con algún que otro ayudante para preservar con unos palos y unas telas su espacio, a salvo de los mirones y del viento de Levante. Se imagina uno a Cecilio Pla, a la altura de la arena, dibujando con rapidez a los pequeños bañistas y las olas que duran tan solo un momento. Pinazo y Pla, pintores del instante; ya no tanto Sorolla o Degrain, que combinaban las impresiones del natural con la posterior gestación en el estudio, mucho más meditada. El plenairismo valenciano estaba servido, pero no por ello Sorolla prescindía de la fotografía y de las largas sesiones de escenografías con figurantes en sus ‘Visiones de España’.
De otra manera, Monet, en lugar de viajar, construyó su propio paisaje artificial en Giverny, para poder pintarlo casi desde casa, desde la amplia cristalera de su estudio. Luego construyó el lago con su pequeño puente japonés –lo oriental estaba entonces de moda–, tras lo cual diseñó un nuevo estudio mucho mayor para poder albergar las enormes telas de ‘Las Ninfeas’.
Cuando contemplé los grandes paneles de nenúfares en Nueva York y el París, pensé que el lago era realmente grande, algo así como el estanque del Boi de Boulogne, tantas veces pintado por sus compañeros impresionistas. Pero no, lo que ocurre es que Monet consiguió convertir en algo verdaderamente espectacular las vistas del lago, más bien mediano, de su propio jardín. También la dimensión puede llegar a ser engañosa en la pintura de paisaje. Hay acuarelas de Turner de doce centímetros de alzado verdaderamente grandiosas, mientras que enormes paisajes neoclásicos o manieristas pueden pasar casi desapercibidos.
En la pintura de Calo el “compromiso con el paisaje” pasa por peregrinar a él, al próximo y al lejano, y permitir que deje sus huellas necesarias en tablillas y cuadernos de apuntes, para luego, una vez pasado el tiempo, comenzar a construir sus propios paisajes, fruto de la primera vivencia del lugar.
El camino del viajero
Siempre se ha dicho que hay una diferencia radical entre el viajero y el turista: el último es esencialmente un fruto de nuestra sociedad de consumo, donde el individuo es, ante todo, masa obediente, escasamente creativa, predecible, acostumbrada al gregarismo y a la instantánea digital.
Por el contrario, el viajero –que es fácil relacionar con nuestro botánico Cabanilles–, cuando ya han sido perfiladas las figuras previas del explorador y del conquistador, es aquel que recorre el territorio al ritmo que él le marca, descubriéndolo para sí y contándolo para otros, en ocasiones a través del dibujo pues la palabra no se basta; el que hace del viaje una creación artística, pues tiene como aliado al tiempo y la distancia, y la vivencia del paisaje.
En los tiempos actuales, de magníficos documentales televisivos contemplados desde el sofá y viajes a través de Google, la pintura rehumanizadora necesita regresar de nuevo al lugar y vivir sus motivos. Viajar, para Calo, es en sí mismo el inicio de un camino creativo: como el pintor que prepara cuidadosamente sus materiales, la pintura de Calo comienza diseñando el propio viaje al paisaje. Nuestro pintor-viajero mezcla inteligentemente las dos tradiciones de paisajismo: se desplaza a selvas tropicales, a zonas montañosas de países nórdicos, pinta el cañón del Colorado y las costas del Adriático, y realiza todos los bocetos que necesita a pie de paisaje, para luego construir sus pinturas en su amplio estudio de Alaquàs.
El viaje no es algo de lo que se pueda prescindir: es peregrinaje al natural y experiencia de vínculo. Sin él no existiría la fuente necesaria para que la creatividad pudiera fructificar, o fructificaría mucho menos. No se trata aquí de un viaje romántico para descubrir nuevos territorios, sino de encontrarse cara a cara con el natural que se quiere pintar, “estando” en el paisaje –como Constable ante sus cielos y sus nubes–, empapándose el tiempo necesario para recoger toda la experiencia e información necesaria y, como un buen etnobotánico, llevarse luego a casa las muestras de ese nuevo ecosistema estético, natural y cultural.
El paisaje no debe ser solo visitado, sino que hay que vivirlo a través del espacio y del tiempo, estando y recorriéndolo. Pintar el paisaje no es copiar la apariencia bidimensional de una de sus vistas, sino comprender su estructura, la relación entre sus volúmenes, el cromatismo de masas, el claroscuro, su composición; también su textura, su olor, su sabor.
Redescubrir el paisaje otro
El paisaje otro es aquél que no expresa nuestro entorno cotidiano, el lugar a donde peregrinamos para que se pueda abrir mejor nuestra mirada. Barceló, por ejemplo, no podía pintar sus magníficos paisajes y cuadernos de Mali sin viajar a Mali. Gauguin viajaba al paisaje otro como una forma de huida al paraíso, a la que Van Gogh nunca se dejó tentar. Barceló, Cabanilles, viajaban para volver y mostrarnos; también Calo viaja así.
Descubrimos, entonces, una nueva entidad definida, una identidad que nuestro pintor nos muestra con todos sus matices y perfiles, una y otra vez, como para no dejarse nada en el tintero, o en el pincel. Viendo las amplias series de las montañas de Noruega o los parajes húmedos de las selvas tropicales, uno “comprende” el paisaje sin nunca agotarlo, pues los numerosos cuadros de todos los tamaños, los apuntes, los cuadernos de viaje, los grabados, los cartones y tablas construyen un magnífico relato caleidoscópico de una realidad que se nos aparece completa a partir de todos y cada uno de sus fragmentos, reconstruida por la mirada y el quehacer del pintor.
Estar en otro lugar donde somos simples invitados itinerantes, permite que el artista abra su percepción a una realidad totalmente nueva, sin asideros, un paisaje que nos habla de sí mismo, de su otredad. Los paisajes otros son siempre el maridaje de la mirada con la experiencia del descubrimiento.
Después, el reposo, el tiempo necesario para recuperar la experiencia vivida desde otra óptica, para evitar el deslumbramiento. Como quien traza el retrato desde el recuerdo, a partir de todas las experiencias de un tiempo intenso, hilvanando cada una de sus huellas: los recuerdos, los trocitos de realidad guardados en pequeños cartones y en amplios cuadernos de viaje donde se entremezclan anotaciones, dibujos y aguadas; y las fotografías que, precisamente, no son ni instantáneas ni vistas turísticas.
Las formas del buen hacer, del buen pintar
Pasados los tiempos de la transgresión en pintura y del valor de “lo nuevo” como indiscutible principio de modernidad, la mejor pintura contemporánea vuelve a recalar en la importancia del buen hacer, que no tiene que ver solo con el oficio –que también–, sino con un compromiso con el sentido de la pintura en la actualidad, según mencionábamos al principio del texto. Desde ese lugar, la poética de cada pintor, si fructifica bien, logra con facilidad “hacerse comprender”, creando empatía con el espectador aunque no esté necesariamente versado en las últimas tendencias del arte contemporáneo.
Aquí “el buen pintar” no tiene que ver con manierismos, entendidos como actualizaciones del estilo de los grandes maestros, sino con la creatividad y la investigación personal, que siempre parte de haber entendido bien la historia de la pintura y su oficio y, a partir de ahí, recorrer el propio camino.
Recuerdo una tarde con Antonio López, el gran maestro del realismo, tomando horchata en Alboraia mientras nos contaba su admiración por Velázquez y la escultura griega clásica. Cuando uno contempla sus paisajes urbanos o sus esculturas, no se parecen al estilo de Fidias o de Velázquez, pero indudablemente están en el fondo de los cuadros y de las esculturas de Antonio, en su sentido del espacio pictórico y en la rotundidad de la presencia de sus figuras en el espacio.
Lo mismo ocurre en la pintura de Calo, con un estilo personalísimo que, a su vez, refleja haber comprendido bien toda la tradición paisajista a la que ya hemos hecho referencia y, en lo cercano, a nuestra querida escuela de paisajistas valencianos, que adquiere su máximo esplendor a finales del XIX, con un magnífico sentido del gesto, de la luz y del instante del paisaje, que va desde las magníficas telas de Sorolla a las diminutas y también magníficas tablillas de Pinazo.
No me resisto a terminar estas líneas sin hablar de la pintura de Calo Carratalá desde la mirada del pintor, y desde la complicidad de haber sido compañeros y amigos cuando pintábamos en el convento del Carmen, aquel año magnífico de pintura en el claustro gótico, de retrato en el aula donde entraban las palomas y de dibujo al natural en el antiguo refectorio.
Entonces y ahora, Calo ha sido un pintor de mirada analítica y trazo espontáneo, el trazo que se asienta certero por haber comprendido bien el motivo. Un pintor que siempre ha gustado de la materia, no de su disimulo, que ha sabido decir lo importante con las palabras justas. Calo siempre ha tenido una gran facilidad para hacer suya la estructura de las cosas, su síntesis, para así expresarlas luego desde el fondo de su personalidad sin perder un ápice de la esencia que debe permanecer. A su vez, nunca ha agotado un motivo, puede pintar decenas de apuntes o cuadros sobre un paisaje y siempre dirá algo nuevo que necesitamos para comprender el todo que nos acerca.
Junto al gesto decidido, sin reinsistencia, y la valentía en el uso del color dominante, hay que destacar una composición muy cuidada, siempre experimental, arriesgando en las direcciones, en las líneas de fuga, en los contrapuntos y contraluces. Calo no busca especialmente la amabilidad, más bien la investigación de todo lo que pictóricamente puede ofrecernos un motivo. Expresado en dibujos, grabados, acuarelas, grandes telas al óleo, o pequeños esquemas en sus cuadernos de campo, cada serie de Carratalá permite saber más del alma del paisaje que miles de instantáneas del mismo.
José Albelda es ensayista y profesor de la Facultad de Bellas Artes de San Carlos (UPV)
- El paisaje viajero y el arte del buen pintar - 28 febrero, 2021