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‘El poder del perro’, de Thomas Savage
Alianza Editorial, 2021
Cuando una película basada en una novela obtiene un clamoroso éxito –como ha ocurrido con ‘El poder del perro‘, de Jane Campion (disponible en Netflix desde el pasado 1 de diciembre de 2021)–, es lógico pensar que el texto literario ofrece una excelencia similar.
Por eso aposté por ‘El poder del perro’, de Thomas Savage (1915-2003), publicada por Alizanza Editorial, aprovechando la resonancia del filme, y he quedado atrapada por una historia que rompe los estereotipos del western y que descubre a un autor cuya trayectoria merecía también una película que podría llamarse ‘El vaquero ilustrado’.
Porque gran parte de lo que Savage cuenta en la novela procede de su azarosa vida real –autoficción avant la lettre–. Impresiona su rostro enérgico que ilustra la portada y contraportada del libro, un semblante duro y austero que denota esfuerzo y sufrimiento.
Tras sumergirme de lleno en el universo Savage, prefiero no ver la película de momento para evitar las comparaciones y mantener a los personajes en mi mente tal y como los he imaginado. Pero sí creo interesante ofrecer algunas claves del argumento, ya que en los textos literarios se profundiza más en el mundo interior de los personajes, sus actos y motivaciones.
Pero primero hablemos de Savage, del que se obtiene una imagen bien definida a partir de los datos que ofrece en el posfacio del libro Annie Proulx, autora del relato ‘Brokeback Mountain’, llevado al cine por Ang Lee.
Thomas nació, en 1915, en Salt Lake City, y tuvo la suerte de heredar la belleza de su madre, Elizabeth Yearian, como se puede apreciar en los retratos de su madurez. Sus padres se divorciaron cuando era todavía un bebé y al poco tiempo Elizabeth contrajo matrimonio con un acaudalado ranchero, Charles Brenner.
Creció en Bearverhead Country, al sudoeste de Montana, entre las grandiosas Rocosas, y montañas de carne, rebaños de miles y miles reses. Su acomodada situación familiar le hubiera permitido un trabajo seguro, pero Thomas debió de ser un espíritu inquieto que pronto se sintió impulsado por el afán de libertad y la creación literaria.
Para no depender de su padrastro –al que consideraba un buen hombre algo torpe, pero muy enamorado de su mujer, y que le inspiró el personaje de George–, encontró trabajo como tasador en una empresa de seguros, y también fue vaquero, peón, ayudante de fontanería y guardafrenos. Estudió en Colby, la Universidad de Montana y nunca dejó de escribir. Se casó con Elizabeth Fitzerard, también novelista, con quien tuvo tres hijos, pero es sabido que mantuvo diversas relaciones con hombres.
Publicó trece novelas, entre las que destaca la que hoy nos ocupa, ‘The Power of the Dog’, ejemplo de la ficción paisajística norteamericana por sus magníficas y poéticas descripciones de parajes indómitos. Como la figura del perro que, junto a la estrofa de un salmo religioso, inspira el título, una pareidolia que Phil distingue en una ladera que, según él, solo ciertos privilegiados pueden percibir.
Situada en 1924, el relato habla de la homosexualidad reprimida que deriva en homofobia, un aspecto que solo un crítico literario se atrevió a comentar cuando la novela se publicó en 1967 con buenas críticas y modestas ventas. Pero, además, aborda otros muchos temas sobre el telón de fondo de la sempiterna lucha entre el bien y el mal sin asomo del maniqueísmo recurrente en el western convencional.
Plantea la tensa relación entre los dos hermanos bajo una fina capa de cordialidad; hermanos que comparten habitación, pero que nunca se han visto desnudos. También el choque entre familias de distinto nivel social, los estragos del alcoholismo y lo que es capaz de hacer alguien por amor, aparte de otros temas subyacentes en un denso entramado psicológico.
En torno a los cuatro personajes principales –Phil, George, Rose y Peter– se mueven secundarios que enriquecen la trama, como Johnny Gordon, el amable médico y primer marido de Rose, víctima del alcohol y de su propia amabilidad.
«Ser amable es tratar de apartar los obstáculos a los que se enfrentan los que te quieren o te necesitan», alecciona a su hijo Peter. O Bronco Henry, el vaquero –perfecto paradigma de la masculinidad– que Phil añora y con el que se supone que tuvo algún tipo de relación.
La figura de Phil, su mala sombra siniestra, se alza sobre el mundo de los Burbanck en el que la rudeza del trabajo físico contrasta con un refinamiento poco habitual en un rancho. Salones elegantes decorados con grabados de Fragonard, piano incluido, y a pocos pasos el matadero, sobre cuyas vallas se amontonan los cueros que tienen un papel decisivo en la historia.
Savage se inspiró en un hermano de su padrastro para crear a este tipo singular. Un hombre inteligente y brillante con múltiples cualidades, pero impregnado de malevolencia que derrama en torno manipulando a los de su alrededor. Como muestra de su desdén por los demás, practica el desaliño indumentario e higiénico: solo se lava de vez en cuando en un arroyo y nunca lleva guantes.
En una serie de episodios, Savage subraya su faceta más oscura, en su trato tiránico con el indio que viaja con su hijo para conocer la montañas de las que fueron desterrados, en el malicioso truco con el que engaña al niño gordito de las canicas o cuando insulta públicamente al judío enriquecido.
¿La maldad tóxica que destila es fruto de la autorepresión sexual o algo innato a su naturaleza? Es una pregunta sin respuesta, pero es evidente que estamos ante un macho alfa, territorial y dominante, que se vale de su superioridad mental para manipular a sus semejantes, especialmente a Rose, cuya autoestima socava hasta el punto de empujarla a la bebida. Lo que ni él ni el lector sopechan es que va a encontrar la horma de su zapato en quien menos se lo espera.
Quienes fueron seducidos por la película de Campion, pero no alcanzaron a comprender ciertos matices debido a su complejidad, disfrutarán con la lectura de la novela que plasma un lejano Oeste mucho más lejano y real del que mostraban los spaghetti western o las novelitas de Marcial Lafuente Estefanía –coetáneo de Savage, por cierto, que alcanzó también avanzada edad–. El español escribió dos mil seiscientas historias y el norteamericano solo trece. Abstengámonos de odiosas comparaciones.
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