#MAKMAArtistas | Marisol Escobar
El silencio es el último gesto extramundano del artista: mediante él se libera de la servidumbre del mundo, que aparece como patrón, cliente, consumidor, antagonista, árbitro y distorsionador de su obra. «Un artista, debe permanecer en silencio», decía Susan Sontag. Ivan Klein concibió su ‘Sinfonía Monótona’ en un único acorde ininterrumpido de 20 minutos de duración seguido de un silencio del mismo tiempo. El silencio, cuando se utiliza eficazmente, es también un color.
Eso es lo que pensaba la artista Marisol, pero no la nuestra. Esta Marisol nace en París, aunque sus orígenes la enraízan en Caracas. Tampoco practicaba demasiado el español: pasaba horas sin pronunciar palabra. Hablamos de la exótica escultora vanguardista, favorita de la élite neoyorkina de los años 70, Marisol Escobar. Aquella de la que Andy Warhol, juez omnipresente de la avant-garde americana, dijo que no Eddie Sedgwick, tampoco Nico, ella, Marisol, era “la primera artista femenina con glamour”.
María Sol Escobar nace el 22 de mayo de 1930 en el seno de una familia venezolana con lucrativos negocios inmobiliarios. El repentino suicido de su madre, actriz venida a menos, trastorna los cimientos del acomodado hogar. Pero es precisamente ese dolor casi vengativo, que expresa andando sobre sus rodillas desnudas hasta sangrar, lo que la impulsa sin previo aviso a esculpir. Prescinde de su apellido y ahora será Marisol a secas.
Así, a los once años propone su primer manifiesto personal artístico: jurar que no volverá a pronunciar palabra. Lo obvio es muy poco literario, dice la editora Eva Serrano, un hábito insurrecto que prolonga cuando estudia en la academia de Beux Arts francesa, o junto con Hans Hoffman en su taller de Los Ángeles. Lo mantiene incluso cuando ya es en una de las artistas predilectas de la Factoría de Andy Warhol y una de las escultoras vanguardistas más prometedoras. Marisol seduce y cautiva y nace su leyenda.
Su persona enigmática –en ocasiones, cuestionada o tildada de pose– intriga y genera debate a la par. Sus esculturas, una fusión de imaginería folclórica e iconografía pop art, alimentan el mito y cautivan por su exotismo a los americanos. Un arte sofisticado y teatral que describió The New York Times tras su primera exposición, en 1967, como “inteligentemente malicioso, parecido al mismísimo diablo”. Todo se proyecta silenciosamente al unísono en el universo de Escobar y toda inmersión en él es poca.
Marisol es ave nocturna. Desayuna religiosamente al mediodía sus indispensables huevos con jamón para, después, repasar las páginas amarillas en busca de algún anuncio de objetos extraños. De estos accesorios bizarros –lámparas de pino, cabezas de perro disecadas, clavos oxidados– parte para elaborar sus collages escultóricos. Convierte el ensimismamiento en una forma de arte en ‘La fiesta’, trece figuras a su imagen y semejanza que incorpora moldes de sus propias partes del cuerpo e imágenes de su rostro.
Diariamente trabaja en su taller de Murray Hill, un espacio ubicado en la parte baja de Broadway, donde permanece, si no es interrumpida por alguna invitación para uno de muchos acontecimientos sociales a los que acude escoltada por Warhol. Aunque es una de las muchas obsesiones del gurú creativo –sus filmes ‘The Kiss’ (1962) y ’13 Most Beautiful Women’ (1964) captarán el misticismo de la artista–, ella logra eclipsarle. Es “la Garbo de América” para Vogue, y como aseguraba la comisaria de arte Marina Brooks a mediados de los 60: «La prensa la persigue, es más popular que Andy Warhol».
Acude a Studio 54 y a galerías para observar, dejarse ver y distraerse, porque “es muy deprimente ser tan profunda todo el día”. Ante la ausencia de palabras o de interés, se defiende en privado y confiesa que el habla es sagrada y prefiere no desperdiciarla con gente que no tiene mucho que decir. Mejor guardar esa energía para picar la madera al día siguiente.
El arte político es alimento para ávidos críticos o socials ávidos de escándalo. La realeza británica, Lyndon B. Johnson o Bob Hope son algunas de sus musas. Le atrae la polémica sublime si es que lo político puede ser discreto, y se consolida como una voz artística que escuchar con su obra ‘The Kennedy Family’, en la que John, Jacqueline y los hijos del matrimonio presidencial aparecen como tótems tribales. Sus esculturas combinan incógnita, solidez y sofisticación, con un estilo fragmentario y cubista que hace que se la relacione con el movimiento, pero “No es Pop, No es Op – Es Marisol”, tituló The New York Times.
A pesar de ser blanco de fotógrafos, poco se ha revelado de su vida personal y menos conocemos hoy. Muere a los 85 años en el apartamento de Tribeca donde vive desde finales de los 70, sin descendencia y con una trayectoria artística encapsulada en el tiempo. Al volver de su viaje de dos años por ambos hemisferios –desaparecía durante largas temporadas, volviendo locos a sus agentes–, la escenaneoyorkina ya era otra y el arte algo más desechable, como los bricks de cola de sus esculturas.
Con el pop art se aceleraban los tiempos y pronto se navegaba hacia otra cosa. Marisol no quiso acompasarse, subyugar su obra a las modas, o imponerles un carácter lo suficientemente escandaloso para lo que los tiempos reclamaban. Ya el ruido pesaba más que lo perdurable y sereno. Aunque esculpe hasta su muerte, desencantada y a cuentagotas, el apegado silencio finalmente la separara de la historia.
La leyenda de Marisol, escribió Grace Glueck, era “su arte inclasificable, su cara elegante, con huesos y huecos, una misteriosa reserva y su voz lejana y susurrante, como la de un sonámbulo”.
Raquel Bada
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