MAKMA ISSUE #01
Opinión | Jesús García Cívico (crítico literario, crítico de cine miembro de FIPRESCI, profesor universitario y escritor)
MAKMA, Revista de Artes Visuales y Cultura Contemporánea, 2018
Siempre he pensado que una época se expresa, sobre todo, a través de aquellas palabras que le cuesta pronunciar. Si en la puritana sociedad victoriana no se podía hablar abiertamente de “sexo”, y la palabra “agnosticismo” casaba mal con el franquismo (lo que indicaba que los ingleses se pasaban el día pensando en el fornicio o que la mayoría de los españoles de la época se comportaran como pésimos cristianos), en nuestros días, uno de los términos que suscita mayor incomodidad es el de cultura. Hoy ya resulta difícil encontrarla en los suplementos culturales que hace tiempo pasaron a utilizar el rótulo ‘culturas’ como expresión, según lo veo, de un tipo de complejo etnocéntrico y una predisposición a conducirse según la inercia más simple de los tiempos.
¿Qué es cultura? ¿Por qué apenas podemos hablar de ella con adjetivos que criben lo mejor de lo peor? Escribió Raymond Williams que el de cultura es “one of the two or three most complicated words in the English language”. En ‘Culture’, los antropólogos Kroeber y Kluckhohn compilaron una lista de 164 definiciones de cultura que abarcaban desde la metáfora del cultivo, de la que proviene etimológicamente el término, al culto a los dioses, de la descripción de costumbres (incluidos, por ejemplo, los sacrificios humanos o la tortura) al conjunto de conocimientos y desarrollo científico, intelectual o artístico que permite a alguien desarrollar un juicio crítico (por ejemplo, en relación con los sacrificios humanos y la tortura). En la filosofía y literatura alemanas hay dos palabras para referirse a la cultura: Kultur y Bildung, que remiten a una dualidad básica de sentidos. La primera refiere el conjunto de instituciones que determinan la originalidad de un grupo humano o una sociedad; mientras que Bildung se orienta a la acción formativa de algunas obras del arte y de la literatura sobre el sujeto (un ser humano en particular). Estas dos ideas cobraron forma en una acepción subjetivista y una objetiva del término, la primera ligada a la educación de los individuos, la segunda de tono antropológico, al folclore de los pueblos. En la intersección de ambos sentidos, según lo veo, podríamos haber hablado sin ambages de logros culturales en un sentido evolutivo ligado a la idea de progreso. ¿Cuáles? El pluralismo democrático, la tolerante polifonía de la novela, la separación de poderes, las vanguardias artísticas, la abolición de la esclavitud, los derechos sociales, la extinción del analfabetismo, la lucha contra el fanatismo religioso, el respeto al medio ambiente, la emancipación de la mujer.
La ambigüedad del término dio pie, sin embargo, a usos enfrentados: de la “Industria cultural como engaño de masas” en Adorno y Horkheimer a la sentencia de Benjamin: “no hay documento de cultura que no lo sea, al tiempo, de barbarie”; del recelo de Freud a la decepción profunda expresada por Georg Steiner por la coexistencia, en pleno siglo XX, de la “alta cultura” con el horror más absoluto; de la “cultura del pelotazo” al relativismo cultural como bandera de la postmodernidad. Deleuze, Guattari, Baudrillard o Lipovetski hicieron un diagnóstico, más bien estremecedor, sobre la situación de la cultura a finales del siglo pasado: lo que empezaba a caracterizar a los modos de producción capitalistas no era solo un registro particular de los valores de cambio, sino un modo de control de la subjetivación. La sustitución de una singularidad (la de Egon Schiele o la de Kafka, por poner solo dos ejemplos) por la individualidad como dimensión esencial de la cultura de masas. La cultura de masas produce individuos normalizados con una inquietante predisposición al populismo y a indignarse como parte de colectivos zaheridos. ¿Nos suena de algo? El relativismo de tipo posmoderno permite la explosión de un número de individualidades predispuesta a asumir sin ningún sentido crítico expresiones del tipo “filosofía empresarial”, “cultura del hip-hop” y muchas otras, de forma análoga a cómo las corridas de toros o las peleas de gallos habrían generado su propia “cultura”.
¿No es toda cultura el resultado de un sinnúmero de influencias sin fronteras? ¿No es un territorio abierto en el que Kurosawa habla la lengua de Dostoievski, Cheever la de Chéjov o la Martinica el de Gauguin? ¿No implica el rótulo ‘culturas’ la negación de la universalidad del arte, su atributo más característico y más hermoso? Y, en el mejor los casos, ¿no es una expresión “plurietnocéntica”? La crisis del criterio crítico, el tabú de la “alta cultura”, las patologías a la hora de juzgar no sólo no terminan con el etnocentrismo, ¡lo multiplican por cien!
El arte es un tipo de expresión cultural muy particular. En primer lugar, a diferencia de la ciencia o del derecho (donde podemos hablar, quizás más claramente en la primera que en la segunda, de progreso), el arte tiene una historia, pero no un progreso (no hay nada que pueda convencernos que de que Schubert o Jellinek sean superiores a Mozart o Bach, Malévich a Rembrandt, Coetzee a Marcel Proust). Además, el arte se rige por su propio valor, es inútil en la expresión más bella de la expresión: no es una herramienta para algo superior, se basta a sí mismo. La autonomía del arte, por último, permite una libertad absoluta desligada de tabúes, independiente de la moral y de la injerencia política, pero también del poder que descansa en el pueblo. Lo importante no es que todo el mundo pueda exponer en un museo, sino (y es ese el logro democrático), que todo el mundo pueda entrar en un museo. Si no distinguimos entre las acepciones del rico término “cultura” una que consideramos digna de protección, digna de exhibición, es posible que fenómenos muy análogos se extiendan y, por ejemplo, un día no muy lejano la obligación de la televisión pública de programar cultura se solvente con programas de cocina y talent shows o que la agenda de un centro de cultura contemporánea enarbole como mérito la sensibilidad moral del artista o se dé prioridad a reivindicaciones sociales o aquellas expresiones que llamamos equivocadamente populares, cuando no son hallazgos de ningún folclore sugerente rico en imaginación, sino parte de una estudiada mercadotecnia social de preocupaciones populistas nada singulares.
Jesús García Cívico
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