‘El último Tour del siglo XX. Una crónica de la Grande Boucle de 1989′, de Josep Maria Cuenca
Contra, 2019
“La montaña, es decir, la gravedad.
‘Roland Barthes, ‘Del deporte y los hombres’
Ahora bien, vencer la pendiente y el peso de las cosas es decidir
que el hombre puede adueñarse de todo el universo físico.
Pero esta conquista es tan dura,
que el hombre moral tiene que poner todo su empeño”
Por trascendentes y ardorosas razones, el año 1989 se asienta determinante entre la densa y asimétrica calima de efemérides que signan y estrían el mapa isobárico de la geopolítica internacional, encabezada, como una proa rompehielos, por la otoñal y alígera caída del Muro de Berlín (fertilizante del ulterior epílogo de la Guerra Fría) y, en cierto y aventurado presagio, el sintomático fin del siglo XX, acaso como si su última década no fuera más que una fase propedéutica para la incursión remozada por el desnortado orbe incógnito del venidero milenio.
Un fin de siècle alojado como una inasible bruma en la genérica memoria audiovisual de aquellos que fuimos pasivos e inafectados (por distantes) testigos de una agonizante época, tan prescrita como cautivante; acaso el cenagoso feudo en el que palpita, anhelante y briosa, la nostalgia.
A tales premisas se aferra el periodista y escritor barcinonense Josep Maria Cuenca en el prefacio de ‘El último Tour del siglo XX. Una crónica de la Grande Boucle de 1989‘ (Contra, 2019) para abismarse en la procelosa hacienda estival de una de las ediciones de la ronda gala más excelsas y abracadabrantes acontecidas en la era del ciclismo moderno (ineludible e infortunadamente no contemporáneo), revelada en postrero testimonio de una forma de concebir y proceder en el ejercicio del deporte profesional, cuyas virtudes y dislates parecían encarnarse, como bielas de lo empíreo, en la estocástica, febril y arrebolada singladura del suceso, acaso perpetuo acontecimiento de aquellos ciclistas armígeros de naturaleza epicúrea y temperamento sanguíneo.
Porque aquel septuagésimo sexto Tour de Francia no solo deparó la menor diferencia (8 segundos) entre los dos primeros clasificados –el laureado corredor californiano Greg Lemond (vencedor de la ronda gala en el 86, 89 y 90) y el veleidoso y antojadizo velocipedista parisino Laurent Le professeur Fignon (quien ascendió a los más alto del cajón de los Campos Elíseos en 1983 y 1984)–, tras el desenlace de una última CRI capitalina relampagueante del norteamericano y la derruida estampa sobre el asfalto, sudorífera y declinante, del irascible y prodigioso Fignon, erigida en arquetipo de la derrota tras el hercúleo esfuerzo y la altiva presunción de la victoria.
Y así procura Cuenca perfilar las razones epopéyicas acontecidas, asentadas como ínsula inquebrantable del recuerdo, durante los 23 días (21 etapas y 2 jornadas de asueto) que componían el recorrido de 3.285 kilómetros entre Luxemburgo y la capital francesa, y que incoaba con en el ya conspicuo y fatídico episodio sufrido por Pedro Delgado en la etapa prólogo, quien, partiendo en la última posición–fruto protocolario de su primera y única victoria de la general en 1988– y a consecuencia de una inexcusable distracción, se personó en la cabina de salida con 2 minutos y 40 segundos de retraso, condicionando –y afectando a su rendimiento en la CRE de la jornada ulterior, en la que, atribulado y cariacontecido, perdía, junto a sus abnegados compañeros del Reynolds-Banesto, 4 minutos y 32 segundos con el Super U de Fignon– su papel para el resto de la edición, en la que logró, finalmente, subirse al tercer peldaño del podio de París, demostrando que aquel debía haberse instituido en su segundo triunfo en la clasificación general del Tour de Francia y refrendando el hecho de que Perico se personaba como favorito tras haber conquistado no solo el Tour 88, sino su segunda Vuelta a España en la primavera de aquel año.
De este modo, ‘El último Tour del siglo XX’ transita, meticulosa y reflexivamente, por el aleatorio, escarpado y mirífico devenir de aquellas tres semanas de incipiente canícula –en las que el país galo se preparaba para celebrar junto a su renacido enfant terrible el bicentenario de la Revolución francesa– componiendo una prolija diégesis en la que Josep Maria Cuenca concita a Roland Barthes, Walter Benjamin, William Faulkner o Robert Louis Stevenson para sustentar las razones que habitan tras la coyuntural epidermis de lo acontecido, auxiliando a ordenar (y perfumar) el bienvenido vértigo indigesto de nuestras sobremesas infantes, ignorantes, entonces, de cuanto habría de sobrevenir sobre el grueso del pelotón, trasunto de nuestras más íntimas inquietudes, sojuzgadas por la tecnificación y otros turbios y farmacológicos meandros de la ciencia, convertida la épica en una denostada consecuencia perniciosa de la heterodoxia.
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