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‘El último verdugo‘, de Toni Hill
Grijalbo, 2023
Un verdugo con nombre y apellido, Nicomedes Méndez y su siniestra herramienta de trabajo, el garrote vil. A partir de estos elementos reales Toni Hill (Barcelona, 1966) ha construido su séptimo título, ‘El último verdugo’ (Grijalbo, 2023) en el que, a través del duelo entre un asesino en serie y los investigadores que intentan atraparlo reflexiona sobre las máscaras con las que los psicópatas ocultan su pulsión de matar. Sujetos que se arrogan el derecho de arrebatar lo que es el bien más preciado, la vida, con el único objetivo de reafirmar su identidad y procurarse placer, con los más variados pretextos: el justiciero, el ángel de la muerte, el misionero, el verdugo…
«Me apetecía mucho escribir una novela protagonizada por un psicópata asesino en serie, era una idea que me atraía y me daba miedo a la vez», dice Toni Hill. «La acariciaba desde hace mucho tiempo, antes incluso de empezar mi anterior libro, ‘El oscuro adiós de Teresa Lanza’, pero no encontraba un hilo del que tirar. Hasta que me tropecé con Nicomedes y el garrote vil. Ellos me procuraron un rasgo distintivo, un punto de arranque, aunque tuve que darle muchas vueltas al argumento, porque quería que la historia se desarrollara en la actualidad».
Nicomedes Méndez (1852-1902) fue el verdugo titular de la Audiencia de Barcelona y suplente de las de Zaragoza y Valencia, entre 1877 y 1908, se estima que ejecutó entre 58 personas. Se podría considerar el polo opuesto al protagonista de la magnífica película de Berlanga, ‘El verdugo’, pues ejercía su oficio con orgullo, incluso se ufanaba de haber mejorado el artefacto que usaba a tal efecto, el propio garrote, con un punzón que al perforar al bulbo raquídeo se suponía que aceleraba la agonía del condenado. La rapidez de la ejecución dependía de la fuerza que ejercía el verdugo y de la constitución del condenado. Si su cuello era muy grueso, el proceso se alargaba en una dolorosa asfixia. Fue lo que le ocurrió a José María Járabo condenado a la pena capital por asesinar a cuatro personas en Madrid, en el verano de 1958.
Se cuenta que Nicomedes era un hombre cordial y afable, zapatero de profesión, criaba en su casa gallinas y canarios. La tragedia marcó su vida. Perdió a su esposa, Alejandra Amor, su hija se quitó la vida cuando su prometido que era médico la abandonó al descubrir el trabajo de su padre, y su hijo falleció en una pelea. ¿Justicia poética o destino cruel? Pasó sus últimos años alcoholizado, obsesionado con la idea delirante de crear un salón de ejecuciones en el Paralelo donde exhibir su máquina mortífera con muñecos de cera.
Hill podría haber novelado la historia de Nicomedes, pero prefirió crear su propio relato en torno al análisis de la personalidad de un depredador humano y de las estrategias de quienes le dan caza. En lugares emblemáticos de Barcelona aparece una serie de cadáveres junto a una nota: «Alguien tiene que hacerlo». Por la extraña marca que tienen en la nuca, los forenses deducen que han sido asesinados mediante una maquina obsoleta: el garrote vil.
El mosso David Jarque con la ayuda de su equipo y el asesoramiento de Lena Mayoral, una célebre criminóloga, emprende la búsqueda de un escurridizo asesino que no deja rastro. A través de Mayoral, la trama policial se trenza con la historia de Cruz Alvar, una ex presidiaria condenada por homicidio involuntario, cuya víctima era hijo de un mafioso ruso. En la galería de personajes destaca Thomas Bronte, un inglés afincado en Barcelona, culto y refinado, que dirige una galería de arte en el Barrio Gótico. Junto a él, una joven estudiante de Bellas Artes y el novio de ésta, Óscar, un senegalés adoptado por una pareja de mujeres.
Precisamente es él quien durante un viaje a Gran Bretaña con sus madres descubre la raíz del mal. Un mal que se ha propagado como la peste por la ciudad Condal. «Necesitaba la mirada de un foráneo, de alguien que no estuviera familiarizado con el garrote vil». Este método de ejecución usado ya por los romanos y la Inquisición se adoptó en España porque Alfonso XIII consideró que morir sentado era más digno que pataleando en la horca.
Cuando las ejecuciones se celebraban públicamente, los verdugos solían ocultar su rostro con capuchas o tapabocas para disfrazar su identidad, o tal vez para disimular el horror o el placer que experimentaban al acabar con la vida de un semejante. De ese hábito procede el nombre de una prenda de abrigo que cubre la cabeza y parte del rostro -el verdugo o pasamontañas-, un complemento muy usado en películas de terror que tiene también presencia en el mundo de la moda. El verdugo de Hill pasea por Barcelona a cara desnuda, pero las máscaras invisibles que utiliza son mucho más sutiles y perniciosas.
Toni Hill inició su trayectoria literaria, en 2011, con ‘El verano de los juguetes muertes’, primera novela protagonizada por el inspector Héctor Salgado. Las dos últimas -‘Tigres de cristal’ y ‘El oscuro adiós de Teresa Lanza’- contienen una importante dosis de crítica social, un rasgo que no se aprecia en ésta.
«El thriller no se lleva bien con la crítica social, exige otro ritmo y si la incluyes le da un tono panfletario», comenta. «A diferencia de mis dos títulos anteriores, ‘El último verdugo’ es un relato de género puro, aunque también apela a la conciencia del lector. Mi objetivo es que éste se meta de lleno en la historia y disfrute descubriendo lo que ocurre».
El éxito del noir en España ha generado una legión de asesinos virtuales que campan por el mundo de ficción. Es la magia de la literatura. El poder adictivo de las historias. «Que un tipo vaya por Barcelona matando a gente con un garrote parece que desafía la credibilidad», reconoce Hill. «Pero una vez admitido este supuesto el reto es recrear su personalidad con el máximo rigor y verosimilitud. Explicar porqué ese sujeto se autoimpone la tarea de liberar el mundo de seres indeseables. Lo cierto es que hay gente mala que convendría apartar», reflexiona Hill, que atribuye el boom de la novela negra a la curiosidad y al morbo que nos inspira el comportamiento humano en situaciones límites. No importa los muertos que incluya la historia, viene a decir, «sino la manera de contarla».
Tras siete novelas de temática negra, pero de registro muy variado, Hill reconoce que cada libro es una experiencia única. «Soy intuitivo, pero al mismo tiempo pienso mucho antes de ponerme manos a la obra. Pienso de qué voy a hablar y cómo será el desenlace, pero el tramo intermedio es un viaje sorprendente incluso para mí mismo, aunque hay que procurar que las piezas encajen bien en la cuadrícula».
El suicidio es uno de los temas recurrentes de su obra. «Me interesa y me turba. Es una opción personal tan respetable como cualquier otra, pero que va en contra del instinto de supervivencia. Por desgracia, cada vez hay más gente que se quita la vida, es la primera causa de muerte violenta. Creo que hay dos tipos de suicidas: los espontáneos, que actúan en un arrebato, y los que poseen un profunda pulsión destructiva, aunque nunca la demuestren».
Desde el principio de su carrera Hill alterna la creación literaria con traducciones del inglés: David Sedaris, Jonathan Safran Foer, Glenway Wescott, Rosie Alison, Peter May, Rabbih Alameddine y A.L. Kennedy. Además de unos ingresos complementarios, esta tarea le proporciona otras ventajas.
«Te ayuda a mantener una disciplina a la hora de sentarte ante el ordenador», comenta. «También te ejercita en lo que respecta a la construcción de los diálogos, pues es complicado traducirlos de otra lengua manteniendo su naturalidad», concluye Hill, que piensa tomarse unas merecidas vacaciones hasta su próxima incursión literaria.
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