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Entrevista al filósofo Emilio Lledó Íñigo
Premio Princesa de Asturias de Comunicación y Humanidades 2015
Concluye la XXV edición de los Premios Princesa de Asturias –primera tras el cambio de denominación– perfilada de un anunciado debate político y social. Se disuelven, progresivamente, los protocolos y se enfría el exaltado pulso de actividad que ha regentado la ciudad de Oviedo y el Principado de Asturias durante cinco jornadas de hálito cosmopolita y ciertas dubitaciones locales.
De entre la nómina de galardonados del presente año, allende los sonoros focos de Hollywood o la cacofónica ausencia de dos pilares fraternos del juego interior norteamericano, deambula sobre las tupidas y húmedas alfombras del Hotel de la Reconquista la sombra octogenaria de un pensador de lúcida sencillez.
Emilio Lledó (Sevilla, 1927), Premio Princesa de Asturias de Comunicación y Humanidades 2015, atraviesa la Cordillera Cantábrica para reportar norte con su porte de sur y olvidado acento de Triana. Un tipo de longeva trayectoria como revisitador hermeneuta de la historia de la filosofía, amén de vívido adalid académico de la filosofía del lenguaje.
Influido por el magisterio de la ‘escuela de Madrid’ de un joven Julián Marías, la impronta de Hangs-Georg Gadamer y su ‘Verdad y Método’ o la proximidad, siendo alumno, del filólogo clásico alemán Otto Regenbogen, la obra y pensamiento de Lledó fue gestando sus primeros pasos durante sus interrumpidos períodos como estudiante y docente por tierras germanas, así como en las cátedras de la Universidad de la Laguna, Barcelona y la UNED.
Un filósofo de apretadas agendas y revisitaciones –lean su espléndido ensayo ‘La filosofía, hoy. Filosofía, lenguaje e historia’ (2012)– con quien conversamos sobre algunas cuestiones capitales de su espíritu pedagógico antes de partir (y siempre regresar) a las exigencias de su ‘l’ (ele minúscula) en los butacones de la Real Academia.
Durante el lapso de tiempo transcurrido desde el anuncio del Premio Princesa de Asturias de Comunicación y Humanidades hasta el solemne acto de entrega, ¿en qué medida todo este proceso ha injerido en su ámbito de su trabajo y, por supuesto, cómo ha experimentado la relevancia de este reconocimiento?
Ha sido muy impresionante. El adjetivo ha sido un poco trivial, pero muy mutante y muy distinto de la vida normal que uno lleva de trabajo. Es una alegría también, en un mundo que hay que promover, no tanto por mí, como agraciado de un premio, sino que, con independencia absoluta de mi propia persona, creo que las humanidades, la comunicación y los mensajes, el arte, la educación de la sensibilidad –que tienen que ver con las humanidades– son algo no solo necesario, sino imprescindible para el desarrollo de una sociedad moderna y saludable que quiera pensar en su desarrollo, plenitud y progreso.
Tanto en el contenido de su discurso como durante las jornadas precedentes, ha hecho un explícito diagnóstico de las necesidades y desequilibrios existentes en la transmisión de conocimiento, supeditándolo decisivamente a la labor de los medios de comunicación. ¿Considera que se presenta un porvenir mucho más plausible del que se dibuja en la actualidad o, en cambio, debemos esperar un futuro desalentador?
Yo quiero creer que hay un futuro, una posibilidad de amplitud y un cultivo de eso que llamamos humanidades; pero eso depende no tanto de mis propios y nuestros deseos individuales o parciales, sino de la educación, de los programadores de la política educativa de un país, siendo esto importantísimo. Que los que tienen el poder de organizar la cultura se den cuenta del material tan delicado, sensible e importante que es ese cultivo de la cultura, valga la redundancia.
En este sentido, los que nos movemos en el mundo de la vida intelectual, por así decirlo, aunque no signifique nada para el poder (o confiemos en que signifique bastante), tenemos que estar insistiendo continuamente en la necesidad de que se den cuenta de la trascendencia de este cultivo. La riqueza de un país (como he apuntado otras veces) es su cultura, no solo la riqueza material y concreta.
Atendiendo a su predilección por el magisterio de los filósofos griegos, durante la Antigua Grecia el sentido primigenio de ‘felicidad’ (eudaimonía) –consecuencia de la posesión material– se transforma para emparentarse con un concepto de ser alejado del acaudalamiento personal. ¿Hemos retornado o, quizás, no haya cambiado esa primera acepción vinculada con el materialismo y el utilitarismo?
Precisamente porque estamos en una sociedad de consumo, donde hay tantos bienes consumibles, todo ello es un peligro para el ser. Nos parece que ser es tener y, en cambio, no basta con tener. Debemos pensar que hay bienes inmateriales –que no se pueden tomar con las manos, que carecen de materia– que son deseos e impulsos, que son renovaciones. En este sentido, el futuro tiene que ser el cultivo de esa esperanza, si no no merecería la pena. Una sociedad convertida en puro tener acaba consumiendo al consumidor.
Atendiendo a su docencia filosófica, esa concepción del ser debe partir (o así lo hace), ineludiblemente, del lenguaje –germen de la construcción del pensamiento–. En base a ello, en los nuevos modelos educativos se visibilizan numerosas carencias pedagógicas. La capacidad léxica y, por tanto, de comprensión de lo cotidiano, de lo real, se desequilibra. ¿Cuáles serían las coordenadas más adecuadas para remediar esta situación y alumbrar una nueva programación educativa?
La educación y el amor por el descubrimiento de la lectura. Hacer que desde la escuela los niños lean, pero lean textos literarios, sin ser preciso que estos sean textos muy importantes. Pero, insisto, que lean, aunque sean cuentos. Que el pensamiento fluya y no quede limitado a pequeños flashes de información (eso no es cultura en absoluto ni desarrollo de la vida intelectual).
Sin embargo, es curioso que tanto usted como sus contemporáneos y cuantos le han precedido se han ilustrado en férreas disciplinas educativas. Parece inimaginable, hoy en día, ver a un joven estudiando latín o griego clásico, incluso a los nueve o diez años.
Bueno, a lo mejor es una desgracia no verlo, porque yo lo he estudiado y, posteriormente, las lenguas clásicas más a fondo. Para mí, es un enriquecimiento fundamental en mi propia educación. No concibo que pudiera estar alejado de ese mundo clásico, que ha sido un sustento durante toda mi formación.
¿En qué momento surge en usted esa inquietud por la filosofía, antes de ser cursada en la universidad y trasladarse, posteriormente, a Alemania?
Me interesaba de una manera muy inconsciente. Quizás entender el lenguaje, las palabras que tienen que ver con la filosofía: verdad, mentira, engaño, odio, amor… Todo eso me llamaba la atención. Después, me fui encaminando por ese derrotero, en el que he sido muy feliz.
Inquietado por cómo transmitir todo ese conocimiento a los más jóvenes, ¿podría indicar alguna lectura recomendable, fundamentalmente de contenido filosófico?
Por ejemplo, leer diálogos de Platón, pero sobre todo leer literatura. Tal vez los diálogos exigen una mínima formación. Leer el Quijote, a Jovellanos o a Clarín.
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