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En torno a Emilio Sanz de Soto-Lyons
Con motivo del centenario de su nacimiento (Málaga, 6 de octubre de 1924-Madrid, 23 de noviembre de 2007)

“Soy un espectador privilegiado”
(Emilio Sanz de Soto)

Un servidor, en paralelo a los meandros de la formación académica y lacerado por incontenibles apetencias, ha ido edificando su mapa de conocimientos al calor de desnortados rumbos, en perenne búsqueda de fértiles sótanos de la heterodoxia en los que acomodar, sin dobleces, el inefable uniforme del diletantismo.

De este modo, las palabras del filósofo de la bohemia austríaca Fritz Mauthner se revelan acogedoras cuando, a modo de proemio de sus ‘Contribuciones a una crítica del lenguaje’ (1901), sentencia: “Yo no soy un profesional. […] El signo marcadísimo del diletantismo. Pues diletante es aquel que hace su trabajo por amor, por amor al trabajo, al trabajo, precisamente, que él hace”.

Y he aquí que tales aditamentos bien pudieran encajar comme un gant en la figura y deriva biográfica de Emilio Sanz de Soto-Lyons (Málaga, 6 de octubre de 1924-Madrid, 23 de noviembre de 2007), diseñador, crítico e historiador de cine –amén de insurrecto diletante tangerino– del que hoy celebramos el centenario de su nacimiento.

Bajo el título ‘Itinerario diletante en torno a Emilio Sanz de Soto’, una versión de este artículo fue incluida en ‘Emilio Sanz de Soto. Pervivir en las voces de los otros’, monográfico en papel de la revista Sures publicado en Tánger (Marruecos), en otoño de 2020.

Impelido por cierta cinefilia incipiente, hube de trastabillarme con tales apellidos en no escasas ocasiones a lo largo y ancho (más bien, escueto y angosto) de mis desordenadas pesquisas juveniles en torno al ateísmo dipsómano de Luis Buñuel o la filmografía metafórica de Carlos Saura (especialmente, en ‘Peppermint Frappé’ y ‘El jardín de las delicias’, por las que Sanz de Soto garbeó su concepción estética en calidad de director de arte).

Una caprichosa búsqueda que, ulteriormente, habría de recalar sobre Luise Rainer, cautivado por saber más acerca de esa actriz alemana que, con voz atiplada y quebradiza, entregaba en 1983, junto a Jack Boom-Boom Valenti, el Óscar a la mejor película extranjera a ‘Volver a empezar’, de José Luis Garci, y sobre la que Sanz de Soto habría de publicar una rareza monográfica titulada ‘Louis Rainer. Hollywood y la Guerra Civil’.

Sin embargo, debía ser un matamonjas el objeto-símbolo que habría de afianzar mi detenimiento en aquel acento idiosincrásico del Estrecho que, feraz y evanescente, exhalaba Sanz de Soto en el documental ‘Luis Buñuel, constructor de infiernos‘ (1986), de Domènec Font.

Una bestialidad ibérica

A modo de revelación sacrílega, descubrí, así, que junto a Carlos Saura sería el responsable de que Paco Rabal manipulara en ‘Viridiana’ una navaja-crucifijo instituida en popular “bestialidad ibérica”, si bien el propio cineasta calandino y su hijo, Juan Luis Buñuel, se hubieron atribuido el hallazgo en diversas entrevistas, a la par que Juan Antonio Bardem imputaba el puñal al torero Domingo Dominguín.

Un presente adquirido en un mercadillo de Chichón (Madrid) con el que ambos se personaron en el rodaje del filme, durante el invierno de 1961, y cuya inclusión en la epatante secuencia engendraría consigo, según refieren las crónicas, el cese de su fabricación en España, reconvertido, para la posteridad, en carpetovetónico exvoto de lance.

Luis Buñuel, Alberto Portera, Antonio Saura (con bastón) y Emilio Sanz de Soto, fotografiados por Carlos Saura en Chinchón, con motivo del rodaje de ‘Viridiana’, en 1961.

Y, nuevamente, en plenas conmemoraciones seculares del cineasta aragonés, eclosiona de entre mis lecturas la ahusada sombra de Emilio Sanz de Soto, proyectada sobre la publicación ‘En torno a Buñuel’, en el marco de la edición seriada ‘Cuadernos de la Academia’ de las Artes y las Ciencias Cinematográficas de España.

Una biografía que recoge una carta dirigida al turolense –con fecha del 23 de abril de 1982– en la que Sanz de Soto da febril cuenta de erratas e inexactitudes presentes en las memorias transcritas del director de ‘El discreto encanto de la burguesía’, recogidas en ‘Mi último suspiro’.

De entre los inmoralistas de Tánger
Emilio Sanz de Soto (abajo, a la izquierda), junto al artista y decorador Pepe Carleton, Truman Capote, Jane y Paul Bowles, en los jardines del extinto Hotel El Farhar de Tánger, en 1949.

De un modo inopinado, sería ‘El inmoralista’, de André Gide, la lectura capital que habría de reconducir mis pasos hacia un Magreb alejado de la ciudad argelina de Biskra y encaminado, por razones de venturosa cercanía, al puerto marroquí de Tánger.

Pronto irrumpirían los apellidos consabidos al otro lado de Bab el Fahs, con su morfinomanía literaria, cosmopolita y beat; y, de entre toda esa mirífica y sórdida caterva, cómo no, el ubicuo espectro anacrónico de Emilio Sanz de Soto, alojado entre bambalinas tras mis angostas predilecciones, amanecidas al calor de lecturas sobre Eduardito Haro Ibars y Luis Antonio de Villena y de diversas incursiones audiovisuales como propedéutica para cruzar Le Detroit.

Sanz de Soto emerge, entonces, provisto de una mesmerizante carta náutica, como figura ineludible en el documental ‘Mapas de agua y arena’, de Javier Martín-Domínguez, quien compulsa con su memoria el Tánger internacional adherido a los alveolos del recuerdo de Paul y Jane Bowles, tal vez como legatario definitivo para quienes, una y otra vez, encaminamos el trayecto pisando huellas por la ciudad contemporánea.

Una urbe percutida en cuesta, del petit socco a la Grand Place, por el periodista y escritor Javier Valenzuela, entre cuyas páginas de ‘Tangerina‘ se cuela el acervo fragante más tingitano posible.

“Recordé haber leído que Emilio Sanz de Soto, un diletante tangerino que fue amigo de mis padres, repetía que una combinación inigualable de sol y humedad hacía que en Tánger la dama de noche, la madreselva, el nardo, el jazmín y la rosa desprendieran sus mejores aromas. También podía decirse lo mismo de los malos efluvios”, rememora Sepúlveda, personaje protagonista de la primera entrega de su trilogía ‘Tánger Noir’.

Necrológica abstemia para un genio escondido

Condenado a la batida tardía, de inmediato, sin embargo, se difunden los obituarios, el genio escondido con rúbrica de Galán, el lamento por las perennes reticencias bartlebianas hacia la autobiografía y la angustiosa asfixia de rastrear unos pasos cuya alquimia se hubo desvanecido para siempre.

Vestigios últimos con los que redescubrir en el anecdotario sobre Emilio Sanz de Soto, “faro tangerino de la modernidad”, a un individuo dotado para la maestría, el savoir faire diurno y abstemio, la evocación prodigiosa y el apetito voraz de Pigmalión, respirando desde su escritorio varado en la capital el perfume último y festivo de las máscaras del diletante.