El cuerpo que me lleva, de Ernesto Neto
Museo Guggenheim Bilbao
Avenida Abandoibarra, 2. Bilbao
Hasta el 14 de mayo
Las formas que construye Ernesto Neto (Río de Janeiro, 1964) son blandas, goteantes, sinuosas, abombadas o estiradas, aparecen suspendidas de lo alto, o colgantes y envolventes, a veces también desparramadas por el suelo. Utiliza materiales ligeros, porosos y transparentes, como el nailon, la licra, la poliamida, hilos de colores trenzados en red o alfombras de espuma engarzadas en pequeños nudos. La luz penetra siempre y queda tamizada, sin sombras. Forma monstruos testiculares que caen de las alturas, o bosques íntimos de luz, horizontes de poliamida.
Algunas de estas instalaciones se dejan pisar, recorrer, oler, habitar, como si fuera el cuerpo de una amante hecho de ganchillo. Porque el artista quiere que se interactúe con su obra y que se haga con todos los sentidos, es decir, que el visitante tenga una experiencia puramente sensorial. Pretende que la experiencia múltiple esté garantizada: que la obra genere experiencias distintas en cada visitante, y al mismo tiempo, la de su propio cuerpo en el espacio. Por tanto, al artista no le interesa tanto el espectador como el participante, sobrepone la experiencia a la contemplación.
Pero la interacción tiene un peligro: cuando se toma la parte por el todo, el resultado es siempre negativo. Es decir, cuando la parte que se deja tocar, pisar, atravesar, ocupa todo el interés en perjuicio de la parte que reclama ser contemplada, la obra se resiente y pierde todo su sentido. También es justo decir que todo depende del tipo de público que interviene. Si este no tiene respeto por la obra de arte, esta se convierte en mero entretenimiento. Así por ejemplo, en las instalaciones que contaban con guitarras y tambores, se podía apreciar hasta qué punto se profanaba la obra artística con la invasión de un público que sólo buscaba ocuparla desde el lado exclusivamente lúdico, aporreando los instrumentos y desentendiéndose del resto, provocando que la sala se vaciara de todo interés artístico.
Es el riesgo que Neto corre. Su intención es que el cuerpo sea el protagonista destacado de esta exposición, que los sentidos sean el eje vertebrador estético absoluto, que sea la sensación, como función psíquica, la completa dominadora del espacio, como el propio artista dice: “Quiero que aquí se deje de pensar. Refugiarse en el arte. Creo que no pensar es bueno, es respirar directamente de la vida”.
Pero el dominio de lo sensorial, al quedar anclado en sí mismo y desentenderse de toda emoción y reflexión, amenaza con adulterarse y navegar a la deriva, convirtiéndose en superfluo y saturado de sí mismo. Encontramos así innecesaria y pretenciosa la colocación de guitarras, tambores, cascabeles, latas de cerveza, cocos o saquitos de especias aromáticas en el interior de los espacios, con la finalidad de remarcar la idea de cómo deben ser habitadas. No necesitamos que se nos diga cómo debemos habitar un espacio; resulta incluso irritante que se nos dirija para eso.
Por otra parte, ha sido desafortunada la colocación de piezas de arte conceptual que Neto ha rescatado de los años 90 y que visten las paredes de las salas junto a la obra más reciente. No conviven bien con ella, mejor dicho, no conviven en absoluto. Ninguna guarda relación con la obra principal, ni se asocia con ella de ningún modo, como si fueran estados de ánimo que un abismo de tiempo ha hecho irreconciliables. Esa corporalidad de la que hablábamos, la rotunda presencia de la sensación que impregna toda la muestra, para ser pura (como es intención del artista) no puede incluir ningún juicio, no puede ser conceptual. Tiene que ser a la fuerza irracional.
Sin embargo, es el propio instinto creador del artista el que se encarga de desmentir sus propias intenciones al hacerle ver que el cuerpo es trasunto de otro infinitamente más vasto y complejo, como es el propio cuerpo de la naturaleza. No sólo en su dimensión interna sino también externa, como paisaje, la relación con la naturaleza le lleva a la poesía y a lo desconocido. Así, ese sensacionalismo que amenazaba con anegarlo todo de pura irracionalidad, es ligado de nuevo a la dimensión total de la que forma parte, y recupera su integridad a través de la expresión artística y su conexión con la naturaleza.
Lo demuestran obras como El cuerpo que cae, Nave útero, La vida es un cuerpo del que formamos parte, o El tiempo lento del cuerpo que es piel, a la que el artista alude como “isla cuerpo” o “montaña animal”, una obra un poco dudosa desde el punto de vista estético, pero plena de sentido.
También la obra Dulce borde, un interrogante sobre la relación con lo que nos rodea, dónde termina lo real y empieza lo irreal, al estar ambas dimensiones implícitas la una en la otra. Cómo es la relación con nosotros mismos, con los otros, con las cosas que tenemos o hacemos, con los animales o con la naturaleza. En palabras del propio artista, “somos naturaleza. Todos lo somos. Es una idea capital porque solemos separar la naturaleza de nosotros mismos, la situamos fuera, cuando la naturaleza está en nuestro interior”.
Y es esta relación múltiple y a la vez unívoca, extrañamente poética y natural, la que nos hace descubrir un arte que siempre va más allá del propio artista y del que lo experimenta.
Iñaki Torres
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