Barbara Blasco

#MAKMALibros
Filias y fobias de la escritura
Con los escritores Isabel Barceló, Bárbara Blasco, Vicente Muñoz Puelles, Pilar Pedraza, Sebastián Roa

Se cuenta que Balzac tomaba más de 40 tazas de café al día para tener la cabeza despejada. Lo que no sabemos es si por la noche podía conciliar el sueño. Camilo José Cela escribía de pie ante un atril, la postura también preferida de Virginia Woolf. Truman Capote era más comodón y lo hacía en la cama, y Agatha Christie urdía sus tramas dándose un baño y comiendo manzanas.

Esta fruta también era indispensable para Schiller que ponía manzanas podridas en un cajón de su escritorio, pues decía que su olor le inspiraba. Alejandro Dumas y Víctor Hugo compartían manías indumentarias. El primero, una sotana roja y sandalias, y el segundo, un chal verde como única vestimenta.

Dickens solo podía escribir en silencio total y en presencia de una serie de fetiches: un jarrón con flores frescas, dos estatuas de bronce y un abrecartas. También Proust era enemigo acérrimo de los ruidos hasta tal punto que ordenó forrar de paneles de corcho sus estancias.

Cuando empezaron a hacer reformas en un piso de su finca, en el 102 del boulevar Haussmann, emprendió una correspondencia para expresar su malestar a los propietarios -el dentista americano Charles Williams y su esposa Marie-, con los que acabó entablando amistad. Veintiuna cartas en total publicadas en España por la editorial Elba con el título, ‘Cartas a su vecina’.

Portada de ‘Los cuatro jinetes del Apocalipsis’, de Vicente Blasco Ibáñez, en Alianza Editorial.

Blasco Ibáñez, en cambio poseía una capacidad de concentración envidiable. Culminó en un tiempo récord su novela más célebre, ‘Los cuatro jinetes del Apocalipsis’, en una buhardilla parisina rodeado de estudiantes de piano que practicaban sus escalas.

¿Son los escritores más propensos que otros artistas a cultivar manías, filias y fobias? Obviamente no, pero el hecho de ser escritores ha propiciado que sus tics llegaran hasta nosotros. En todo caso el acto de la creación, sea cual sea, exige una atmósfera adecuada en sintonía con la mentalidad del creador. Volviendo al presente, reunimos a un puñado de escritores de aquí y ahora que nos invitan a adentrarnos en su intimidad. Y lo primero que les preguntamos es cómo sobrellevan las obras vecinales y agresiones acústicas en general.

“Frente a los ruidos que no puedo evitar, he aprendido a meditar para recogerme en mí misma y enseguida me concentro como un monje zen y sigo con lo mío”, dice Pilar Pedraza, que está terminando un ensayo sobre la serie de vampiros ‘Lo que hacemos en las sombras’, de Jemaine Clement y Taika Waititi que saldrá enero. También por estas fechas se publicará en Valdemar la segunda edición, aumentada y puesta al día, de ‘Brujas, sapos y aquelarres’. Pedraza escribe y lee siempre en silencio. “La música la ponen los textos y no quiero perder su coloración ni su ritmo”.

Sebastián Roa, autor de la novela ‘Sin alma’. Imagen cortesía del autor.

Sebastián Roa, que acaba de publicar ‘Sin alma’, novela histórica inspirada en la figura de Simón de Montfort aladil de la Cruzada Albingense, no se muestra tan paciente con los ruidos.

“Pocas cosas me molestan más que las obras en el vecindario. Los vecinos con perros ladradores, por ejemplo, y de esos tengo un par. Aunque lo peor es mi vecina que enchufa trap y reguetón a cualquier hora. Cada vez que suelta un gorgorito ininteligible, me saca de lo que estoy escribiendo y se me afilan los colmillos. Tal vez la convierta en un personaje de mi próxima obra, y si es así no le arriendo la ganancia. No sería la primera vez que me cobro venganza sangrienta de alguien en una novela”.

Como antídoto a los decibelios ajenos Roa emite los suyos propios. “La música, hasta la más cañera, actúa como una burbuja protectora que amortigua o elimina los demás estímulos. Incluso cuando estudiaba, lo hacía con música. Dispongo de listas diseñadas ad hoc, algunas de ellas con temas muy épicos, o con tono medieval, o reminiscencias de la antigua Grecia. Las bandas sonoras de videojuegos son muy versátiles. Aunque generalmente escucho rock, y no precisamente suave”.

Vicente Muñoz Puelles trabaja actualmente en un par de proyectos, una vida novelada de Andersen y la continuación de su novela ‘Las desventuras de un escritor en provincias’, que lleva el título provisional de ‘Más desventuras’, y lo hace soportando las obras de un vecino.

“Procuro no pensar en ello, confío en que termine pronto o cambio provisionalmente de tarea. Menos simpatía me inspiran las verbenas veraniegas y los mortificantes ruidos de las fallas, que me parecen una provocación”.

Escritores
Vicente Muñoz Puelles, autor de ‘Las desventuras de un escritor de provincias’. Imagen cortesía del autor.

Muñoz Puelles escribe siempre en silencio. “La música me distrae demasiado, y prefiero escucharla cuando estoy ocioso. Otra cosa es que, de vez en cuando, sobre todo cuando la escritura avanza con fluidez, uno se sorprende a sí mismo entonando una canción alegre o una melodía pegadiza. De joven escuchaba una y otra vez ‘Pompa y circunstancia’, de Elgar. No me ayudaba a concentrarme, pero me daba ánimos”.

El acto de la escritura se asocia al consumo de bebidas estimulantes, alcohol y todo tipo de drogas. Hemingway encabeza la lista de borrachines ilustres junto a Faulkner, Scott Fitzgerald, Truman Capote y otros muchos. Los narradores de hoy son más sobrios.

Isabel Barceló, que disfruta del éxito de su última novela histórica en la que reivindica la figura de Lucrecia Borgia, confiesa que su mayor vicio es la Coca-Cola Zero. “Cuando estoy muy estresada o me cuesta sacar adelante una idea, voy a la cocina y arramblo con lo que encuentre, preferentemente algo con chocolate”.

Pilar Pedraza solo bebe agua fresca de una jarra en un vaso de cristal tallado y Bárbara Blasco, que acaba de inaugurar con su pareja Kike Parra y un grupo de colegas la Escuela de escritura Selecta en el barrio de Russafa, no toma nada. “En ocasiones un té o un café con leche. El alcohol nunca me resultó inspirador. No es el tipo de enajenación que me resulte productivo literariamente hablando”.

Muñoz Puelles se atiborraba de pistachos mientras escribía, pero ahora solo toma té aguado en cantidades industriales, lo que le obliga a visitar el baño con frecuencia. “He observado que la distensión de la vejiga facilita enormemente la creación, y que conviene estar atento para captar el instante propicio”.

José Carlos Somoza dice que es incapaz de escribir si no tiene a mano una goma de borrar Milan. Pequeños objetos como este cumplen una función importante en el entorno del artista a modo de fetiches y amuletos. “Tengo el escritorio y la pared plagaditos de colgantes, escudos, llaveros, fotos y otras cosillas frikis”, cuenta Sebastián Roa.

“Sobre mí flota un X-Wing artesanal a escala 1:25, hay playmobils varios en las estanterías, y a mi espalda cuelgan dos pósteres: uno de la peli ‘Malditos Bastardos’ y otro de la serie ‘Supergirl’. Mi habitación es una especie de Tardis, pero trabajo siempre allí porque me viene bien tener al alcance mis esquemas, mapas y apuntes. Cuando uno se dispone a escribir una novela histórica, parece que se va a la guerra”.

Vicente Muñoz Puelles tiene ante el ordenador la réplica de un idolillo azteca de esteatita, con la cabeza y las alas de un águila. “Siento que me hace compañía y a veces lo busco con la mirada, pero sé que es como un juego y que no dependo realmente de él. También me gusta tener a la vista alguna imagen alusiva a lo que estoy escribiendo, un mapa o la foto de una persona o de un paisaje significativo. Últimamente me ha dado por tener al alcance un plato con una o dos manzanas, a ser posible rojas”.

“Espero -continúa- que no me ocurra como a Schiller, que guardaba manzanas podridas en un cajón de su escritorio, y a veces lo abría y aspiraba el aroma, que para él actuaba como un estimulante. Flaubert se exaltaba con la visión esporádica de los chapines que su amante había llevado en su primera noche de amor.  Puedo escribir en cualquier parte, pero hacerlo al aire libre y al sol resulta poco productivo. La naturaleza invita al goce físico, actividades difíciles de simultanear con el placer de escribir”.

Pilar Pedraza. Imagen cortesía del autor.

En el escritorio de Pilar Pedraza siempre hay un topacio místico que le ayuda cuando alguna palabra se le escapa. “Para escribir disfrutando necesito mi escritorio, con el ambiente de mi barrio. También me ha gustado siempre trabajar en bibliotecas antiguas, por su silencio y su olor”.

El síndrome de la página en blanco es uno de los escollos que deben superar los escritores en su rutina. Aunque hay excepciones. “No creo demasiado en la página en blanco”, afirma Bárbara Blasco. “Si no hay un tema que me ronda en la cabeza, que me obsesiona, no existe el imperativo de sentarme a escribir, de enfrentarme a la página en blanco. Y si existe, pues ya no está en blanco”.

Puede estar semanas, incluso meses sin darle a la tecla, aunque por su trabajo siempre escribe algún texto, no necesariamente literario. “No distingo entre pensar en una novela y escribirla, entre hablarme hacia dentro y dictar mi pensamiento a las teclas”.

A Sebastián Roa tampoco le afecta. “No confío mi trabajo a la inspiración ni me lanzo a la piscina. Planifico mucho, mi sistema se parece bastante a diseñar un guion cinematográfico, construyendo la trama de menos a más, y eso elimina el riesgo de bloqueo”.

La escritora Isabel Barceló. Imagen cortesía del autor.

El truco que usa Isabel Barceló es “empezar a escribir, aunque sean tontadas. Hasta en la mayor estupidez puedes encontrar un hilo del que tirar”. Antes, podía hacer sentadas de hasta ocho horas con un descanso, pero actualmente no supera las cinco. Leer un párrafo o una página de Valle Inclán o de Colette en francés suelen sacar del apagón a Pilar Pedraza que escribió ‘Pánicas’ (El Trasbordador) en solo un par de semanas. “No es lo habitual. Normalmente doy a los textos el tiempo que necesitan, que en cada caso es diferente”.

Muñoz Puelles aplica la receta de García Márquez, “que nunca dejaba la tarea diaria hasta que sabía cómo iba a continuar al día siguiente. Eso evita dudas y divagaciones. De joven pasaba noches enteras escribiendo, pero ya no. Eso sí, duermo poco y aprovecho los momentos de vigilia para escribir. No cuento las horas”.

Ya conocemos algunas de las intimidades de los narradores en su tinta pero sigue pendiente la pregunta clave: ¿Qué les motiva a seguir escribiendo?  Pero eso es otra historia.

Bárbara Blasco. Foto: Kike Parra.