Francisco Brines (Oliva, 1932)
Premio Cervantes 2020
Francisco Brines (Oliva, 1932) gana el Premio Cervantes 2020, considerado el Nobel de las letras hispánicas, por lo que el jurado ha considerado una obra poética, “que va de lo carnal y lo puramente humano a lo metafísico, lo espiritual, hacia una aspiración de belleza e inmortalidad”
En una casa “blanca y grande”, situada en un lugar celeste “de purísimo azul”, y rodeada de la “perenne juventud de los naranjos” vive Francisco Brines. Está en Elca, término del campo de Oliva, donde nació en 1932. Allí, entre jazmines, pinos y naranjos, y quien sabe si oteando desde los “abiertos balcones” de su casa los huertos que van a dar a la mar, “porque todo va al mar”, transcurren sus días. Y sus noches. Porque al reciente Premio Cervantes 2020, le atrae sobre todo la noche. “Llámele pasado el mediodía, porque él es muy noctámbulo”, aconsejan quienes le conocen.
“En la noche hay más recogimiento, más silencio”, nos dirá en una entrevista realizada años antes de que le llegara el considerado premio Nobel de las letras hispanas, dotado con 125.000 euros, por su “obra poética, que va de lo carnal y lo puramente humano a lo metafísico, lo espiritual, hacia una aspiración de belleza e inmortalidad”, según el jurado que le ha otorgado tan alto galardón.
Fruto de ese recogimiento, y de ese silencio, ha ido forjando una de las obras poéticas más sobresalientes de la segunda mitad del siglo pasado. Encuadrado en lo que algunos han dado en llamar ‘Grupo de los años 50’ (Valente, Claudio Rodríguez, Gil de Biedma, Ángel González, José Agustín Goytisolo o Caballero Bonald), Brines sigue “ensayando una despedida” con su obra poética, la cual arrancó en 1959 con ‘Las brasas’. Arranque fulgurante que le valió el Premio Adonais.
A ese premio le siguieron otros: el Premio Nacional de la Crítica, y el de las Letras Valencianas, ambos en 1967; el Nacional de Literatura en el 87, o el Nacional de las Letras Españolas en el 99. Premios todos ellos justos, para un poeta que siempre ha dicho hallarse más cómodo en la intimidad de su poesía. “Sí, soy un poeta de la intimidad; trato de revelar la realidad exterior y la opacidad que hay en uno”, subrayó en aquella entrevista. Quien quiera conocerle que no hurgue, por tanto, en su vida privada, sino en el desvelamiento que de esa intimidad hace en su poesía.
La casa de Elca en la que vive es la cáscara en cuyo núcleo interior germina ese recogimiento, esas palabras íntimas que dan forma a su poesía reveladora. Porque Brines se recoge precisamente para eso: para ir desvelando progresivamente lo que se esconde en la oscuridad del fondo humano. “La poesía es un medio de desvelamiento de la realidad oculta”, explicó entonces.
Y es que Francisco Brines, al igual que su poesía (‘Las brasas’, ‘Palabras a la oscuridad’, ‘El otoño de las rosas’, o ‘La última costa’), habita el lenguaje como un espacio de tensiones. No hay calma que valga. Como sucede con la práctica del tiro con arco, la concentración en las palabras, que son flechas, tiene su continuación en la progresiva tensión del arco que le dará su impulso. Concepción dramática, por cuanto el dominio creador de la flecha, de las palabras, pasa por cierto abandono corporal de cuya pequeña muerte se hace cargo el arco. “La palabra poética es eso: contradicción, lucha; la contradicción de quien pretende saber desde el desconocimiento”.
La poesía de Francisco Brines se nutre de ese transcurso amargo del tiempo que pasa sin detenerse, mirando de largo, como por encima del hombro. Del tiempo y del amor igualmente esquivo y contradictorio, “porque el amor es positivo cuando nace, pero en el desamor hay sufrimiento”, dijo en aquel momento, predecesor ilustre del que ahora vive con el redoble de tambores que supone este Premio Cervantes. Al igual que en la infancia, otra de sus constantes. “En la infancia hay una mirada de descubrimiento del misterio, del enigma; una mirada inocente”.
Tiempo, amor e infancia dándose tristemente la mano, empeñada en abrazar instantes que se esfuman. “Hermosa fue la vida cuando el cuerpo era joven, y el deseo la costumbre inicial de cada hora”, narra en un poema temprano de ‘Las brasas’.
Se hace difícil tocar el hueso de la vida en una sociedad basada en los espejismos carnales de la imagen. Brines lo hace y nos invita a sentir con él la dramática verdad que nos constituye. “Tú me comprendes con dificultad, pero sabes también que es suficiente mi dolor, y por eso me lees”, cuenta durante una “tarde de verano en Elca”, perteneciente a su ‘Palabras a la oscuridad’ (1966).
El dolor inherente a la experiencia del tiempo que se nos va, le lleva a Brines a descubrir el engaño que es la vida. Engaño de corte existencialista, pletórico en su amanecer y desolador a medida que el crepúsculo avanza por dentro. “Engaño en el sentido de que pensamos que éramos eternos, y de pronto descubrimos lo efímero que es todo”, dijo entonces el ahora encumbrado poeta, con su voz cada más débil, pero de enérgica mirada. “La vida es un misterioso regalo”, concluyó en aquella entrevista que hoy merece ser rescatada.
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