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Francisco Sebastián (1920-2013)
Donación de ocho obras realizadas por sus hijos Francisco, Manuel y Mercedes Sebastián
Museo de Bellas Artes
San Pío V, València
Jueves 13 de junio de 2024
La memoria y el recuerdo son dos palabras muy próximas entre sí, pero que apuntan a dos formas de aprehender la realidad. La memoria diríase que es el baúl donde se almacenan las experiencias vividas, mientras que el recuerdo vendría a ser como la chispa que activa algunas de esas experiencias en detrimento de otras. Y el recuerdo, caprichoso, va prendiendo de forma volátil algunas de esas zonas oscuras de tanta memoria acumulada.
A ello se refirieron, de manera colateral, tanto Pablo González Tornel, director del Museo de Bellas Artes de València, como Francisco Sebastián Nicolau, en representación de su familia, con motivo de la donación a la pinacoteca valenciana de ocho piezas del pintor Francisco Sebastián (1920-2013).
Así, González Tornel aludió a la institución que representa, y cuya colección de arte se ve ampliada con tan “generosa donación”, como “gran repositorio de la memoria artística de este territorio”. “Trabajamos para el museo del futuro”, añadió, dirigiéndose a la sociedad valenciana para que valore lo que significa la “custodia de tamaño patrimonio artístico”.
“El futuro estudioso del arte tendrá a su disposición una amplia gama de posibilidades”, refiriéndose Francisco Sebastián Nicolau a la obra de su padre, de la que han donado una serie de paisajes “muy diferentes entre sí”. “Son obras de un altísimo nivel artístico que no están en mejor lugar que en este museo”, agregó el también artista plástico, quien, junto a sus hermanos Manuel y Mercedes, asistió a la inauguración de la muestra que, hasta finales del verano y con los cuadros donados, acoge el Museo de Bellas Artes de València.
Las ocho obras de Francisco Sebastián, continuando por la senda de la memoria apuntada y el recuerdo emergido, representan diferentes momentos de su dilatada trayectoria. Momentos, todos ellos, atravesados por una constante: “Se interesó por el cromatismo y el color, pero de una forma más sensible que visceral”, subrayó el hijo que representaba a la familia en tan emotivo acto.
Sensibilidad, de nuevo, asociada al recuerdo, en tanto fogonazo de un instante que se pretende atrapar y que, como el mercurio entre los dedos evocado por Francisco Sebastián Nicolau en su libro sobre las piedras calaverinas, se esfuma al poco de haberlo concebido en la memoria. Al escritor Gustave Flaubert le gustaba hablar de ello en los siguientes términos: “Los recuerdos no pueblan nuestra soledad, antes, al contrario, la hacen más profunda”.
Ese abismo entre la memoria como depósito y el recuerdo como espoleta retardada que explosiona la mente, aparece de una forma muy sutil en la obra de Francisco Sebastián, quien fue mostrando en sus paisajes la figuración que, poco a poco, se iba diluyendo para que adquiriera, paradójicamente, solidez el recuerdo; un recuerdo, por ello, mineral.
“Hay una preocupación por el cromatismo, pero alejándose de la figuración”, señaló Francisco Sebastián Nicolau, quien acto seguido matizó: “Siempre hay un sustrato de figuración, pero yendo hacia la abstracción”.
Esa dialéctica entre lo reconocible que linda con lo incognoscible y el inquietante fondo a cuyo través parecen irse abriendo paso formas a las que agarrarse, convierte los paisajes de Sebastián en singulares, como lo fueron los de Joaquín Michavila, Francisco Lozano o Genaro Lahuerta, citados por el hijo del pintor homenajeado, alejándose todos ellos de la luz de Sorolla.
El poeta José de Espronceda concitó en un poema la extrañeza del recuerdo que, como ave fénix, resurge de las cenizas de la memoria: “¿Por qué volvéis a la memoria mía, tristes recuerdos del placer perdido?” El trabajo de Francisco Sebastián (“mi padre no dejó de pintar nunca, aunque no tuviera tiempo para elaborar un pensamiento acerca de lo que estaba pintando”) más que placeres perdidos rememora el placer mismo de la creación, sin duda asociada al mar de dudas por el que navegaba sin aspavientos.
Sus obras poseen el aliento de la nostalgia que, lejos de abatir el recuerdo, lo espolea. Los paisajes recogidos en la exposición del Museo de Bellas Artes, como rúbrica de tan generosa donación, juegan con esa dialéctica de lo figurativo a punto de evaporarse y de la abstracción que se resiste a perderse por entre las brumas de la memoria.
Por eso fue tan atinada la frase de Francisco Sebastián Nicolau refiriéndose a esa pugna entre contrarios: “Tiene una base figurativa para evitar el vértigo”. También podría formularse en la dirección contraria: poseído por el vértigo, el pintor va tejiendo una trama formal en la que a duras penas sujetarse.
Hay, entre tanto paisaje, un autorretrato de 1944 como parte del conjunto donado. “Es una obra que encaja con el discurso del museo, muy interesado con la figuración de la posguerra”, apuntó González Tornel, quien antes había destacado el paisaje “volcánico, casi lunar”, de Lanzarote. “Mi padre buscaba el mínimo para expresar lo máximo”, concluyó Francisco Sebastián Nicolau.
Y es así, de lo mínimo a lo máximo como se van sucediendo los paisajes de Francisco Sebastián donados al Museo de Bellas Artes, incluido ese autorretrato cuyo primer término se ve maximizado por la luz, mientras el perfil contrario va minimizándose por un fondo más sombrío. Figuración y abstracción; realismo y verdad poética; acumulación de experiencias y chispazos del recuerdo: una pintura que huyendo del sorollismo no deja de iluminarnos con sus claroscuros por dentro.
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