#MAKMAArte
Eduardo Arroyo
Comisariado: Marisa Oropesa
Fundación Bancaja
Plaza Tetuán 23, València
Del 23 de febrero al 23 de junio de 2024
Porque “conoce como nadie el alma humana”, según la comisaria Marisa Oropesa, Eduardo Arroyo posee una obra toda ella caracterizada por cierto “punto ácido, misterioso, filosófico”, de nuevo en palabras de Oropesa. “En realidad, la pintura es un proceso autobiográfico. Estás pintando constantemente tu vida. Es el resultado de tu evolución”, ahora citando al propio Arroyo.
De manera que Eduardo Arroyo, a quien Fundación Bancaja dedica la primera exposición a nivel estatal después de su fallecimiento en 2018, a modo de retrospectiva de sus más de 50 años de trabajo, podríamos decir que se comporta como ‘El buque fantasma’ que pintó poco antes de morir: navegando al albur de las diferentes corrientes que han ido fluyendo por su interior.
Rafael Alcón, presidente de la Fundación Bancaja, utilizó una cita del escritor Oscar Wilde para referirse a la creatividad de Arroyo: “Revelar el arte y ocultar al artista es la finalidad del arte”. La frase, que sirve de prefacio de la novela ‘El retrato de Dorian Gray’, va más allá: “Ningún artista desea probar nada…Podemos perdonar a un hombre por hacer algo útil siempre que no lo admire. La única excusa para hacer algo inútil es que uno lo admire intensamente. Todo arte es completamente inútil”.
El alma humana, que tan bien conocía Arroyo y que tan bien supo reflejar en su obra, posee esa doblez de la necesidad corporal sobre la que se asienta, al tiempo que se proyecta por encima de la más estricta biología impulsada por la melancolía de quien se sabe un ser finito y, aun así, explora la infinitud mediante un duro combate creativo.
“Como el boxeador-pintor, le da la espalda al mundo contemplando, fascinado, ese espacio en blanco, el ring, la tela que le invita a saltar al vacío. Sabe que terminará por saltar, siempre lo ha sabido. ¿Cuándo será el último combate? ¿Cuándo el último cuadro?”, apunta el artista en una de sus reflexiones recogidas en la exposición.
Más de 80 piezas dan fe de ese combate, ya sea utilizando la pintura, la escultura, el dibujo o el collage. Combate que, si bien al principio, guardaba relación con la España de la que huyó -la dictadura franquista-, luego se fue transformando en una lucha más propia de quien percibe el malestar que supone vivir en la cultura, constatando las dificultades para contener la violencia que nos habita.
“Soy un pintor muy particularizado, fuera de las grandes batallas colectivas, con una mirada muy introspectiva, cada vez más, cada vez menos batalladora, en el sentido de las batallas por las tendencias, menos batalladora desde el punto de vista ideológico, mucho más íntimo”, subraya Arroyo en otro de sus pensamientos que jalonan el conjunto expositivo.
Por eso, como apuntó Alcón, lleva en un primer momento a su obra “la denuncia de la dictadura franquista”, para después, sabedor de que la ideología constriñe la obra artística convirtiéndola en simple portadora de una evidencia palmaria, transformar esa batalla política en otra más densa y fructífera relacionada con su propia intimidad, “más sutil e irónica de sí mismo”, precisó el presidente de la Fundación.
“Hablar de su pintura es hablar de libertad”, destacó Oropesa. Una libertad que, aunque por muchos proclamada, en su caso ha resultado la lógica consecuencia de su carácter verdaderamente artístico: “Me preocupa la cultura y el entorno…mi patria es la pintura”. Y en esa patria, libre de las etiquetas que adscribían su pintura al Pop Art o la neo figuración, Arroyo -amante del cine negro- ha ido configurando un universo plástico poblado de seres tan zaheridos por la existencia como exultantemente vigorosos por la inyección del color.
Ya lo dijo el filósofo Ludwig Wittgenstein, “los colores incitan a filosofar”. Y, en el caso de Eduardo Arroyo, esa máxima adquiere todo su valor. Sus colores parecen querer sacarle los colores a la vida; que ésta se sonroje revelando el fondo tribal que contiene. Por eso no es de extrañar que, en su momento, el poeta Francisco Brines dijera de sus trabajos en torno al boxeo y los toros que eran “espectáculos violentos maravillosamente ordenados”.
Y es que, si el arte ha de ser el catalizador de la verdad, por aquello de ser capaz de quebrar la apariencia de la realidad -su aspecto amable e imaginario- con el fin de que emerja lo oculto, no cabe duda de que en la obra de Arroyo existe un combate a muerte por llegar al núcleo mismo de esa verdad. Lo hace con gran destreza técnica y una sutil ironía, sin la cual, probablemente, la lucha sería demasiado descarnada.
Pongamos como ejemplo, ‘El camarote de los hermanos marxistas’, obra junto a la cual se llevó a cabo la rueda de prensa de presentación de la muestra. En ella, la alusión al delirante camarote de los Hermanos Marx de la comedia ‘Una noche en la ópera’ se transforma en tragicomedia. Más que rostros alegremente entrelazados en el estrecho margen de tan caótico camarote, vemos caras desdibujadas, como si estuvieran en un panteón de almas perdidas.
De nuevo, Arroyo juega con el título de la obra para congelarnos la risa, de manera que el surrealismo de los Hermanos Marx se transforma en grotesco realismo marxista, fruto de la triste deriva ideológica que adquirió aquel movimiento emancipatorio de la clase trabajadora en forma de dictadura del proletariado.
“Respecto a los títulos, es algo en lo que pienso desde que empiezo un cuadro, hay veces que incluso empiezo un cuadro por el título, que siempre tiene que ver con la pequeña historia, el relato que hay en él”, afirma el artista en otro de los pensamientos salpicados a lo largo de la exposición.
La palabra vértigo, asociado a la melancolía de quien siente la existencia como un lugar inhóspito que conviene afrontar mediante una compulsiva creatividad, también apareció en diferentes momentos de la presentación. “Era un devorador de libros, una persona muy reflexiva, con ese vértigo de los boxeadores ante el ring, como del artista ante el lienzo en blanco”, señaló Oropesa, añadiendo después: “El vértigo Arroyo lo suplía con su maravillosa cabeza”.
Una cabeza que no paró de producir una obra entre desencantada y vigorosa, fruto de la mirada de “alguien que sufría con la humanidad” (Oropesa), pero que, al mismo tiempo, decantaba en su trabajo el goce de saberse poseído por esa misma humanidad una vez alcanzada la superficie tras duras inmersiones creativas.
Y como la España de la que huyó en su día -finales de los 50- camino de París, “es el paraíso de las moscas”, según su propia expresión, Arroyo no ha dejado, “como las vanitas con calavera, otra figura que también está en la médula española”, de incorporarlas en su trabajo. “Ambos objetos los sigo utilizando porque siempre me ha atraído todo lo que envuelven”, subraya.
Y lo que envuelven esas moscas y esas vanitas tiene, de nuevo, mucho que ver con ese carácter tragicómico de su vasta producción. “Tenemos la melancolía en nuestro ADN”, apuntó la comisaria, después de advertir que ‘El buque fantasma’ que vino a cerrar su ciclo creativo tenía mucho que ver con “el final de la vida” y “el barroco”. Eduardo Arroyo, cogiendo ese toro por los cuernos, no dejó de librar su particular combate contra la finitud mediante un trabajo que fuerza las costuras de la realidad para que afloren sus fantasmas.
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