La chica de la fábrica de cerillas, de Aki Kaurismäki
Con motivo de la exposición ‘La vendedora de fósforos’, de Marta Beltrán, ganadora del III Premio de Dibujo DKV-MAKMA
Proyección de la película y posterior charla coloquio con José Ramón Alarcón, Marta Beltrán, Begoña Siles y Salva Torres
Aula Magna del MuVIM
C / Quevedo, 10. Valencia
Viernes 15 de diciembre de 2017, a las 19.00h
La película ‘La chica de la fábrica de fósforos’, de Aki Kaurismäki (1990), es el principal relato inspirador del trabajo artístico titulado ‘La vendedora de fósforos’ de la autora Marta Beltrán, ganadora de la III edición del premio de dibujo DKV-Makma.
‘La chica de la fábrica de fósforos’, ‘Sombras en el paraíso’ (1986) y Ariel (1988) componen la trilogía del proletariado. Una trilogía que junto a otras obras dirigidas por este director en las décadas de los 80 y 90, como ‘Hamlet va de negocios’ (1987) ‘Contraté un asesino a sueldo’ (1990) o ‘Juha’ (1998), han sido referencia para la creación de la obra de Marta Beltrán.
El universo cinematográfico de Aki Kaurismäki está atravesado por “el sol negro de la melancolía” del poema ‘El desdichado’, del poeta Gérard de Nerval.
Una melancolía que, como señala Julia Kristeva en “Sol negro. Depresión y melancolía”, habla “de un abismo de tristeza, de un dolor incomunicable que nos absorbe a veces, y a menudo duramente, hasta hacernos perder el gusto por cualquier palabra, cualquier acto, inclusive, el gusto por la vida”. Y ese afecto melancólico no sólo parece consumir a los personajes de las historias de Kaurismäki, hasta hacerles perder ese sentido de la vida, sino que su bilis negra se extiende como una densa pátina por todos los elementos que configuran su estética cinematográfica.
Una estética abrumada por la acedía, por la herrumbre, por el hastío, por la desolación que enfatiza la vida cargada de penas solitarias, de tragos amargos, de autómatas rutinas, de silencios vacíos y de palabras incoloras de los protagonistas.
El relato de ‘La chica de la fábrica de fósforos’ está atravesado por ese sentir melancólico. Iris, la protagonista, la chica de la fábrica de fósforos, arrastra la vida con esa aflicción melancólica. Una tristeza desencantada que marca el ritmo automático y mecánico de su hacer diario, sus inertes silencios y sus desidiosas palabras.
Una melancolía que sólo se evapora con la lectura de las novelas románticas de Sergeanne Golon y Sara Orwing. Y, probablemente, al igual que Emma, la protagonista de ‘Madame Bovary’, de Gustave Flaubert, encuentra en esas novelas la felicidad anhelada. Una felicidad sujetada a palabras como amor, pasión…. Una dicha ansiada que espera hallar abrazada a un hombre, al compás de la música. Pero a Iris, como a Madame Bovary, el hombre, ilusión de su felicidad y al cual entrega todo su amor, la repudia: una primera vez con palabras vejatorias, durante una supuesta cena romántica en un restaurante (“si te crees que hay algo entre nosotros estás equivocada. Nada me emociona tan poco como tu afecto”), y una segunda, entregándole un cheque con dinero para que se deshaga del hijo que esperan.
Palabras y acciones humillantes que hieren el corazón de Iris al sentirse ultrajada en su orgullo y decepcionada en sus esperanzas amorosas. Una decepción que proviene, como muy bien enuncia la letra del tercer y último tango del film, de las vanas fantasías en que se han convertido todos sus maravillosos sueños. Maravillosos sueños diurnos de amor romántico que la evadían y, a la vez, velaban la fría, gélida y cruel realidad.
Así, Iris, abatida por su fracaso sentimental, parece destinada a abismarse en el odio y la venganza. Sentimientos que recorren y corroen también a Madame Bovary: “Al malestar pos su fracaso se unía la indignación en su pudor. Le parecía que la providencia se encarnizaba en sus acosos contra ella y, fortificando su orgullo, nunca en su vida se había tenido en tanto, ni había sentido tanto desprecio por los demás. Un sentimiento como belicoso la transfiguraba. Le hubiera gustado liarse a puñetazos con los hombres, escupirles a la cara, machacarlos. Y según continuaba andando a toda prisa, pálida, temblando, rabiosa, escudriñando el horizonte vacío a través de las lágrimas que llenaban sus ojos, era como si se deleitara en aquel odio que le estaba sofocando”.
Ambas heroínas, Iris y Madame Bovary, tras sus humillantes y dolorosas experiencias amorosas se ven ahogadas en el odio. Un odio que ni la hija de Madame Bovary, Berthe, ni el futuro hijo de Iris, pueden acallar.
Un odio melancólico que aplasta todo sentido, toda fe, tal y como el tango del film de Kaurismäski canta y el encuadre en primer plano muestra: “La flor frágil del amor se ha marchitado y el hielo ha aniquilado mi fe”.
Derrotadas por la desesperanza, ambos personajes se abocan hacia la pulsión de muerte: suicidio -autodestrucción- y venganza -la destrucción de los otros-. Madame Bovary se envenena con arsénico; Iris envenena a los otros con matarratas.
Dos respuestas diferentes ante la desesperanza: el personaje de Flaubert se siente culpable y arrepentida, aunque ya es tarde para la dicha, de ahí su autodestrucción. “Que no se culpe a nadie…Ella pensaba que por fin iba a poner punto final a todas las traiciones, las vilezas y las apetencias sin cuento que habían labrado su perdición”.
El personaje de Kaurismäki no siente arrepentimiento ni culpabilidad: los otros son los culpables. Y será, otra vez, la letra del tango del relato fílmico quien cante el sentir de la heroína: «¿Cómo has podido convertir todos mis maravillosos sueños en vanas fantasías?»
Begoña Siles
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