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50 aniversario de la muerte de Jane Bowles (1917-1973)
‘Mapas de agua y arena: las vidas de Jane y Paul Bowles’
Entrevista con su director, Javier Martín-Domínguez
Casi al final de ‘Mapas de agua y arena: las vidas de Jane y Paul Bowles’, el documental rodado en los noventa por Javier Martín-Domínguez, la cámara se acompasa a los pasos de un hombre vestido con hábito religioso por las callejuelas del cementerio de San Miguel, en Málaga. La luz, producto de la naturaleza andaluza y de un uso inspirado de la fotografía, tiene algo del resplandor arenoso del desierto. Allí, en un montículo de tierra apenas intervenido con un modesto arreglo floral y un número, el 453, se escondía lo que hoy es un sobrio y reverencial rectángulo de mármol: la tumba de Jane Bowles.
El espacio, que ha pasado de ser abandonado a experimentar una vigorosa y sensata recuperación con fines culturales, se hace eco en su memoria de esa arbitraria comunidad que forman en silencio los cuerpos tras el escándalo de la muerte y que une a la burguesía local con destinos tan caprichosos como el de Alvin Karpis, el enemigo número uno de Estados Unidos y del FBI, sepultado, previo ajuste de cuentas, en el mismo camposanto.
Para todos sus habitantes, San Miguel simboliza el final, aunque en este caso es también el punto de reinicio de una historia, la perseguida en el filme, que no deja de deparar nuevas líneas, y que recientemente ha vivido un capítulo extra con la conmemoración del cincuenta aniversario del fallecimiento de la escritora y el homenaje a la película.
Precisamente, en Málaga y de la mano de su director, periodista y documentalista versátil y de amplia trayectoria, además de testigo directo y casi ulterior del territorio de fantasmas en el que a la postre se acabaría convirtiendo el Tánger de los años dorados y la propia vida de Paul Bowles.
La película se proyecta en Málaga, y con motivo de una efeméride, más de treinta años después de su estreno. ¿Cómo ha evolucionado su mensaje en todo este tiempo? ¿Y el de la percepción de la obra y la figura de los Bowles?
Lo que me di cuenta durante la proyección es que se trata de una historia que sigue viva, intensa. Acaso por esa sensación que tenía Paul de que la idea del viaje ha muerto; el viaje entendido a modo de aventura, de odisea orientada hacia el conocimiento de uno mismo. Algo que ya no existe porque ha sido sustituido por la opción turística.
Hablamos de la libertad, de una noción de viaje como búsqueda, de un viaje que se hacía sin recursos, con una gran profusión de maletas y, sobre todo, sin billete de vuelta. Era, eso sí, la idea del viaje de Paul; Jane simplemente le acompañaba en esa búsqueda, que era una búsqueda existencialista.
Puede que la generación actual conecte con eso, aunque quizá con una intención menos espiritual y más acorde a la necesidad de descubrir mundos ocultos. Pero eso no quita que se sientan atraídos y que renazca el interés por la aventura de viajar a través de dos escritores extraordinarios que lo abandonaron todo para adentrarse en esa búsqueda.
Su filmografía indaga en la vida de autoras que, como Leonora Carrington o la propia Jane Bowles, se podrían calificar de malditas. O, como mínimo, de biografía compleja, casi inacabada, y personalidad descollante. ¿De dónde le viene el interés?
En los dos casos que mencionas, Jane y Leonora Carrington, el interés vino precedido por la experiencia de los libros. Con Carrington, lo primero fue la lectura de Memorias de abajo, en las que narra su estancia en un centro siquiátrico de Santander en la década de los cuarenta.
Leonora, al igual que Jane, fue sometida a tratamientos complejos que, por momentos, parecían de ciencia ficción. Y más en un contexto extranjero, en una España franquista que no hablaba su idioma, propensa a terapias más que controvertidas.
A partir de esa lectura, advertí que uno de los personajes cercanos vivía en México y decidí viajar y aquello me fue llevando por nuevos itinerarios. En el caso de Paul Bowles, fue un descubrimiento tardío, durante mi etapa de corresponsal en Nueva York. En aquella época no era fácil encontrar sus libros. Tuve que consultar en la universidad y en una librería especializada del Village.
Me sumergí en ‘El cielo protector’ y seguidamente en ‘Déjala que caiga’. Sabía que era un autor que seguía vivo y empezó a surgirme la necesidad de conocerlo, de adentrarme en su ruta y su viaje. En aquel momento, y a pesar de mis diferentes destinos, nunca había estado en Marruecos, que es algo obligado para cualquier español, así que viajé allí directamente desde Estados Unidos.
Incluido Tánger, si bien, en esa primera incursión, no me atreví a ir a su casa. Más tarde, sí. Hay que tener en cuenta que en esos años ni Paul ni Jane eran ya personajes públicos. Había pasado su estela y pese al gran éxito que tuvieron, pertenecían al pasado. Eso tal vez te da más libertad; te convierte en un arqueólogo de sus vidas.
¿Cómo fue el encuentro con Tánger? ¿Encajaron las piezas o acusó el contraste entre la realidad y la ciudad literaria y mítica?
He vuelto con posterioridad a Marruecos. Varias veces. A Nador, Tetuán, la propia Tánger. Y he podido comprobar cómo recientemente ha experimentado una transformación tremenda. Tánger se ha modernizado, con una proliferación de construcciones de acero inoxidable que se han impuesto a la ciudad de madera.
Sigue conservando algo del pasado, pero es más que probable que a alguien que la haya conocido en los noventa -ya digo que el cambio es reciente- le cueste reconocerla. En esa época la atmósfera todavía era similar a esa Tánger internacional que contrastaba con un mundo tradicional y exótico. Esa mezcla que, con la presencia de los extranjeros, le otorgó una etiqueta singular, esencial para una atmósfera bajo la que todo era y parecía posible.
La de Tánger no es la única curiosidad especular que despierta el documental. No sé si le sorprendió el Paul Bowles que se encontró en relación con la leyenda urdida en torno a sus andanzas y a su escritura.
Paul fue un aventurero, pero a principios de los noventa, también por la extinción de ese concepto de viaje interior que tanto le atraía, yacía ya varado en su apartamento, confinado entre cortinas de cartón que conferían a la casa una luz amarillenta y atenuada y con encimeras repletas de polvo. Se había quedado suspendido en el tiempo, en un tiempo invisible.
La primera sorpresa fue descubrir que vivía en el edificio Itesa en lugar de en una medina o en una mansión. Era un piso con ascensor, encima del apartamento en el que residía Jane, porque durante un tiempo ambos vivieron separados, aunque en el mismo inmueble. Lo asombroso era que, en ese espacio, sin muchos recursos, Paul Bowles, mantenía todavía una elegancia suprema.
Una elegancia que estaba en la ropa, pero también en la palabra, en los gestos, porque Paul hablaba igual que si estuviera escribiendo. Transmitía mucha seguridad. Las entrevistas las rodamos en el lugar en el que él se sentía más cómodo, prácticamente tumbado y repantingado en el sofá, que es algo que siempre procuro hacer. Me gusta filmar a los personajes en su sitio, sin embellecer, porque es una fórmula que ayuda a que aflore su verdad.
Tánger, hasta hace muy poco, también participaba de ese mundo suspendido en una nube atemporal, un mundo fantasmal poco acorde con los tiempos. Recuerdo que Paul recelaba de Estados Unidos, país al que dijo que nunca volvería, aunque al final se viera obligado a hacerlo por temas de salud, si bien es cierto, que, con el estallido de la Guerra del Golfo, y la tensión subsiguiente en todo Marruecos, llegó incluso a plantearse salir de allí.
La obra de Jane fue admirada con entusiasmo por autores de la dimensión de John Ashbery o Truman Capote. Su editor en España, Jorge Herralde, de Anagrama, llegó a ir todavía más lejos al sentenciar que ella era el verdadero genio de la pareja.
Eran dos escritores muy diferentes. Una pareja distante, que se avino a permanecer hasta el final por compartir el ideal de libertad. Es cierto que ambos venían de no encajar en sus respectivas familias (Jane procedía, por ejemplo, de un ambiente neoyorkino judío), y que cuando se conocieron, entrevieron que formaban una buena componenda para experimentar la bohemia y vivir su sexualidad.
Para Paul ella fue fundamental para introducirse de lleno en la narrativa. No hay que olvidar que en ese momento era fundamentalmente poeta y, sobre todo, compositor. Es gracias a Jane y a sus intereses por lo que se lanza a escribir. Dice que en Nueva York tuvo un sueño sobre una historia que sucede en la cabeza de un personaje y que tiene como escenario Marruecos y que a la postre sería ‘El cielo protector’.
En esa época, Jane ya era escritora y con cierto reconocimiento. Pero insisto en que, como escritores, eran muy diferentes. A Paul le atraía el exotismo, lo pintoresco, y su estilo es más el de un narrador estructurado que ambiciona dar forma a una novela.
Jane, en cambio, resulta más sentimental, se interesa por hurgar en el interior y en las tensiones de los personajes. Hacía una literatura más basada en las emociones. Su único problema, como decía Truman Capote, es que su obra, aunque versátil en géneros, era escasa. Quizá esa, la falta de obra, sea la razón por la que no haya sido encumbrada lo suficiente entre las autoras fundamentales de la historia de la literatura.
Supongo que tampoco es descartable la influencia de la enfermedad, amén de otros desequilibrios.
Jane se sintió toda su vida muy limitada, no conseguía culminar sus historias. Quizá por la necesidad de apuntalar sus problemas personales, que arrancan muy pronto, en un entorno en el que no se siente reflejada, y después de la famosa caída del caballo que le acarrea tuberculosis en la rodilla y la deja con una cojera sempiterna. Su problema de imagen pública y de autopercepción era constante.
Se volcó en convertirse en un ser fantástico, al límite, casi en una leyenda. Como dice Emilio Sanz de Soto, malgastó buena parte de su talento, si bien para dejárselo a sus amigos, para transmitirlo a los demás. Como escritora tuvo éxito, pero su talento estuvo más volcado al mito de sí misma. Hay que tener en cuenta los problemas crecientes de salud, el alcohol, que la minó mucho, el derrame cerebral a los cuarenta y los últimos años, ingresada en clínicas y hospitales.
Emilio Sanz de Soto cita una frase, a propósito de su tormentosa relación con Cherifa, a la que muchos acusan de haberla envenenado, bastante sugerente. Jane decía, al parecer, que su inseguridad le hacía sentirse atraída por los monstruos.
Ella buscaba la vida al límite y tenía tendencia a rodearse personajes fuera de lo común. Su primera inclinación como amante consistía en buscar a mujeres de un perfil muy controlador, caso de Helvetia Perkins. En Cherifa se volvió a encontrar con una personalidad dominante frente a la que se permitía ser sumisa.
No hay que olvidar que ella viaja a Tánger no por decisión personal, sino siguiendo a Paul, pese a que posteriormente viviese de manera intensa la vida y el ambiente de la ciudad. Cherifa era una vendedora de grano; mujer extraña y singular, que ejerció sobre ella un dominio quizá relacionado con el hecho de que con ella Jane se dejaba ir en sus excesos.
También es cierto que se aprovechaba de su candidez y de su dinero. Quizá Jane propendía a este tipo de perfiles por su propia vulnerabilidad. Luego están los argumentos mágicos que menciona hasta el propio Paul, la sospecha del envenenamiento y de la magia negra, que no creo que fuera vinculante, pero que quizá algo habría de eso.
El significado de Tánger y de los Bowles traspasa su propio ambiente para resultar determinante en una pléyade de artistas que van desde los beatniks a los Rolling Stones. ¿Hasta qué punto llega su aportación a la posmodernidad?
Jane y Paul formaban parte del grupo de creadores de los años treinta de Nueva York, estaban muy relacionados y posicionados en la vanguardia, con ese espíritu que engendraría a los beatniks y que sería precedente de los hippies del 68. Un grupo para el que la idea del viaje y la búsqueda era fundamental.
Hablamos de autores como Ginsberg o Burroughs, que fueron desfilando poco a poco por Tánger. Probablemente Paul fuera de todos ellos el más estructurado y menos radical. Al menos desde un punto de vista estético, aunque su noción existencialista del viaje lo hace capital y lo conecta y le lleva a ejercer una influencia enorme.
Cuando se instaló en Tánger, Paul ya contaba con una gran impronta como músico; había trabado en Europa amistad con Gertrude Stein y Ezra Pound, había trabajado con Aaron Copland y cosechado mucho éxito con sus composiciones para el teatro, llegando incluso a recibir el encargo de elaborar una obra para la República y en contra de lo que él mismo llamaba “la invasión de España” por parte de Franco.
Musicalmente fue un autor que dejó un legado muy significativo, con una orientación creativa en la que tenía mucha cabida lo exótico. También en sus libros, y especialmente en sus relatos cortos, en los que deja entrar a la tradición oral y el mundo marroquí, a historias transmitidas por otros. Cuando estuvo en México se relacionó con músicos como Revueltas.
A la postre sería determinante también en la recuperación del folclore. En este sentido, su obra compositiva abarca un abanico interesantísimo, que conecta el interés personal existencialista con los sonidos de Marruecos. Una música que estaba pasada de moda, pero que vuelve a eclosionar con la versión para el cine de ‘El cielo protector’ de Bertolucci.
El fantasma de la autodestrucción flota sobre la vida y la obra de Jane. ¿Es posible que Paul llegará a ensombrecerla?
Jane desempeña un papel secundario en toda esta historia. Ella se introduce en la aventura del viaje a través de Paul, primero en México, y, después, y ya como matrimonio, en Tánger. Se trata de proyectos que ella secunda, pero que no había decidido previamente por sí misma.
En la pieza teatral traducida como ‘En el cenador’ escribe una escena muy representativa que bien podría interpretarse como un trasunto de la vida real. Una pareja discute en un café. El hombre, de tendencia hacia lo exótico, argumenta su obsesión por el viaje, habla de la necesidad de encontrar civilizaciones auténticas y el personaje femenino le replica que la única autenticidad está en uno mismo.
En este punto, expresa una óptica muy distinta, una tensión por puntos de vista enfrentados que, al final, como sucede tantas veces, se traduce en la práctica con roles invertidos. Porque es ella, la que secunda, la que no ha elegido ese destino, la que acaba viviendo el sueño del otro con mayor intensidad.
En esa experiencia, literaria y vital, el desierto está muy presente. ¿Qué papel desempeña para Paul?
El desierto para él representa el momento zen de la vida. Un lugar en el que no existe la memoria, que obliga a prescindir del pasado, y, que, además, no ofrece otra cosa que no sea la nada. Un lugar que precisamente por eso, porque no admite lo que traes ni te permite encontrar nada, es ideal para la introspección, para la apuesta vital que se hace a sí mismo, que era de carácter espiritual, como refleja en sus novelas.
Paul se desplazó al estreno de la película de Bertolucci y salió de allí no del todo satisfecho. Argumentaba que la historia sucede en la cabeza de Port Moresby, el protagonista y que, por tanto, al tratarse de una ensoñación interior, no tenía sentido como película. Su noción del desierto era profunda. El lugar en el que podías encontrarte, cosa que casaba con su búsqueda radical, que consistía en navegar por lugares, pero con el objetivo de descubrir quién eres tú mismo.
Jane acaba sus días en el sanatorio de Los Ángeles, de Málaga. ¿Qué fue lo que la empujó a trasladarse allí?
Málaga se interpretaba como una suerte de tabla de salvación para los viajeros exóticos y una vía de acceso a servicios médicos que no existían en aquel momento en Marruecos ni en Gibraltar. También era un lugar poblado con personajes de cierta afinidad. Ambos habían estado en Granada, Paul sentía una gran admiración con Falla, al que conoció. De hecho, Jane sospesaría la posibilidad de quedarse allí a través de unos amigos.
Málaga funcionaba como un punto salvífico de acogida para existencialistas. Paul había estado previamente en lo que después se llamaría la Costa del Sol, en torno a 1934. En un artículo para una revista descubre su sorpresa por la transformación que advertiría posteriormente. Hablaba de un Torremolinos con una cantidad ingente de burros y camellos y de su contraste con los coches y los caminos de las décadas siguientes. Y de la vorágine de los cambios y de las obras.
También alude a Gerald Brenan, en cuya casa estuvo, pero no con él. De hecho, en otro artículo cuenta las dificultades que pasó Brenan para recuperar íntegramente su casa después de la Guerra Civil, puesto que había sido tomada por personas que se negaban a irse.
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