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‘Caso El Nani‘ | Entrevista al escritor y periodista Javier Valenzuela
‘Pacto de silencio’, de Ángela Gallardo y César Vallejo
Miniserie documental de 2 episodios (‘Pacto de silencio’ y ‘El último golpe’)
RTVE, 2022
Estreno: 1 de junio de 2023
“Javier Valenzuela Gimeno. Periodista, 33 años, casado”. Llamado a declarar como testigo número 31 por el magistrado Salvador Domínguez, irrumpe en la Sección Cuarta de la Audiencia Provincial de Madrid.
Hace días que aquella sala de plenos concita la atención mediática. Desde el miércoles 12 de abril de 1988, desfila por los pasillos una agitada caterva de reporteros gráficos, miembros de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, familiares de ambos lados del banquillo y curiosos que visten de paisano con la placa policial junto al paquete de tabaco.
–Oye, ¿estás acreditado?
–No.
–Creo que va a haber problemas de sitio, ¿eh?
–Ya lo sé. Hay 400 personas de prensa acreditada. Ahora mismo creo que es bastante difícil entrar.
Un periodista de Televisión Española y su cámara recogen aquel paisaje expectante, cacofónico y testimonial. Abundan los gafones de sol, las chupas de cuero y un aventurado hedor a nicotina y urinarios.
–Yo soy la suegra de El Nani.
–¿Qué espera usted de este juicio? ¿Tiene confianza en que se aclare todo?
–¿Aclararse todo? Aquí no se aclara, en este país, nada. Porque como los gordos son siempre los que salen pa’rriba, pues los pa’bajo van abajo siempre… Desde luego, el cadáver no va a, de momento, salir. Porque ¿cómo se van a echar ellos tierra encima? Después de que son los más criminales que hay. Porque son criminales. Han hecho de todo, ellos han hecho de todo: droga, armas, quedarse con el oro… Y, luego, ¿quién es el delincuente?: un cualquiera que sale, ¡uf!. Y ellos, ¿que los llamen delincuentes a ellos? Aquí los únicos delincuentes que hay son ellos.
«Recuerdo que, el día anterior al juicio, recién llegado a Madrid, le pregunté por teléfono al abogado Jaime Sanz de Bremond –que era el que me había convocado– si quería que nos viéramos en su despacho para preparar mi testimonio. Jaime, que es un letrado magnífico, me dijo que no, que mejor no prepararlo. Que fuera natural. Si no recordaba algo, tenía que decirlo. Y así lo hice», rememora Javier Valenzuela junto a la Antigua Casa de las Fieras del Retiro.
Los treinta y cinco años transcurridos auxilian a ajustar con limpieza la prosodia telegráfica. «Al día siguiente, desayuné en el hotel, tomé un taxi para ir a la Audiencia, los ujieres –o como se llamen– me recluyeron en una sala incomunicada, me llamaron al cabo de un rato para que testificara, presté testimonio, abandoné la Audiencia, tomé un taxi, recogí mi bolsa de viaje y me fui a Barajas para emprender el viaje de regreso a Beirut, mon amour de entonces».
5.000 kilómetros que distancian un tortuoso trayecto de ida y vuelta hacia el epicentro de la guerra civil libanesa desde la que Javier Valenzuela remitía sus crónicas en aquel tiempo. «A comienzos de 1986, me fui a Beirut como corresponsal de guerra de El País. Allí estaba cuando el embajador español en el Líbano, Pedro de Arístegui, me dijo que había recibido por valija diplomática una citación judicial para mí. Tenía que ir a la Audiencia Provincial de Madrid para ser testigo de la acusación contra los policías del caso El Nani».
«Líbano y alrededores estaban a sangre y fuego, así que viajar de Beirut a Madrid fue complicado: barco pirata a Lárnaca (Chipre), avión a Atenas y luego avión desde Atenas a Madrid. Pero fui, los gastos del viaje los pagó mi periódico, y testifiqué», especifica Valenzuela.
Proseguimos conversando, entonces, guarecidos de la lluvia, en un café de Menéndez Pelayo. El escritor viene de agitar la rúbrica por la Feria del Libro de Madrid. A sus dos últimas novelas, ‘Pólvora, tabaco y cuero‘ y ‘La muerte tendrá que esperar‘, aún les resta cuerda comercial; un par de noirs con los que concitar la atención en la caseta 348 de Huso Editorial.
Es jornada de reflexión y ambos permanecemos ajenos a las cavilaciones políticas que pronto teñirán de azul el mapa municipal y autonómico. Valenzuela aguarda en la capital para votar y largarse, raudo, a la salubre canícula del sur. No piensa asomar su verbo laringítico por el Cine Estudio del Círculo de Bellas Artes, donde se estrenaba, el pasado jueves 1 de junio, ‘Pacto de silencio‘, miniserie documental dirigida por los periodistas de RTVE Ángela Gallardo y César Vallejo –en la que ofrece una síntesis de su vívido testimonio periodístico– que reconstruye el caso de Santiago Corella El Nani, un delincuente de tres al cuarto erigido en “el primer desparecido de la democracia española” por un delito que no cometió.
Así lo compulsaba Valenzuela en su artículo ‘Un año sin dar señales de vida‘, publicado en El País el 10 de noviembre de 1984. «Desde aquella primera noche de noviembre de 1983 y hasta la publicación del reportaje, El País y yo fuimos muy cautos. Publicábamos cosas sueltas sobre el caso, bastantes sin firma, pero ni por asomo expresábamos la terrible sospecha que crecía en nuestras cabezas».
No obstante, contaban con un muy relevante crédito: «El País tenía la reputación universal de ser un periódico muy, muy serio. Lo que decía iba a misa, no como ocurre hoy con la mayoría de la prensa. Y si El País titulaba “sin dar señales de vida”, el presidente del Gobierno, el ministro del Interior y todo el mundo tenía que comprender que aquel caso nos parecía gravísimo».
Una conjetura con hechuras de presagio que debía ver la luz con la determinación necesaria. «Ese reportaje fue nuestro puñetazo sobre la mesa. La fórmula “sin dar señales de vida” era absolutamente correcta, absolutamente contrastada, y sugería que quizá El Nani estuviera muerto. Que quizá la Policía se había pasado con él en los calabozos de Sol y se les había muerto. Y que luego se habían desecho de su cadáver y se habían montado la película de la escapada en plena noche en un descampado de Vicálvaro».
Una inverosímil versión apuntalada durante el juicio por el comisario jefe de la Brigada Antiatracos de Madrid, Franciso Javier Fernández Álvarez, ilustrada con fotografías del “cinturón marrón” de la capital por el que Santiago Corella hubiera sido incapaz de escabullirse tras aquel “duro interrogatorio” que, supuestamente, “fatigó” a los policías en los sótanos de la Dirección General de Seguridad, a donde habían trasladado a El Nani, acusado de atracar, un par de semanas antes, la joyería Payber de Lavapiés y de asesinar a su propietario, el joyero Pablo Perea Ballesteros.
«Las rocambolescas explicaciones policiales sobre que El Nani se les había escapado me hicieron sospechar que algo muy grave y oscuro había ocurrido en Sol aquel sábado. Pero, en el periodismo que practicábamos entonces, las sospechas, las dudas, los rumores no eran noticia. Solo era noticia el hecho contrastable», matiza Valenzuela.
Tal vez, la única certeza posible del periodista gravitaba, entonces, en torno a una combinación inasible de empatía e incertidumbre. «Yo había visitado a la mujer de El Nani y a sus hijos en el piso de San Blas, donde había comprobado que El Nani era un padrazo y que sus hijos lo echaban mucho de menos. Si se había escapado, digamos que a Francia, a Portugal o a Brasil, como decía la Policía, ¿por qué no había llamado telefónicamente a sus hijos o les había enviado una carta? En esos países había teléfonos y servicios de correos. No, el silencio de un año de El Nani con sus propios hijos era muy inquietante. Mucho…».
Una turbación que ya había comenzado a tomar forma, unos años antes, en la cabecera en la que Valenzuela había recalado tiempo atrás procedente del Diario de Valencia. «Yo había entrado en El País por un reportaje atrevido sobre los autores del 23F que había llamado la atención de la dirección del periódico. Me ficharon y Juan Luis Cebrián me preguntó qué quería hacer en el periódico. Soy un apasionado de la crónica negra y de la novela negra desde muchísimo antes de que se pusieran de moda, y le dije que quería hacer sucesos, pero que me daba la impresión de que a El País no le gustaba mucho ese género».
Un presentimiento tan atinado como derogable tras el que consolidar su apuesta. «Me contestó que, hacía poco, Gabriel García Márquez le había reprochado que El País no cultivara ese género, tan revelador de las auténticas entrañas de una sociedad, y que le había respondido lo mismo que me iba a responder a mí: “No lo practicamos porque nadie lo quiere hacer. Todo el mundo prefiere hacer política o cultura. Así que, si tú quieres, quedas liberado para traernos buenas historias negras”», recrea con efervescencia, emulando aquel arresto nasal con el que Cebrián paseaba por la redacción a pecho descubierto.
De modo que «llamó de inmediato al director adjunto, Augusto Delkáder, y le dijo: “Valenzuela hará sucesos, asignado a la sección de local. No lo quiero ver por aquí. Quiero que nos traiga una o dos historias madrileñas por semana”. Y así fue. Con una excepción: algunos sábados por la noche tenía que hacer guardia en la redacción, en la sección de local. Tenía que hacer lo que llamábamos “el cierre”. Y por eso yo estaba en Miguel Yuste la noche de aquel sábado de noviembre de 1983».
Una precisión cronológica que trataría de ser revertida en su contra, durante el juicio ulterior, por un muy túrbido letrado sin escrúpulos, afamado engendro de nuestra pesadillas catódicas. «No se me olvida que el abogado defensor de los policías, Emilio Rodríguez Menéndez, el mismo que en el documental ‘Pacto de silencio’ confiesa que a El Nani lo mataron en Sol y él vio allí su cadáver, empezó a hacerme preguntas capciosas con el propósito de desacreditarme. Preguntas del tipo: “¿Cómo recuerda usted que aquel día era sábado?”».
«A lo que respondí: “Porque yo solo hacía el cierre de la sección local algunos sábados, lo que, por cierto, me fastidiaba mucho, porque me gusta salir por la noche”. Hubo risas en la sala. Y cuando el abogado Rodríguez Menéndez me hizo la tercera o cuarta pregunta de este tipo, el presidente del tribunal le cortó, diciéndole que dejara de acosar al testigo».
Porque si Valenzuela habría de comparecer en calidad de testigo, tras las convulsiones del “crimen de la calle Tribulete”, se debe a cuanto aconteció la noche del sábado 12 de noviembre de 1983 en las dependencias de El País. «Vinieron unos familiares de El Nani a denunciar que lo habían detenido con una violencia extrema, desaforada, y que, desde entonces, nadie daba cuenta de su paradero. Yo les escuché y le propuse al subdirector de guardia, Eduardo San Martín, acompañarlos a buscar al detenido. Eduardo me dio el visto bueno sin el menor problema. Los jefes de entonces se fiaban del olfato de sus reporteros».
Orientado por su instinto, «tomé mi coche y, con los familiares a bordo, me fui a la casa de El Nani, a la comisaría de San Blas, a la Jefatura Superior de la Puerta del Sol y a los juzgados de Plaza de Castilla. Pregunté por El Nani y nadie sabía nada de él. Eso me mosqueó, vaya que me mosqueó. Terminé a las tantas de la madrugada sin ninguna respuesta. Y pensé que, si las cosas estaban claras, a las autoridades policiales o judiciales no les hubiera costado nada decirme que sí, que estaba en tal o cual lugar como sospechoso de tal o cual delito».
No en vano, Javier Valenzuela clarifica que corrían otros tiempos para los plumillas, huidos de una redacción donde dejar a medio terminar el lingotazo de JB y desgastar las tapas, a base de trasiego, para acudir al encuentro con la noticia. «No estábamos aún en el mundo de los gabinetes de prensa hipertrofiados que controlan toda, absolutamente toda la información. Ni tampoco en el de la comunicación a través de páginas web o cuentas en redes sociales».
«Había que gastar mucha suela de zapatos –prosigue Valenzuela, apuntalando la memoria con su fervorosa gesticulación–. Ir al lugar de los hechos y hablar con todo el mundo. Víctimas, testigos, policías, abogados defensores. Recorrer los pasillos de comisarías y los recovecos de Sol. Pactar con los policías: hoy por ti, mañana por mí. Tú me cuentas algo y yo me las apaño para que no se sepa que me lo has contado tú. Pero no te preocupes, si es buena y la tienes bien amarrada, intentaré darle empaque en mi periódico a tu próxima operación. Y lo mismo hacíamos con los abogados defensores de los quinquis. Cuéntamelo todo y dime qué puedo publicar».
Por esa razón, «Candela y su marido vinieron a El País, porque teníamos la reputación de ser un diario valiente y honesto. Un diario que escuchaba a la gente. En aquel tiempo, ese papel lo ocupábamos El País de Cebrián y el Diario 16 de Pedro J. Ramírez. Supongo que su primera elección fue El País porque éramos un periódico más vendido e influyente que Diario 16. Pero si yo no los hubiera atendido, se hubieran ido al periódico de Pedro J., que también estaba en aquel polígono industrial».
Así que, encaminado al barrio obrero de San Blas –herido de parados, jóvenes heroinómanos y una trufada cosmogonía quinqui–, Valenzuela recala frente a la casa donde vivían las hermanas de Santiago Corella y en la que El Nani y su mujer, Soledad Montero, compartían desasosiego y penurias sobre un sofá cama de la calle del Acentejo antes de la noche de autos. «La puerta estaba destrozada a patadas. Todo el contenido de los cajones había sido vaciado en el suelo. Los colchones estaban destripados. Las macetas, vaciadas. Los vecinos, con los que hablé, estaban impresionados por la irrupción policial: varios agentes con las armas desenfundadas».
“Yo cubría sucesos y nunca había visto un registro tan exhaustivo, tan brutal», recapitula todavía enardecido. «Aquello era más bien propio de operaciones antiterroristas, contra ETA y los GRAPO, en busca de armas y explosivos. Y, por lo que me contaban, El Nani era, en todo caso, un choricete. Jamás implicado en delitos de sangre. ¿A qué venía semejante ahínco?».
Una interrogante que habría de despejar sus excesos a medida que aquel caso iba tornándose incontenible y hediondo. «No fue hasta mucho más tarde que supe que le habían aplicado la ley antiterrorista con la venia del Ministerio del Interior, que dirigía el socialista Barrionuevo. Y también supe, mucho después, que los policías buscaban el oro de un atraco que ellos mismos habían orquestado. Pensaban que El Nani había cometido ese atraco y se las había metido doblada, quedándose con el oro del botín».
Una delictivo y sanguinolento latrocinio policial que habría de finiquitar sus primeras incógnitas el 7 de septiembre de 1988, cuando se hace pública la sentencia en la que se condena a más de veintinueve años de cárcel al comisario Francisco Javier Fernández Álvarez y a los inspectores Victoriano Gutiérrez Lobo y Francisco Aguilar González «por sendos delitos continuados de falsedad y detención ilegal con desaparición forzada de [Santiago] Corella».
«La sentencia la acataron, faltaría más. Pero lo importante es recordar las zancadillas que pusieron durante la investigación periodística y judicial del caso», incide Valenzuela. «Yo, que seguía trabajando en sucesos, recibía constantes comentarios de policías que me decían: “La estás cagando, chaval. El Nani va a reaparecer y a ti se te va a quedar cara de gilipollas”. Y eso me producía angustia, claro».
«A mí, lo que más me preocupaba profesionalmente entonces (y, bueno, también hoy) era no meter la pata con una noticia. No dar una sola noticia falsa. Ni tan siquiera dar una fecha equivocada. Todo lo que publicaba tenía que ir a misa. Y a mi director, Juan Luis Cebrián, también lo presionaba el Ministerio del Interior de Barrionuevo».
Una opresión a través de la que «Barrionuevo le decía lo mismo a Cebrián: “Admiramos mucho tu periódico, pero en este asunto de El Nani vais mal, vais muy mal. No hay caso. El Nani se escapó y punto. Ya reaparecerá”. Y tengo que decir que las presiones sobre mi periódico no le amedrentaron. Al revés, Cebrián y Delkáder me decían: “Están muy nerviosos, demasiado nerviosos. Eso es señal de que vamos bien, vamos muy bien. Sigue, chaval, sigue…”».
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