#MAKMAMúsica
Jesús Méndez
Panorama Flamenco
Con Pepe del Morao a la guitarra
Teatre Talia
Caballeros 31, València
13 de febrero de 2024
Jesús Méndez (Jerez de la Frontera, 1984) no quería ser artista, pero siempre fue cantaor. Si se convirtió en uno de especial relumbrón fue, en parte, por colmar sus infinitas curiosidades, por coleccionar sellos en un pasaporte que atendía a la llamada de la sangre y del aire. En El Coto, el mesón en el que ayudaba a la familia, aspiraba a poco: cantar a gusto y poder ver su nombre en los carteles de algunos festivales.
Sobrino nieto de La Paquera, lo suyo es el caso contrario de las sagas en la que los eslabones generacionales que, dedicados a frotar un apellido para pedir deseos como a la lámpara mágica de Aladdin, llegan a chamuscar toda una fortuna familiar. Un patrimonio. De ahí el rugido de la sangre.
Por agarrarse al ejemplo de otros que pasaron antes por lo mismo y que fueron capaces de crear un mundo, se fijaba en Manuel Moneo, Curro de la Morena, Curro Romero, Moraíto…, los habituales parroquianos en el negocio de la familia. Ahí el rumor del aire.
Con cinco discos –Jerez sin Fronteras’ (2008), ‘Añoranza’ (2012), ‘Flamenco rojo y gualda’ (2013), ‘Voz del Alba’ (2017) y ‘Recordando a La Paquera de Jerez’ (2022)– y más de veinte años de carrera, Jesús Méndez es un cantaor que no encuentra en el reconocimiento y la gloria una excusa para abandonarse al mus de tarde, a las vallas de las obras como miradores ni en dar migas de pan a las palomas en los parques.
Con la banda sonora de las falsetas por fandangos y arpegios del también jerezano Pepe del Morao, echando chispas mientras afila los dedos, Jesús resulta determinante: ahora que ya hace mucho que lo tiene todo, dice que es cuando quiere despegar.
Irrumpiste con la vitola que certifica un linaje familiar, sobrino nieto de La Paquera de Jerez, considerado una joya desde los inicios y cantaor predilecto de muchos críticos. ¿Cómo se pesa tanto renombre nada más empezar?
Lo más importante es la afición. La afición es lo que te hace crecer como artista, mantenerte, porque es lo que te mueve, lo que te llena. Y, para mí, el cante es con lo que me identifico, mi forma de vida. Lo es todo para mí.
Entonces, todo lo demás queda en un segundo plano. Cuando amas de verdad el cante, todo lo que quieres es hacer es interpretarlo lo mejor posible, llegar al público y llegarte a ti mismo, antes que nada. Creo que así todo es mucho más fácil y mantienes los pies en el suelo.
Antes que cantaor, fuiste un tremendo aficionado y admirador.
Cuando veía pasar a la gente por El Coto no quería cantar por dinero; quería hacerlo porque me gustaba. Por disfrutar con el público, con la gente que venía a verme. Cuando te lo tomas como una profesión, tienes niños, tiene familia, entonces del cante se hace una carrera. Lo que quieres es mantenerte para que no te falte el trabajo, para estar a la altura de las circunstancias siempre.
¿Cuándo sabes que no hay vuelta atrás, que eres un figura, que esa atmósfera flamenquísima que respirabas es ya tu trabajo?
Ocurrió sin pretenderlo. Trabajaba con mi padre, debuté en una peña, empezó a llamarme gente de otras peñas flamencas porque se enteraron de que había un sobrino de La Paquera que cantaba, pero quien me cambió mi carrera fue Gerardo Núñez, que fue el que un día me llamó cuando fue a impartir unos cursos en Sanlúcar, habló con mis padres y les dijo: “Mirad, al niño ya no lo vais a ver en un tiempo, me lo llevo de gira”.
Ese día pasé de estar jugando con mis amigos en Jerez, de donde no había salido en mi vida, a coger aviones, meterme en hoteles, y venga viajes. ¿A América?, pues a América. ¿A África?, pues a África. Para todas partes: Inglaterra, Alemania, Francia, Estados Unidos. Así fue durante los ocho o nueve años que estuve con Gerardo.
Un par de años después de todo aquello, me di cuenta de lo que había cambiado mi vida. Muchas veces, cuando uno quiere aspirar a más o tiene demasiada ambición, siempre vuelvo a ese momento y reflexiono. Yo no busqué na y me llegó sin haberlo esperado. Mucha gente lleva veinte años buscando algo y no le llega, y otras veces no vas buscando nada y lo encuentras.
“Come y cuídate” fue el consejo que te dio La Paquera en el tablao Cordobés, en Barcelona, por encargo de tu padre. Pero ¿de técnica, del saber hacer en el flamenco…? ¿Algo?
Esto tiene una historia, fue antes de irme con Gerardo Núñez. Me fui muy jovencito a Barcelona, con 17 o 18 años, y, claro, como todo había pasado tan rápido, quería salir de Jerez, experimentar, pero mi padre no estaba de acuerdo. Pensaría que qué iba a hacer yo en Barcelona. Cuando lo tuve claro, me apoyó toda la familia.
Un día, estaba cantando y mi tía se levantó. Imagínate, todo el mundo mirando para un lado y para el otro diciendo «¿qué ha pasado?». Estaban los bailaores y todo el mundo como haciendo reverencias. Era ella, con los brazos levantados, que me pegó un jaleo desde el público: “Sobrino, ¡vamos allá!”. Cuando terminé, ella me estaba esperando fuera porque cantaba en el Mercado de las Flores al día siguiente. Ese fue el consejito que me dio: “Cuídate, come mucho, come bien”.
Fue como tu tentadero, a ver cómo respondías.
Los cantaores, los artistas de toda la vida, se han hecho los tablaos. Por el tablao donde yo estuve más de un mes y medio antes habían pasado Camarón, Pansequito, Mairena, Chano Lobato… A mí me sirvió de mucho, la verdad. Me dio tablas, seguridad.
Poveda y Núñez son dos nombres importantes en tu carrera. La historia del flamenco está llena de manguis, liantes y gente que se ha apropiado de muchos méritos y derechos de autor. Miguel y Gerardo son dos generosos, impulsores de nuevos talentos.
Estoy muy agradecido a ellos porque es verdad que han sido figuras fundamentales en mi carrera, junto a Moraíto. Yo era un niño y siempre que había una oportunidad de llevarme me llamaba Moraíto. A Miguel [Poveda] lo llamé cuando presenté el disco en Jerez, en el Villamarta, y acudió allí sin decir ni pedir nada. Al revés, me dijo: “¿Quieres grabar un disco? Te lo voy a grabar yo”. Son regalos de Dios.
Te has atrevido con la zarzuela (‘La Tempranica’, ‘Entre Sevilla y Triana’ y ‘La vida breve’) y la ópera. También con varios duelos sobre el escenario, como los de Samuel Serrano, Antonio Reyes y El Granaíno. ¿Cómo te sentiste en la ópera, al estar embastada tu voz en la lírica y con un montaje gigantesco comparado con un cuadro flamenco?
Fue un trabajo muy duro. Nos llamaron del Teatro Real, así que ya la responsabilidad era enorme. Iba con Cañizares, con Arcángel, un artista grande, y después tenores de nivel mundial. Lo más difícil fue que nosotros no leemos música, teníamos que estar con los cascos puestos escuchando la obra una vez, y otra y otra, hasta que me lo sabía de memoria. Cuando el director levantaba la batuta y pasaban los compases yo no sabía aquello por dónde iba. Cuando se quiere y se trabaja, los resultados son buenos.
Hablando de atrevimientos, has adaptado al flamenco música cuartelera con Manuel Valencia en el disco ‘Rojo y Gualda’. Hay un algo que recuerda al libro ‘Las cosas que llevaban los hombres que lucharon’: historias de nostalgia, miedo, pena, sueños…
Aquello lo hicimos por encargo. Algún familiar de València trabaja para para el Ministerio de Defensa, en los archivos; nos propuso recoger algunos testimonios, como una carta de una madre a un soldado, y la metíamos por guajiras, por ejemplo. Hicimos lo mismo con otros textos, por bulerías, por soleá, por bulerías…
Para encontrar algo parecido hay que buscar en el exflamenco Niño de Elche (como se autoproclama) con su versión de ‘El novio de la muerte’, con los Planetas, o en Javier Álvarez.
Al final, eso forma parte de una historia muy personal de España y lo hicimos con muy buena fe. Consistía en dejar reflejados unos sentimientos de gente hablando con sus familiares sin pensar que luego aquello se iba a poder releer u oírlo cantado. En el flamenco, como decimos en Jerez, cabe hasta el número del cupón. Lo que tú quieras meter por bulerías lo puedes meter.
Se habla de preparación, técnicas, estudio, cuidados… y siempre se lo hemos podido preguntar a guitarristas, pero esta es la primera que lo hacemos con la voz. ¿Cómo la entrenas, cómo la cuidas?
Al final, las cuerdas vocales son un músculo e igual que cuando vas al gimnasio, si no has ido nunca, coges mucho peso y te lastimas el brazo, si te pones a cantar ahora mismo en frío y no has cantado nunca, no tienes el instrumento formado, te va a hacer daño. Seguro.
En mi caso, canto todos los días y, sobre todo, me hidrato. El secreto es mucha agua y mucho descanso. Cuando voy a mi médico en Sevilla lo que me dice es que la mejor pastilla que hay para la voz es dormir. Está en silencio, está en reposo, descansada. Si vas más pillado, ibuprofeno o corticoides, pero eso ya es lo último.
¿Cómo llegan las letras a la punta de la lengua en los recitales?
Muchas veces, antes de salir no sabemos lo que vamos a hacer. Normalmente, hay un repertorio, pero siempre pueden surgir letras, que te encantes en un momento oyendo un punteo o cualquier cosa surja en el momento, que es irrepetible. También hay veces que no se te viene nada a la mente y te tienen que dejar espacio para ir recordando.
Hay que tener complicidad con el guitarrista para tener ese código flamenco para entenderse y disfrutar. El cantaor de Jerez tiene que tener una guitarra de Jerez, sin desmerecer a nadie, eh. Pero el aire de Jerez es una cosilla muy nuestra, cada característica autóctona tiene lo suyo.
Machado dejó escrito que se canta lo que se pierde. ¿En algún momento has tenido que perder algo para encontrarte a ti mismo en el cante?
Soy más de lo que decía Agujetas: “O se sabe cantar o no se sabe cantar”. Si el duende le llega a alguien que no sabe, poco se puede hacer. Cualquier estado emocional te afecta a la hora de componer, de cantar. A mí, por ejemplo, me afectan más las cosas alegres que las cosas tristes.
Cuando estoy alegre, muchas veces canto mejor que cuando estoy triste, con más subidón. Cuando me vengo un poco atrás o pasan cosas que no tienen que pasar, ya no estoy tan bien en el escenario. A lo mejor puedo cantar más profundo, pero mi estado no es el mejor.
Escribes, a veces, tus propias letras y eso es raro. El repertorio es el que es desde hace decenios. ¿Qué sueles leer? ¿Qué te inspira?
En el flamenco, las letras tienen que ser las de la vida misma. En una soleá funciona el amor, el desamor, cantarle a tu madre, a la vida; si quieres meter una palabra moderna no parece que vaya a funcionar. O los fandangos, que son historias muy breves con temas muy cerrados: el recuerdo de un ser querido, la libertad.
Menos los de Emilio El Moro, aquello de “era un tío con melena”…
Era un fenómeno.
El cante es un juego con la voz y la palabra. Salazar, Garfias, Machado y los poetas antológicos españoles son los más habituales. ¿Cómo engancharse a los tiempos actuales, cantar la vida de hoy?
Si un teatro de 1.500 personas se llenara cantando solo por soleás o seguiriyas, nadie se iba a desviar. Creo que muchas veces falla la afición, no el cante. Lo que el cantaor está buscando es otra forma de abrirse puertas y poder comer, para poder sobrevivir.
Ya te digo, si el público aguantara hora y media de seguiriyas y martinetes y llenara un teatro, nadie se movería de su sitio ni haría experimentos, pero lo que habría hoy en día sería una estampida. La culpa del público, bueno, culpa… Es la afición, que se tiene o no se tiene.
Mucho público y pocos entendidos.
A lo mejor no hace falta entender tanto, pero sí que es verdad que el que va a consumir un espectáculo flamenco quiere ver en el escenario una batería, percusiones, un violín, contrabajo, un piano, y tiene que haber una formación ahí que antiguamente no era necesaria, ¿no? Y se llenaban los teatros porque había afición.
En Jerez, en la plaza de toros, iban cuatro cantaores y había 8.000 personas escuchando. Terremoto, Agujetas, Tío Borrico y El Serna o El Sordera. No hacía falta más. Por eso, cuando muchas veces dicen que los cantaores de hoy no tienen afición o que no les gusta su arte, creo que lo que buscan es ganarse la vida con otros medios y que la gente vaya a verlos.
Dices que has aprendido mucho de cante sobre todo con los bailaores.
En Jerez somos un poco cerrados, en el sentido de que nos gustan nuestros cantes y no nos gusta salirnos de ahí. Cuando empecé, no sabía lo que era una guajira. Pero estudias, aprendes, investigas…, y al trabajar con gente distinta ganas muchos recursos, te aficionas a otras formas, buscas una nueva musicalidad…
Tienes afición a fajarte en los cantes duros, menos amables; por lo cabal. Pero, a pesar de ser de Jerez, tampoco soportarías todo un recital de bulerías y tangos, una juerga. ¿Con tus veintipico años de trayectoria, qué horizonte persigues?
Mi horizonte, sobre todo, ya se basa en disfrutar y en hacer lo que me apetezca, porque yo creo que llega un momento que te llama hacer otras cosas. Es lo que estábamos hablando antes de la fusión y el estilo.
Yo no puedo fusionar ni hacer nada que no sienta. Pero si, por ejemplo, podemos hacer un martinete con percusión y un contrabajo, una zambra con piano, salir con una banda bonita, unos coros…, componer cosas nuevas o cantar algunas de las que nos dan o ya tenemos. En eso estamos ahora mismo. Cambiar la forma y el fondo.
Porque si tú dices Camarón, te vas a ‘Como el agua’; Enrique Morente, te viene a la cabeza ‘Estrella’. El Lebrijano, igual. Cada uno tiene su sello, ha dejado esa huella que no se borra. Lo que quiero es que alguien escuche algo y diga «¡ese es Jesús!». Que quede y se pueda reconocer lo que hemos hecho, por la personalidad y lo inconfundible.
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