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‘Manuel Falces. Inventario de espejos’, de José Manuel Mouriño
Con Matilde Sánchez, Ricardo Martín, Gervasio Sánchez, Ángel S. Harguindey, Ilan Wolff, José Manuel Falces, Matilde Falces, Fran Falces, Julio Falces y Josep Vicent Monzó, entre otros
80′, España | Fundación Manuel Falces, 2022
26 Festival de Málaga
Hasta el 19 de marzo de 2023
Al margen de las grandes concentraciones y del empacho de las candilejas, José Manuel Mouriño ha sabido construir –y sin abandonar el documental– uno de los discursos audiovisuales más ambiciosos y consistentes del país. Investigador, ensayista y representante en España e Iberoamérica del Instituto Andréi Tarkovski –su gran debilidad–, el cineasta gallego ha dedicado sus últimos años a explorar de manera personalísima la obra de autores como Pessoa, Manuel Vilariño, María Zambrano o José Ángel Valente.
Un rastro que le acabaría sumergiendo en la fotografía de Manuel Falces e inspirando la que es, hasta el momento, su última producción, estrenada en el Festival de Málaga. Una vez más, el director, enfrentando con su equipo dos entramados líricos –el suyo y el del protagonista– que dan rienda suelta a la reflexión sobre el significado de la imagen y a la poesía visual.
Producida por la Fundación Manuel Falces, y rodada casi en su totalidad en la provincia de Almería –que ya visitó a propósito de la cinta sobre Valente–, la nueva propuesta de Mouriño se introduce en la trayectoria y en los símbolos de uno de los artistas más importantes de la fotografía española y alumbra, en su inventario de espejos, un encuentro entre dos versiones frente a la cámara que, con la mediación del pensamiento de María Zambrano, parecían condenadas a entenderse y, para felicidad del público, incluso converger.
Acompañado del hijo del fotógrafo, José Manuel Falces, el director presenta su documental en un escenario, el Museo Picasso Málaga, tampoco desprovisto de lecturas en esa ruta de la creación que parece obstinado en frecuentar. Después de la première, y con un remache cien por cien compatible con Tarkovski –tramado desde un teléfono en una estación de tren hacia un teléfono en una habitación–, José Manuel Mouriño habla con MAKMA de la película y de algunas otras cuestiones relacionadas con el cine, el arte y el lenguaje narrativo.
La película está constelada por un mapa de interconexiones que, tanto en motivos argumentales como estéticos, dialogan con el resto de su filmografía. El caso del poeta José Ángel Valente, con el que Manuel Falces mantenía una gran cercanía, es evidente, pero existen otros puntos de afinidad y de retorno más o menos objetivos como la provincia de Almería. ¿Qué le llevó a querer profundizar en el universo creativo del artista?
Es una cuestión que viene de largo y que se expresa en un viaje de referencias que me fueron trasladando de manera natural, y más allá de mi admiración personal, de un punto a otro. Si me apuras, y en lo relativo a Manuel Falces, todo arranca en primera instancia en Ginebra y en el documental dedicado a Manuel Vilariño, cuya obra estaba muy influenciada y en sintonía con la de Valente.
Durante el proyecto tuve la fortuna de trabajar con el audio de un poema que Valente escribió a su hijo Antonio; una locución que me pareció que encajaba en la película de Vilariño y que, además, quería acompañar con una fotografía del propio Antonio. Entonces, me puse en contacto con Lucila, la hija de poeta, que en un inicio era comprensiblemente reacia a autorizar el uso de la imagen.
Por eso decidí viajar a Ginebra, y cuando nos entrevistamos descubrí en ella a una persona encantadora que me ayudó muchísimo. Y no solo con el poema de su padre y el material para la película de Vilariño, sino también iluminando una casilla posterior, la del proyecto en torno a María Zambrano. Especialmente, con todo lo relativo a La Pièce, la casa en la que vivió la filósofa y en la que el poeta desempeñó un papel literario y vital de gran importancia.
El siguiente paso fue ‘Escribir. Lugar’, el documental sobre Valente –que, por cierto, muy pronto será publicado en DVD junto a un libro en edición especial del Círculo de Bellas Artes–. Un autor que siempre me ha gustado mucho y al que visualmente es casi imposible interpelar sin incluir alguna de las muchas fotografías que le hizo su amigo y colaborador Manuel Falces, lo cual completa las fases del itinerario y explica la conexión con Almería, territorio que Valente entendía dentro de la bifurcación elemental de su poesía, que decía que discurría entre el desierto almeriense y las profundidades acuosas de Galicia.
La propuesta de Falces resulta innovadora e inusual dentro de la historia de la fotografía española. Como cineasta e investigador de la imagen, ¿cuáles son los preceptos y elementos expresivos que más le atraen?
Más allá de esa deriva que comentaba anteriormente –y que puede antojarse azarosa, aunque, no obstante, marcada por la seducción–, existen muchos aspectos subyacentes dentro de la ingente producción de Manuel Falces que me parecieron, al tener la oportunidad de ahondar en ellos, un descubrimiento maravilloso.
Lo que más me interesa de su fotografía es cómo trabaja la penumbra, los desenfoques, la configuración teatral de muchas de sus series y el discurso en torno a la visión, que, al igual que en el trabajo de Vilariño o del propio Valente, está muy próximo a las reflexiones de María Zambrano.
También me resultaban muy atractivos algunos aspectos que rodearon su obra, como es la figura y la aportación de la que consideraba su otra mitad creativa, su mujer Matilde Sánchez. De hecho, una de las formidables dificultades a las que me enfrenté fue la de verme obligado a seleccionar entre tanto material gráfico y narrativo; series, imágenes, testimonios y anécdotas verdaderamente sobresalientes.
En ese material sorprende particularmente la experimentación del autor con la imagen en movimiento. Sobre todo, por lo que sugiere. Acaso una veta y un interés por el cine que no acabó profesionalmente de manifestarse.
Creo que en eso confluyen bastante cuestiones. Pero la principal tiene que ver con lo mucho que hizo y logró en el campo de la fotografía. También es cierto que fue un autor que trabajó en tantas búsquedas y tantas vías de expresión –la fotografía, la crítica, la gestión cultural, el ensayo visual– que es lógico que se sintiera creativamente saciado. Ya tenía bastante con todo lo que había aportado a la foto, la profundidad de sus indagaciones, los proyectos en los que estaba inmerso y las dimensiones, cualitativas y cuantitativas, de su obra.
Eso no quita, por supuesto, que tuviera interés por el cine. En muchas de sus series de imágenes se advierte la concomitancia, además de la influencia de directores como Fellini, por ejemplo.
En los últimos años destaca, sin embargo, la insistencia en los autorretratos y los selfies. Una curiosidad residual que llamaba la atención incluso de las personas que mejor conocían su trabajo. La propia Matilde confiesa en la película que desconocía las razones que le hacían perseverar en el formato y que nunca le preguntó por su empecinamiento.
El hecho de que, al parecer, y después de toda una vida juntos, no abordaran el asunto, probablemente esté relacionado con que se daba por descontado que Manuel Falces consideraba su cuerpo como uno más de los apéndices de la realidad que constantemente fotografiaba. Aun así, no deja de ser un motivo particular, puesto que la fotografía de uno mismo puede entenderse como un límite y una piedra de toque en la propia visión del mundo.
Es cierto que estos autorretratos siempre se los reservaba para las últimas imágenes del carrete, pero eso no le resta intencionalidad. El interés es inequívoco y suscita una lectura más que sugerente. Hay series en las que desaparece y otras en la que surge más allá del objetivo. Supongo que todo esto entronca con una línea alusiva a terceras preguntas que él mismo se formulaba. Quizá muy en la línea de María Zambrano, de la piel y la casa de las ideas. Toda esa obstinación en verse reflejado… Sin duda, un campo reflexivo a desgranar.
Su concepción del cine, como ha dejado escrito en muchas ocasiones, está emparentada con la idea de la desaparición. Manuel Falces sostenía que en toda fotografía late el intento de arrebatar un instante a una realidad, por lo demás, condenada a mudar y a extinguirse. ¿Estamos frente a una metafísica de la creación y de la ausencia?
Es cierto, como señalaba antes, que en Manuel Falces se percibe una clara tendencia a dificultar el acceso a la imagen y en reflejar el peso de la desaparición. En muchas de sus series trabaja en ese tránsito en el que se asiste al desvanecimiento paulatino de lo que está captando originalmente con la cámara. Pienso, por ejemplo, en la curiosidad por penetrar en todos esos destellos de instantes a punto de sucumbir, en la insistencia en el atardecer y el anochecer, en momentos que son un preámbulo y, a la vez, el inicio y el final de un mundo que se modifica.
Manuel Falces partía de perfil poético muy claro; tenía una gran relación con la poesía en la cual José Ángel Valente y su obra constituían el emblema.
Llama la atención que, en el contexto del audiovisual español, figuras tan rompedoras como las de Val del Omar o el propio Falces no acabaran de obtener un reconocimiento proporcional al de su impacto en el desarrollo del medio. ¿España mata y fagocita?
No podemos decir que Manuel Falces fuera una figura anónima y, mucho menos, que esta película sea una suerte de rescate o redescubrimiento de su figura. Manuel ya era previamente muy conocido, aunque quizá sí es cierto que le restó proyección su tendencia a estar en muchas cosas al mismo tiempo. Algunos lo conocían como crítico y articulista de El País, otros por su papel como gestor cultural, como impulsor del Centro Andaluz de la Fotografía o como artífice de Imagina, el festival que trajo a Almería a las mayores personalidades internacionales de la fotografía, incluido Cartier-Bresson.
Es innegable que se movía en muchas vertientes y que a veces el mercado reclama un área concreta en el que concentrar la producción. Hablamos de muchas facetas al margen de lo que sus propias creaciones significan. Hay quien todavía se sorprende de la vastedad y la fuerza de su obra. Tampoco le benefició el momento en el que falleció, que suele ser la etapa en la que se recogen los frutos de lo sembrado.
Valente, Vilariño, Falces, Pessoa, María Zambrano. Y, por supuesto, Tarkovski. Su inventario fílmico es todo un catálogo de devociones personales. ¿Le resulta muy difícil tomar distancia?
No sabría responderte. En cada una de mis propuestas los autores reciben un tratamiento particular. Intento no dejarme cautivar por la pretensión de hacer lo mismo que ellos. Entre otras cosas, porque sería vano y ridículo. Es imposible ser Valente, ser Tarkovski. Se trata de respetar sus planteamientos, pero también los propios, de procurar que la traslación a la superficie audiovisual sea la adecuada y que mi visión acabe por hacer aflorar su discurso.
En el caso de Tarkovski, hablamos de un autor que me ha condicionado desde que lo descubrí y que está implícito en mi médula cinéfila. Un autor con una obra abrumadora, que hace que todo lo que uno es esté de alguna forma conectado a esa fascinación y esa constatación de la grandeza de su trabajo. Pero insisto en que hay que conjurar ese el riesgo, el que la seducción te suplante y de que tu trabajo quede sepultado bajo todos esos nombres. Es absurdo querer ser Tarkovski porque resulta, como decía, imposible.
Últimamente, incluido en este festival, se ha convertido en un lugar común celebrar el gran momento que atraviesa el cine documental…
No me siento demasiado capacitado para hacer un perfil ni un diagnóstico. La verdad es que no le dedico mucho tiempo a constatar y verificar la existencia de ese boom. Lo que está claro, sin embargo, es que existe un interés inmenso por el documental y que el acceso a los medios audiovisuales ha facilitado la creación. A estas alturas ya están fuera de dudas las cimas que puede alcanzar el documental.
Dentro de la historia del cine siempre ha habido grandes obras asociadas a lo que hoy se denomina no ficción, que es un concepto difuso y difícil de acotar, porque el documental está plagado de elaboración, de constructos, y la ficción, como se puede observar constantemente, trabaja con mecanismos propios del documental.
Decía Pere Gimferrer que el cine, al contrario que otras artes, todavía está sumido en la búsqueda de un lenguaje narrativo autónomo con capacidad para romper con el paradigma literario dickensiano y decimonónico y la tiranía de la presentación, el nudo y el desenlace. ¿El avance sigue siendo una excepción?
No quiero ser pesimista, pero lo cierto es que se han impuesto determinadas prácticas procedentes de supuestos modelos de éxito –y abrumadoramente presentes en ciertas plataformas–, que están suplantando la creatividad. Hasta en películas pretendidamente experimentales se emplean las fórmulas y los esquemas mayoritarios en este tipo de industria. Parece que los creadores están forzados a comportarse de la misma manera, pero esa limitación no es real. Sentir eso, esa obligación a repetir y no salirse de esos postulados, es lo más dramático que le puede ocurrir a un autor.
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