Josep Pla. Biografía

#MAKMALibros
‘Un corazón furtivo. Vida de Josep Pla’, de Xavier Pla
Cultos y bronceados (XIV)
Verano de 2024

“Res em fa il·lusió. Quan em parlen de la felicitat, la cursileria de la paraula em fa rebentar de riure. L’ideal consisteix en fer-se totes les il·lusions possibles i no creure en cap. Decepcionant, depriment, però ¿què hi voleu fer?”

(Josep Pla, ‘Fer-se totes les il·lusions possibles’)

“La vida no vale nada”, ese dicho tan repetido, es una fórmula que se emplea frecuentemente para describir la existencia y para recordar la muerte a la que con fatal puntualidad estamos condenados. Y esa fórmula, entre triste y resignada, se utiliza con distintas acepciones. Vamos, que puede entenderse según lo que concretamente queramos decir. Es un tópico expresivo, sí, pero utilísimo.

“La vida no vale nada” ha servido y aún sirve para rotular obras distintas, desde filmes hasta canciones, desde melodramas hasta himnos revolucionarios.

Por ejemplo: ‘La vida no vale nada’ (1955) es una película mexicana dirigida por Rogelio A. González, con Pedro Infante y Rosario Granados, entre otros. O, por ejemplo, ‘La vida no vale nada’ es una canción compuesta por Pablo Milanés y aparecida en el álbum homónimo de 1976. “La vida no vale nada”, se insiste una y otra vez en contextos muy distintos.

Generalmente, cuando esto se dice desde una perspectiva cristiana se alude al valle de lágrimas en que consistiría la existencia humana. Estamos aquí temporalmente –se nos dice– y solo al final de los tiempos, cuando alcancemos la gloria, el reino de Dios, quedarán compensados nuestros padecimientos o lo insustancial de nuestros afanes.

Por tanto, si la vida no vale nada, mejor no hacerse ilusiones con la existencia sublunar. Solo cuando nuestros pecados sean juzgados y podamos salvarnos, será el momento eterno para vivir en plenitud, sin las carencias, sin el dolor, sin la condena de la existencia terrenal.

Josep Pla en su masía solariega de Parafrugell (Girona).

Pero no hace falta ser creyente para sostener algo así. Sin ir más lejos, el escritor Josep Pla (1897-1981), que no era especialmente religioso, defendía un acusado y socarrón escepticismo sobre las ilusiones humanas. Como Pío Baroja (1872-1856), a quien admiró de principio a fin.

Ambos eran renuentes o contrarios a las fantasías de la comunidad catalana o vasca y a las de sus contemporáneos de inspiración creyente, nacionalista. Ambos lamentaban el estado convulso o desarreglado de España. Pero, también, ambos eran contrarios a toda exaltación de la Humanidad, ente abstracto que sustituiría al Dios cuya muerte había anunciado Friedrich Nietzsche en el Ochocientos.

Pla y Baroja eran conscientemente localistas y cosmopolitas, pero sin demasiadas expectativas. Entre otras lecturas provechosas, ambos estaban inspirados por la cultura francesa: fueron admiradores de la rica tradición de sus moralistas, empezando por Michel de Montaigne (1533-1592).

Jordi Gracia calificó a Pla y algunos de sus compatriotas heterodoxos de “burgueses imperfectos”. O de patriotas imperfectos. De haber ido más allá de la literatura catalana, Gracia habría incluido sin duda a Baroja.

Aquí, en la Tierra, desde una perspectiva sencillamente realista, materialista e incluso hedonista no conviene hacerse demasiadas ilusiones, podría habernos recomendado Josep Pla.

Es decir, debemos aceptar que no somos nadie, que por inconsistencia o falta de perseverancia pronto se disipan nuestras alegrías, se doblegan nuestras intenciones y nuestra voluntad. Más pronto que tarde abandonaremos nuestras metas y al final se frustrarán los escasos momentos de felicidad que hayamos alcanzado. Pocas serán las satisfacciones que el discurrir cotidiano nos procure.

El saldo es magro: el breve o insignificante rendimiento que la existencia nos proporciona no garantiza la dicha permanente. Menos aún la vida eterna, habrían concluido Pla o Baroja.

La existencia no vale nada, o poca cosa… Lo dicen estos y otros autores descreídos o escépticos que, sin embargo, alcanzarán la gloria literaria. Pero cuando repiten esa letanía aluden a lo efímero, al nulo valor que bajo determinadas circunstancias (precarias o no) tienen todas las vidas, no solo la propia, también las ajenas. El devenir de cada uno es tan común, tan ordinario, que apenas dejamos huella o relevancia.

Las palabras que preceden me las suscita, por supuesto, la figura egregia, compleja y polémica de Josep Pla; me las provoca su obra escrita, que solo en parte conozco, una parte que me ha procurado gran dicha literaria. La reflexiones que preceden y suceden son efecto de la lectura frecuente e insistente del escritor ampurdanés. Pero aquello que las precipita ahora es la biografía monumental que Xavier Pla, profesor en la Universitat de Girona, le ha dedicado: ‘Un cor furtiu’ (2024) o, en castellano, ‘Un corazón furtivo’ (2024).

Es monumental no solo por su extensión (más de mil quinientas páginas), sino también por la finura y la audacia. Pero no es definitiva, no es la biografía definitiva de Josep Pla, pues –como dijo Jorge Luis Borges– lo definitivo solo pertenece a la religión o al cansancio.

Es grande la minuciosidad (y hasta excesiva, según le reprocha algún crítico). En cambio, yo no veo exceso culpable: al detalle del dato, a lo prolijo de la documentación, precede o sigue siempre un análisis muy justificado.

Le escribí privadamente: al autor. Le escribí unas líneas solo para felicitarlo por su biografía. Una vez leída la obra de pe a pa (y, en ciertas partes, releída), puedo decir que el trabajo realizado por Xavier Pla impresiona. Vuelvo a insistir: el volumen es muy extenso, pero todo lo que dice e incorpora está muy bien traído, muy bien puesto y dispuesto. No era fácil salir airosamente de una empresa de esta envergadura y con un personaje de vida tan expuesta y oculta, tan visible e invisible.

En su abundante ‘Obra Completa‘, el propio Josep Pla se derrama con largueza, se muestra abundantemente y con retoques, de modo directo e indirecto. Escribe y publica lenta, incansable y torrencialmente. Con ello describe y reescribe con frecuencia lo que observa, lo que originariamente esboza en sus artículos. Por ejemplo, en sus colaboraciones periodísticas en el semanario Destino: ‘Calendario sin fechas’ (1940-1978). Su grafomanía es un modo de exhibirse ocultándose.

La biografía de Xavier Pla es, en muchos sentidos, admirable. ¿Estamos de acuerdo con todas sus interpretaciones o juicios sobre el biografiado? No es preciso. De hecho, la contrariedad o la duda que algunos pasajes de Xavier Pla no es achacable a falta de rigor. Es, por el contrario, una prueba de la complejidad y de la dificultad del personaje, frente al cual el biógrafo opera con rigor y minucia. Prácticamente como un artificiero.

Josep Pla es plural y sorprendente como periodista, como reportero y como escritor que profesa el realismo, un realismo implicado. Es un autor que evita la retórica y el manierismo. Pero, a la vez, hay en su mirada y en su escritura rutinas, reiteraciones que son fruto de su sesgo ideológico.

Por ejemplo, asiste con absoluto desdén al advenimiento de la II República española. Se pronuncia con sarcasmo feroz, trazando semblanzas inmisericordes de muchos de sus protagonistas. Se manifiesta como un conservador al que no le importa ser tildado de reaccionario.

Muchas décadas después, en 1974 y siguientes, muestra un actitud igualmente feroz con el 25 de Abril. Se declara absolutamente en contra de la Revolución de los Claveles en Portugal. No le importa ir contracorriente, como un temeroso burgués que deplora el pronunciamiento democrático. Teme, sigue temiendo, el comunismo.

La política convulsa lo trastorna, lo ciega, haciéndole perder efectivamente, y por momentos, su capacidad de observación, su clarividencia e incluso su presciencia. O el humor, que acaba convirtiéndose en sarcasmo dolido.

Xavier Pla sostiene que el escritor se agria al final, justo cuando no capta bien lo que está pasando en los setenta. No entiende el menosprecio que su pasado franquista aún provoca y no entiende que se celebre una revolución que apea un régimen fundado por Salazar, un hombre que fue templado, racional. Yo no creo que su reacción sea más acerba ahora, en los setenta, que en los años treinta. Recuerdo haberle leído páginas sobre el régimen republicano de una furia y de una crueldad muy agrias, precisamente.

Dicho esto, pediría que no se me hiciera mucho caso: el especialista en Josep Pla es el profesor de la Universitat de Girona, no yo. Y Xavier Pla nos proporciona abundantes pruebas de su creciente misantropía sin dejar de ser un conservador y un conversador educado.

Punto y aparte.

Al ser entrevistado por Joaquín Soler Serrano para el programa ‘A fondo’ (8 de diciembre de 1976), Josep Pla insistía una y otra vez en su insignificancia.

El programa es, como otros de aquella serie, sencillamente espléndido. Es televisión de gran calidad. Se logra con un entrevistador que se sabe contener, un interlocutor culto, aunque quizá algo obsequioso que quiere ante todo hacer hablar al entrevistado, escucharlo con respeto. Es un espacio televisivo de altura.

La obsequiosidad de Soler Serrano es, por supuesto, un rasgo de carácter y una estrategia entrevistadora. Ante el maestro, que es como el periodista llama constantemente a Pla, el escritor responde quitándose relevancia. Sin duda, es un latiguillo del gran autor que profesa una humildad en parte real y en parte impostada. Para realizar la interviú, el periodista ha dispuesto una mesa en la que se expone casi toda la obra de Pla.

El gran escritor resta importancia y porvenir a esa gran producción, a esa escritura lenta y torrencial. ¿Qué será de todo esto dentro de diez años? ¿Dónde estará? “La vida es ondoyante”, apostillaba el afrancesado. Las cosas que suben acaban por bajar. Nada está asegurado y una producción abundante de gran calidad no tiene ganado necesariamente el porvenir.

Sin duda, el porvenir es largo, el futuro dura mucho tiempo y el canon de la literatura muda sin que haya garantías de perduración. Ser consciente de eso, como sabe Josep Pla, le permite (al menos teóricamente) no vivir angustiado por su eternidad literaria.

Pero esto no es del todo así. Como nos revela y recuerda, Xavier Pla, el escritor ampurdanés sí que vigila ese porvenir buscándose uno tras otro a un biógrafo que lo inmortalice de acuerdo con sus dictados. Y esa pretensión resulta temprana, cuando ya es un joven corresponsal, un prometedor periodista. Por supuesto, cuando responde escépticamente a Joaquín Soler Serrano, su futuro como clásico de la literatura catalana prácticamente ya está garantizado. Y ello a pesar de las hostilidades que algunos le profesaban por su adhesión remota a la causa franquista.

A la vez, Pla sostiene la verdad cuando dice desconfiar del porvenir y de la huella literaria. Por eso, más que satisfecho de su obra, el escritor se presenta principalmente como un lector, como un gran lector.

De modo semejante a lo que, por su parte, ha dicho tantas veces Jorge Luis Borges cuando –como Pla– también afecta modestia: en cierta manera, ambos repiten estar más orgullosos de lo que han leído que de lo que han escrito. Lo dicen cuando ya son bien conocidos y apreciados, cuando sus respectivas obras tienen su efecto y consecuencia, mayores o menores.

La lectura: eso es un tesoro muy cierto que nadie puede arrebatarles. Al fin y al cabo no es lo que uno u otro hacen, la obra completa o definitiva que creen haber logrado, sino las obras a las que acceden o descubren y que otros les han legado para su deleite. Y el nuestro, nuestro goce, incluyendo sus respectivas obras también.

Por un lado, la lectura nos enriquece y nos exalta; por otro, nos rebaja: nos hace recordar que somos enanos subidos a espaldas de gigantes. Quizá esa actitud proceda del escepticismo existencial de Pla, que no excluye el hedonismo o el epicureísmo.

Confiar en una vida plena y plenamente dichosa es un espejismo, pues nos hace incurrir en un malentendido y en una percepción errónea del mundo y del yo. En los casos más graves puede llevar al delirio, a la soberbia. Esto lo dice y lo repite a su manera Josep Pla. Lo sostiene bien pronto por su carácter, por su origen payés (que incorpora el fatalismo) y por temer las consecuencias del éxito editorial que él dice no haber buscado. Se protege, nos advierte Xavier Pla. Pero, a la vez, esa modestia es un valor para conducirse con tiento. Él y cualquiera de nosotros.

Mirémonos en el espejo.

Seguro que unas grietas y unas arrugas bien o mal labradas y unas canas abundantes y una alopecia inevitable confirman ahora la frustración que nos habíamos forjado. Más que efecto de las religiones, la eternidad puede ser un malentendido alimentado por muchos jóvenes. Llegados a la crecida de la edad, pasado el retour d’âge, vemos arruinarse la imagen aceptable que de nosotros nos habíamos forjado, precisamente cuando fantaseábamos con la omnipotencia.

Rememoremos.

Seguro que nuestros actos pasados (esa vida y esas expectativas que marchaban por delante) nos devuelven ahora una imagen poco egregia. Si nos hemos hecho muchas ilusiones –todas las ilusiones, diría Josep Pla–, entonces seguro que lo logrado es inferior a lo anhelado. Por eso, si de ilusiones se trata, conviene hacérselas todas, pero sin caer en ninguna. Si eso sucede frente al espejo, no menos ocurre fuera del reflejo.

En la vida externa es probable que lo conseguido sea muy decepcionante (salvo que empezáramos la adolescencia con una bajísima autoestima). Constatamos, pues, que no somos nada, sin que ello sea indicio de autopunición o tortura. Podemos cambiar levemente el discurso, pero la moral o la creencia que lo inspira es la misma. Esto es, podemos admitir que, si no nada, al menos somos poca cosa.

Sin duda, mucho de lo que nos sucede (más o menos tremendo para el devenir personal) no tiene mayor trascendencia en la vida colectiva o en el orden común. Por tanto, debemos resignarnos. ¿A qué? A que la existencia de cada uno sea sólo eso: una vida ordinaria, tan previsible como otras, tan escasamente interesante como otras tantas.

En esa idea porfió Pla…, hasta el punto de anhelar una vida de payés: el negativo exacto de su juventud viajera, de sus corresponsalías europeas, de su prolífica escritura. Porfió Pla, mientras a la vez quiso garantizarse bien pronto alguien que le escribiera, alguien que se atuviera a la imagen que él mismo quería dar o representar, según nos recuerda Xavier Pla.

Punto y aparte.

No hay vidas aburridas u ordinarias. En realidad, toda existencia es extraordinaria si quien la detalla (el yo o el otro yo que obra como biógrafo) sabe presentarla bien, si se cuenta con entrega y con intriga. Hay que despertar sentimientos y percepciones; hay que administrar los hechos, las circunstancias y, sobre todo, hay que otorgar sentido a aquello que a un tercero acaece.

Si se sabe escribir la existencia, el acto de narrar puede proporcionarnos conocimiento y divertimento, lecciones aprovechables, incluso un lenitivo. Permítaseme decirlo con lo que Cesare Pavese (1908-1950) sostuvo famosamente en ‘El oficio de vivir’ (1952): “La literatura es una defensa contra las ofensas de la vida.

Todo curso humano, bien detallado, bien relatado, supone un acto de enseñanza: mostramos o nos muestran logros y pérdidas, balance que sirve para sopesar nuestros triunfos y derrotas, esas ilusiones en las que no deberíamos haber caído. Pero hay más. Todo curso humano, bien detallado, bien relatado, supone un acto creación y recreación verbal, que sintetiza, reelabora y representa existencias. Con ello, el biógrafo atrapa a un público ya ganado de antemano o que no tenía interés o que apenas sabía quién era la persona cuya vida se narra. En este punto, Xavier Pla se conduce admirablemente.

Ahora bien, nunca lo escrito por el biógrafo (tampoco por el memorialista) es todo lo que pasó por mucha voluntad erudita o exhaustiva que le ponga. Nunca lo biográfico (y lo autobiográfico) permite recordar el entero en contexto y con el significado general y definitivo, concreto y completo.

El escritor Josep Pla, en una fotografía de juventud.

¿Cómo atribuir sentido a los actos, a los pensamientos no revelados o contradictorios, a las intenciones de un ser joven y ya lejano o a unas acciones que resultan ajenas, remotas y casi indescifrables?

La correspondencia privada nos destapa muchas cosas pública o literariamente inconfesables. Pero las palabras publicas pueden ser examinadas buscando indicios reveladores que ayuden a entender no sólo la obra, sino también la vida más escondida o las motivaciones ignoradas por el autor. Justamente por eso, Xavier Pla aspira con su biografía a valerse de esos materiales tan productivos, públicos y privados.

De cualquiera, cuyas vidas creen o creemos que no valen nada o cuyas existencias no valen gran cosa, tenemos mucho que aprender. Las biografías (y, por extensión, las autobiografías, las memorias, los diarios, las correspondencias, etcétera) son fuentes de conocimiento y de esparcimiento. Sirven, entre otras cosas, para conocer al personaje, pero sirven también para mejorar nuestra percepción del mundo y para aquilatar más finamente nuestra autopercepción, la de quienes leemos.

Estos géneros, estos escritos, son espejos a los que asomarnos para describir las diferencias, para confirmar las similitudes, para corroborar lo que nos aúna o nos distancia, para multiplicar nuestras experiencias. Y para corroborar la incertidumbre y la pesadumbre con que inevitablemente se afronta lo que nos proponemos o lo que nos acaece, fruto de lo deseado o lo inesperado.

En épocas de duda y crisis, que en mayor o menor medida son las habituales, aquello que otros hacen nos sirve de ilustración y ejemplo a seguir o a evitar sin que sepamos que las consecuencias van a ser las previstas. Pensemos en los géneros del yo.

Las ‘Confesiones’, como San Agustín o Jean-Jacques Rousseau las escribieron, o los ‘Diarios’, como Samuel Pepys o André Gide los concibieron, etcétera, nos muestran los actos y el relato de esos actos que algunos individuos realizaron, sus bondades y sus iniquidades.

La prosa revela y oculta, muestra gozosa o recatadamente, pudorosa u obscenamente, la existencia a cachos y con retoques. Quienes anotan su vida son sujetos carnales ahora convertidos en palabras, como expresara Jean-Paul Sartre. O son héroes que emprendieron gestas y que luego justifican en tercera persona, como hiciera Julio César para así agigantarse.

Pero esta enseñanza, este deleite y, en fin, estos rendimientos que obtenemos como lectores no se reducen a los géneros autobiográficos. También la biografía, la biografía hecha con mimo y exhaustividad, tiene un sentido moral para el lector, una enseñanza que no tiene por qué ser explícita y que éste podría aplicarse.

Como lector, precisamente, he aprendido mucho de las mil quinientas páginas en que se compendia y comprende la vida de Josep Pla. Casi todo lo que realmente nos importa como seres humanos está presente en sus páginas. No lo olvidemos: la obra es la biografía de un moralista que se reviste como periodista, como escritor: un moralista que se hará con las palabras tras un permanente ejercicio de observación.

Nuestro tiempo es corto, siempre carente: un repertorio limitado de experiencias y de vivencias. Nuestro porvenir sublunar es también fatalmente breve. Qué mejor que leer vidas ajenas de quienes por su parte también escriben sobre las existencias de otros. La experiencia se somete a un doble filtro. Si después lo contamos –como estoy haciendo ahora yo mismo–, entonces el proceso de rendimiento cultural es riquísimo.

La lectura de las vidas escritas de quienes a su vez escriben sobre las vidas de otros es un acto de complejidad. Es propiamente una traducción cultural: nos proporciona información de otro tiempo, información con significado, conocimiento quizá aplicable a nuestra época a pesar de los contextos tan diferentes. Pero sobre todo estas biografías nos proporcionan hechos irrepetibles y datos personales dentro de un marco de sentido. Y el sentido es aquello que la ciencia no puede darnos. Observamos a los otros con el afán de aprender o de evitar, pero no de envidiar, que es un vicio infecundo.

Eso mismo decía Josep Pla. No me pregunto si el escritor ampurdanés fue o no un envidioso. Lo que aprendo es que nos recomendó no envidiar. El asombro es el principio del conocimiento, ya lo sabemos. Pues bien, el precepto (si precepto podemos llamarlo) está claro: hay que dejarnos llevar para asombrarnos ante los actos y los pensamientos de nuestros contemporáneos y antepasados.

Josep Pla en su casa de Parafrugell (Girona).

¿Cuáles?

Los cálculos que aquella persona hace cuando escribe, los valores con los que ésta se guía cuando publica. El biógrafo de Josep Pla exhuma ahora todo ello para nosotros de acuerdo con su cultura y disciplina, de acuerdo con su saber y experiencia. Como lectores completamos el proceso al descodificarlo, al entender al biógrafo y al comprender al biografiado.

Ese registro escrito y cronológico de una vida sirve de contraste: leemos esas páginas y directa o indirectamente nos examinamos. Un yo escribe él y quienes leemos nos comparamos, sabiéndonos lejos y cerca, distantes y concernidos.

Las biografías, etcétera, son sobre todo eso: grafía, registro, escritura, narración. En cambio, la vida, no. Las cosas nos pasan simultáneamente y sólo al contarlas las racionalizamos: les damos un orden y una sucesión que no tenían, dice Jorge Luis Borges.

De siempre hemos disfrutado con el género biográfico (y el autobiográfico). De siempre he disfrutado con las obras dedicadas a quienes escriben y son prosistas y, particularmente, periodistas y, mas concretamente, a quienes podemos calificar de grafómanos.

Uno aprende de quienes escriben sobre la realidad: y todo ello contado por otros que ahora están examinando y escribiendo sobre los hechos de quienes fueron periodistas o colaboraron en prensa. Leo, leo sin parar las vidas de letraheridos. Y leo a quienes últimamente mejor se han expresado sobre estos géneros, publicando biografías de mucho fuste.

Me refiero a Jordi Amat, Jordi Gracia, Anna Caballé, Javier Varela, Francisco Fuster o, ahora, Xavier Pla. Sus libros de los últimos años son una fuente de saber y discernimiento, ejercicios de exhumación y de paciencia, la recuperación de existencias convulsas de quienes a su vez tanto y tanto escribieron.

Cito de memoria y apenas unos pocos libros de estos biógrafos con los que he disfrutado de lo lindo, con los que me he conmovido, con los que me he irritado, con los que he aprendido: ‘El hijo del chófer’ (2020) y ‘Vencer el miedo. Vida de Gabriel Ferrater’ (2022), ‘José Ortega y Gasset’ (2014) y ‘Javier Pradera o el poder de la izquierda’ (2019), ‘Umbral. El frío de una vida’ (2004 y 2022) y ‘Carmen Laforet. Una mujer en fuga’ (2010), ‘El último conquistador. Blasco Ibáñez, 1867-1928’ (2015) y ‘La vida deprisa. César González Ruano, 1903-1965’ (2023), ‘Julio Camba. Una lección de periodismo’ (2022) y ‘Baroja en París. Guerra Civil y exilio, 1936-1940’ (2019), ‘Un cor furtiu. Vida de Josep Pla’ (2024) y ‘Josep Pla, ficció autobiogràfica i veritat literària’ (1997).

¿Cómo que la vida no vale nada? ¿Cómo que no hay porvenir del que preocuparse? La vida vale doblemente y es oscilante: por lo experimentado, por lo escrito en vida, por lo recuperado y ordenado, con significaciones varias y contradictorias.

En estos autores, en estos biógrafos hallamos sutileza y finura, un medio (diría que artesanal y artístico a un tiempo) para diseccionar a personajes con épocas de gran creación o no, con actitudes y obras dignas de encomio o no. Como antes decía, no tengo por qué convenir en todo lo que dicen y en todo el significado que atribuyen a los actos de sus biografiados. Pero la calidad de sus respectivas escrituras, que es el reflejo de mentes complejas y bien entrenadas, me hace vivir o revivir existencias paralelas cuando disfruto de la holganza o del jubiloso apartamiento.

Entre los biografiados hay individuos rectos, honestos, envidiables, reprensibles y antipáticos. Es decir, de todo. Hay gentes dignas y gentes reprobables de cuyas vidas calamitosas o impostoras mucho podemos aprender. De lo que se trata es de que a través de las obras de sus biógrafos podamos hacernos una idea.

¿Una idea de qué? De la humanidad creadora y de los periodistas de quienes tanto aprendimos, muchos de ellos –ya digo– entregados a la grafomanía.

Podemos también hacernos una idea de lo que es o lo que son los géneros literarios personales y de lo que esos personajes han significado y cómo han sido narrados o representados.

Punto y aparte

Josep Pla hace de su escritura un ejercicio periódico, una urgencia creadora y compulsiva, una observación cuidadosa del mundo. Cursa estudios de Derecho, pero esas letras le sirven sobre todo para hacerse escritor de diario. En el doble sentido de la expresión: de periódico y de cosas ordinarias.

Comienza colaborando en la prensa para lograr un medio de vida, pero la escritura noticiera no es sólo algo alimenticio. Cultivar el periodismo le permitirá aguzar la observación y obtener una recompensa inmediata: saberse leído.

Si se tienen aspiraciones literarias y se escribe en los diarios, el prosista se esmera cada día, pues deberá mirar con cuidado, captar la atención de los lectores, impresionar a unos destinatarios infieles o mudables, interesados quizá por los competidores de aquél. Ha de afanarse…, volcándose expresa y personalmente en esa literatura que contiene apreciaciones del mundo aunque también revelaciones de un yo observador.

Los libros de Pla vendrán más tarde, en catalán o, excepcionalmente en castellano, durante el primer franquismo por prohibición censora. Pero muchas de esas obras serán recopilaciones recicladas, balas de papeles originariamente precarios, caducos. Ahora bien, esa escritura periódica no es algo accidental, adventicio, sino su forma misma, la más elevada y constante, de hacer literatura, su manera de expresarse, su modo de enfrentar las intemperancias de la vida.

El artículo, la crónica, el reportaje le permiten desarrollar una agudeza espectadora, el destello perspicaz, la puya irónica, la cultura y el adobo, que no la retórica hinchada. Pero Pla no se conforma.

Escribe novelas, guías, biografías, libros de viajes, etcétera, con el mismo sentido con que escribe sus colaboraciones periodísticas y quizá con el secreto objetivo de alcanzar la gloria literaria que la columna o el reportaje (la prensa), cree que no le da.

‘El quadern gris’ (1966) le redime… en parte. Digo en parte, pues jamás conseguirá el Premi d’Honor de les Lletres Catalanes, dado que no ha destacado nunca por su ejemplaridad antifranquista. En principio, más bien, por su adhesión al levantamiento. Los adversarios catalanes que no le perdonan esas fidelidades perderán la batalla.

Entre otras cosas por la respuesta lectora del público y por su conversión en clásico. La cuidadosa publicación de su ‘Obra Completa’, finalmente a cargo de Josep Vergès en Edicions Destino, harán de él una figura indiscutible de la literatura catalana. Todos esos pormenores los detalla con admirable paciencia Xavier Pla.

‘El quadern gris’, traducida al castellano por Dionisio Ridruejo y Glòria de Ros y publicada como ‘El cuaderno gris’ en 1975, es una grandísima obra de la literatura también española. No es una novela propiamente, ni es atadijo de textos periodísticos, aunque una parte de su corpus proceda de lo publicado en prensa.. Es o está concebido como un dietario, una escritura del yo, una puesta en orden cronológico de lo que fue su primer pasado, el tiempo de su formación como escritor.

Eso sí, sometido a la reescritura constante de un tipo ya maduro, una reescritura que es la disipación del verbo, la gran obra serial: la construcción de un mundo con el que testimoniar, con el que captar y retratar lo que él ve o cree ver en 1918 y 1919. Pero esa escritura caudalosa, esa grafomanía, será también una impresión de sí mismo, una manera de manifestarse y de rematarse, de hacerse en el acto de escribir, retocándose; y será un modo sentencioso de definir lo que aprecia o lo que repudia en 1918 o mucho tiempo después.

Ahora lo vuelvo a leer. Me refiero a su dietario y me refiero a Pla…, sin saber exactamente cuántas veces lo he leído. Y releo al escritor ampurdanés gracias a Xavier Pla, como me ha sucedido con las obras de Jordi Amat, Jordi Gracia, Anna Caballé, Javier Varela y Francisco Fuster.

Con los biógrafos comparto el afán de conocer y ampliar nuestro mundo cultural, el de escritores de los que aprendo y sigo aprendiendo. Sus biografiados son, para mí, contemporáneos tan vivos como mis propios coetáneos, unos personajes de los que, por nada del mundo, me desprendería. Forman parte de una demografía particular, seres con quienes a estas alturas también comparto léxicos familiares.