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‘La abuela’, de Paco Plaza
Reparto: Almudena Amor, Vera Valdez, Karina Kolokolchykova, Chacha Huang
Estreno en cines: 28 de enero de 2022
‘Susana y los viejos’, versión Rubens, en el salvapantallas del móvil de Paco Plaza; me llamó la atención. Era septiembre de 2019. La pintura -me comentó- encerraba el germen de la que iba a ser, probablemente, su siguiente película tras ‘Quien a hierro mata’. ¡Ah! ¡Menudo estímulo en mi cerebro! Recordé otra pintura, con ese mismo tema, que colgaba ya para siempre de una de las paredes más siniestras de la historia del cine. En una salita dominada por las enormes alas de un búho, desplegadas amenazadoramente sobre la cabeza de la visitante.
En ese caso, la pintura es de Willem van Mieris, y con ella vela el joven Bates un orificio por el que abisma su mirada al deseo. Furtivamente. Como los viejos en la referencia bíblica que toman ambos pintores. Con Marion Crane, al igual que Susana, como víctima inadvertida -al menos, al principio.
Casi a la vez que el cuadro de Mieris, me abordó una frase de Scorsese, en el sentido de que todos los cineastas perviven en una conversación continua, interrogándose y respondiéndose los unos a los otros, a lo largo de las distancias del espacio y de las del tiempo. Creo que, además, podemos incluir a pintores, escultores, literatos, compositores… El caso es que, casi dos años y medio después de aquel encuentro con Paco, ‘La abuela’ se manifiesta en los cines.
Este juego de espejos entre Paco Plaza y Alfred Hitchcock con ‘Susana y los viejos’ como engarce no ha sido deliberadamente buscado por el cineasta español; me consta. Tampoco por el británico, evidentemente… A menos que haya encontrado el modo de tomar posesión de Paco Plaza -cosa no descartable, porque Hitchcock se manifiesta constantemente en los mejores. Pero, en fin, dejemos este camino, que nos llevaría a perdernos por senderos que…
Resulta difícil hablar de ‘La abuela’ sin incurrir en esto que llaman spoilers; sin destripes, vamos. Voy a intentarlo, si bien creo que ‘La abuela’ es difícil de reventar. Porque Plaza -con Vermut, Carlos, que firma el guion- no carga el peso de la película en el efecto sorpresa (en algún momento deberemos condenar a todos esos que exigen sorpresas constantes en las tramas, a los que hablan de lo previsible, atrapados en la frontera entre la infancia y la adolescencia).
Por el contrario, Plaza busca en el espectador un aliado que conoce ya sobradamente los usos del género de terror, que reconoce sus códigos; que, por tanto, sabe qué esta pasando por debajo de lo que el cineasta nos muestra, y esto le permite anticiparse. Y es ahí donde actúa la sabiduría de Paco Plaza: de ese conocimiento del espectador, en quien emerge la desazón, su tensión al sentir las corrientes ocultas de la trama, el horror ante lo que sabe a punto de manifestarse. Sabe que es inevitable.
Y, para generar la expectativa en el público, Paco Plaza construye toda una red de símbolos que ofrece al ojo del espectador; el montaje destaca algunos, otros se deslizan con mayor sutileza; algunos tienen más fácil lectura, otros resultan más enigmáticos. No obstante, ninguno de ellos puede ser leído por Susana -que así se llama, claro, la protagonista de ‘La abuela’.
Todos estos símbolos habitan su paisaje cotidiano -el más íntimo, el hogar- y llevan junto a ella toda su vida. De haber podido extraerles significado, habría sido probablemente tomada por paranoide; al menos, en el mundo real. Pero esa misma locura es sabiduría cuando se habita la ficción, y podría ahorrarle situaciones… digamos que desagradables. He ahí un rasgo subversivo en el género terrorífico.
Tampoco Marion Crane, en la salita del amable -aunque tímido- Norman, era capaz de ver otra cosa que aves disecadas en las aves disecadas que vertían sus sombras por la pequeña estancia. ¡Ah, ceci n’est pas une pipe! -habría podido susurrarle Norman en un ataque de lucidez. Más aún: si Marion no hubiera mentido sobre su nombre y Norman hubiera sabido que su apellido era Crane (grulla, en inglés), su vena creativa podría haberse visto muy estimulada.
Ahora bien, no tiene en Hitchcock el símbolo una traducción científica, exacta, matemática. Ni en Plaza: una matrioshka no es igual a. Ni un intercambio de rostros por mor de un espejo de mano. Ni una muñeca reversible que alterna lo humano y lo animal. Bien al contrario, el símbolo enriquece con un despliegue de sugerencias que hace presente aquello que no puede ser nombrado.
El símbolo funciona en el terreno de lo poético. En mi caso -si se me permite-, me resulta más gozoso cuanto menos descifrable; es el caso de los dibujos que presenta el papel de la pared: escenas de un grupo de niños jugando ritualmente en torno a un árbol de grandes frutos. Cuando Susana ofrece a otro personaje una infusión, algún automatismo me adelanta la respuesta: va a decidirse por la de frutas del bosque.
En ‘La abuela’, el cineasta establece un juego por el que, constante y significativamente, unos personajes están ocupando el lugar de otros: puede ser un intercambio de camas, o puede ser su ubicación en el decorado. Miremos la escena que acabamos de aludir, la de “la infusión de frutas del bosque”, que tiene lugar en cocina de la casa. Sigamos la sutil coreografía de las actrices en el espacio, que se ofrece a nuestros ojos con total naturalidad; confiere una cierta claustrofobia al encuentro.
Tan importante como el valor simbólico de los objetos en ‘La abuela’ es su contribución expresiva a la generación de la atmósfera, a la plasticidad de las imágenes. Ahí es donde el cineasta se revela con todo su esplendor. “Es misión del cineasta reducir al máximo la presencia de lo aleatorio en la película” -algo que recuerda Enrique Urbizu con frecuencia.
En este sentido, ‘La abuela’ resulta un festín para quienes amamos no sólo el género de terror, sino el cine mismo: los reencuadres dentro del encuadre mediante el uso de la tridimensionalidad del decorado; los motivos visuales que reaparecen -los pavos reales que custodian el retrato de la abuela y el que asoma, con trazos infantiles, en el diario de la niña; las escenas que riman, que se repiten con distintos personajes-, Pilar ante su retrato pintado, y Susana ante el propio en un cartel que anuncia el perfume ‘Magical Girl’ (homenaje particular de Plaza a su célebre guionista ocasional, presumo).
También la imagen escindida de Susana cuando crece la amenaza sobre su integridad -reubicando siniestramente su rostro, por efecto de espejos, o por el de la cortina del baño, que lo desintegra, multiplicándolo; o las propias transiciones entre escenas y su contribución al enrarecimiento, al brote de lo siniestro, en la trama -véase la concatenación de elipsis que nos llevan de París a Madrid, el uso del espacio mental, del sonido, de la oscuridad…; como adentrarse en un túnel que no lleva a nada bueno. Sí: el uso de la elipsis. Ahí establece Paco Plaza las reglas del juego: la aguja de un reloj que se detiene, un pliegue en el tiempo…
Ah, y las canciones. Cuánto en esas canciones… Y en su uso diegético, en uno de los casos; porque, como ocurriera ya con ‘Verónica’ –otra de las heroínas de Plaza–, supone una consigna, un ¡ábrete sésamo!Son canciones populares, cotidianas, que insertas en la película adquieren un sentido abismal. Como cotidiano es de cuanto se vale el cineasta para construir su relato fantástico. Nada más familiar que la habitación de tu infancia, o de tu adolescencia, con sus pósters y sus muñecas; nada más familiar que la casa de tu abuela…
Claro que, como recuerda Freud en su célebre ensayo (‘Lo siniestro’-1919), la voz unheimlich –siniestro, en alemán– contiene en sí misma la palabra heimlich, que a su vez alberga los conceptos de familiar y doméstico, y de íntimo y oculto. Y acude en auxilio de Freud la voz de Schelling: Unheimlich es todo lo que debía haber quedado oculto, secreto… pero que se ha manifestado. ¡Ah, unheimlich, palabra matrioshka!
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