La bruja de Hitler

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‘La bruja de Hitler’, de Ernesto Ardito y Virna Molina
Con Lucia Knecht, Victoria Lombardero Có, Ema Eraso Villarino, Ulises D’atri, Eleonora Dafcik, Heinz Krattiger y Malena Villarino, Ronaldo Giss, Isadora Ardito
117′, Argentina, 2022
Largometrajes Zonazine Sección Oficial
26 Festival de Málaga
Hasta el 19 de marzo de 2023

Uno de los misterios más pertinaces de la ficción contemporánea consiste en saber cuándo se darán por agotadas las tramas en torno al nazismo. De la profusión de horrores inicial, indiscutidamente necesaria, también a modo de toma de conciencia y denuncia, se pasó a toda suerte de productos, algunos más escabrosos y elaborados que otros, hasta llegar a planteamientos que con conmovedora ingenuidad –pienso, por ejemplo, en ‘Malditos bastardos’, de Tarantino– eran saludados por la crítica como el enésimo carpetazo definitivo al holocausto y a las iniquidades del periodo.

La última hornada, que engloba a nombres de tanta resonancia cinematográfica como el de Haneke, se saldó con un balance de originalidad que apenas deja en pie, por su perturbadora visión interior, a la celebrada ‘El hijo de Saúl’, de László Nemes. Sin embargo, en todo ese retablo, con la excepción de aproximaciones a la distopía de K. Dick –qué hubiera ocurrido con una victoria alternativa en la guerra– y las escaramuzas literarias de Roberto Bolaño, quedaba una significativa lectura, por su complejidad moral, en la que bucear: el destino, más allá de Nuremberg, de los opresores y de su primera generación de descendientes.

A finales de los ochenta, Thomas Bernhard soliviantó las conciencias de sus compatriotas austriacos con ‘Heldenplatz’, una obra que se presumía en un exorcismo colectivo y en un símbolo del rechazo al totalitarismo y que el escritor y dramaturgo, con su habitual crudeza, ilustró con una tesis de fondo que suscitó un gran escándalo: la búsqueda de paralelismos entre la hipocresía y la intolerancia de la sociedad de su época con aquellos tiempos no tan remotos de subordinación entusiasta hacia el ascenso del Führer.

La bruja de Hitler

Bernhard venía a decir que el mundo no ha cambiado tanto. Y, en su interpretación más aleccionadora y menos ofensiva, que no estamos tan lejos y que, como señalaba Primo Levi, nada impide que la atrocidad pueda volver a celebrarse y repetirse. Un argumento que late de fondo en ‘La bruja de Hitler‘, la producción presentada por los argentinos Ernesto Ardito y Virna Molina en el Festival de Málaga.

Una cinta –integrada en la sección más ambiciosa del certamen, ‘Zonacine’–, que parte de un hecho histórico que en la Costa del Sol –recuerden la plácida estancia en Fuengirola de Von Papen– conocemos demasiado bien: el desembarco de gerifaltes y familias vinculadas al nazismo en nuevos territorios a partir del desmantelamiento del Tercer Reich. En este caso, en la Patagonia y las paradisiacas honduras de Bariloche.

Cuenta Ernesto Ardito –procedente, igual que la codirectora, del ámbito del documental– que su intención inicial era componer un relato de género basado en el terror. Un propósito que se fue ampliando con el rodaje hasta engendrar un título tan ambicioso como inclasificable.

Filmada, con sorprendente verosimilitud, en castellano y alemán, ‘La bruja de Hitler’ es una de las películas más enconadas y aventuradas de cuantas han pasado en los últimos años por el certamen. Su atrevimiento formal, en el que el destacan el sonido y la fotografía –por momentos en sintonía con el preciosismo de autores como el último Lars Von Trier–, sirve de plataforma para una deliberada estética –tal vez también ética– de la turbación.

Un instante de la presentación de ‘La bruja de Hitler’ en el 26 Festival de Málaga. Fotografía cortesía de la organización.

Durante sus casi dos horas de metraje, la cinta somete al espectador a un ejercicio de belleza y desasosiego que deja grandes preguntas sobre la psicología y la moral e interpela, desde la frondosidad del paisaje, a nuestro zeitgeist y a la actualidad.

Centrado en la vida cotidiana de la colonia de nazis que llegaron sin demasiado ruido a Argentina, el filme, con un reparto interpretativo formidable, tiene la virtud de evidenciar toda la basura ideológica del autoritarismo sin apenas recurrir a la violencia explícita y al recuento de cadáveres.

La contumacia de las costumbres y los ritos apartados de los exiliados, que celebran hasta el cumpleaños de Hitler, deja entrever la podredumbre de un delirio compartido que se empeña en sobrevivir sobre sus propias ruinas, antojándose, en su más recóndita y extemporánea perseverancia, tan ridículo y sórdido como los grandes desfiles y los campos de concentración. “Nos interesaba mostrar ese relato, el de los hijos de los torturadores, que también fueron víctimas de toda esa barbarie a nivel intrafamiliar”, indica Ardito.

Secuencias como la de la cantante y actriz Victoria Lombardero Có –también presente en la visita al festival– ejercitándose por la mañana en mitad del bosque, sus movimientos marciales heredados de la monstruosa quimera del olimpismo hitleriano y de los fotogramas embellecedores de Leni Riefensthal, los personajes extraviados en un laberinto vegetal y pronunciando sus nombres, las arengas fascistas de la radio y la evocación del pasado componen un discurso en el que emerge con fuerza toda la miseria despótica de los años centrales del nazismo. Y que empuja numerosos interrogantes, la mayoría, por desgracia para todos, de incontestable vigencia.

La dificultad de eludir el peso de la historia, la irresponsable sumisión a la fe y a la doctrina, la intransigencia congénita, el apego a un presunto y medieval sentido de la pureza que, en su defensa encarnizada, nadie duda en sacrificar para que perviva la farsa decadente de su continuidad. “Rodar esta película me hizo preguntarme por el material siniestro del que estoy hecha”, afirma Lombardero. Aplíquennos a todos –incluidos a ustedes, lectores– esa duda. Es el peaje de la memoria, la losa intangible que gravita sobre el conjunto de la humanidad.

En uno de los múltiples pasajes cargados de relieve de la película, el personaje de Enma, una adolescente alemana, apedrea la foto de Hitler, a quien culpa de la matanza del cerdo que sirve de alimento a las familias en la kermés fascista y campestre organizada en honor al Führer. “Al chancho [gorrino, en lunfardo] no lo mató Hitler, sino tu madre”, puntualizan los adultos. Frase paradigmática e inocente en la que viaja toda la gestación sombría de la locura, la obediencia masiva de una sociedad cómplice y ejecutora de una abominación que no habría llegado a nada sin esa asimilación civil.

Victoria Lombardero, inmensa en toda la película –pese al puntual y obligado histrionismo–, canta continuamente piezas de Schubert. Hace pensar en Wagner; en la capacidad destructiva del hombre, capaz de apropiarse y desventrar hasta las obras de arte más sofisticadas y emocionantes; de degradar y triturar en nombre de tozudos ideales. Incluso cuando ese código, al contrario que en el espantoso pastiche nazi o fascista –y, tal vez, hasta la lucha final–, quedaba bien sobre el papel.