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‘La cocina’, de Alonso Ruizpalacios
Reparto: Rooney Mara, Raúl Briones, Anna Díaz, Motell Gyn Foster, Oded Fehr, Laura Gómez, James Waterston
Guion: Alonso Ruizpalacios
Obra: Arnold Esker
139′, México, 2024
Estreno: 8 de noviembre de 2024
En su novela ‘Sin blanca en Paris y en Londres’, el escritor británico George Orwell narraba una serie de sucesos vividos por él mismo durante su estancia en las dos grandes capitales culturales del mundo de aquel primer cuarto del siglo XX en el que está ambientada, justo en el periodo entre las dos grandes guerras mundiales.
En uno de los pasajes de esta novela-ensayo, el protagonista cuenta su experiencia como lavaplatos en la cocina del restaurante de un hotel de lujo de París, un lugar desquiciado en el que, oculto al brillo de los salones, se escondía una férrea y decadente estructura de clases, espejo de las miserias que corroían a la sociedad de su tiempo.
De alguna manera, con Orwell nacía un tipo de literatura-denuncia hoy muy extendido. Pues bien, con otro tono, otro registro, algo similar nos vamos a encontrar en el último trabajo del realizador mexicano Alonso Ruizpalacios.
Basada en la obra de teatro del también británico Arnold Wesker, ‘La cocina’ nos cuenta la llegada a Nueva York de Estela, una joven inmigrante mexicana que, tras salir de la terminal del aeropuerto y sin conocer el idioma, consigue llegar hasta la trastienda de The Grill, un restaurante situado en algún rincón de la turística Times Square.
Estela va en busca de Pedro, un compatriota del que espera que le ofrezca un empleo como cocinera. Una serie de casualidades le permitirán conseguir el trabajo, pero Estela llega en un mal momento: alguien ha robado parte del dinero de la caja y el encargado, por estricta orden del dueño, ha iniciado una investigación entre el personal.
El problema es que la mayoría de trabajadores de The Grill son, como la propia Estela, inmigrantes indocumentados, lo que agrava el problema. Al mismo tiempo, Pedro, su contacto, trata de convencer a Julia, una de las camareras, de que desista de abortar el hijo común que ella lleva en su vientre.
Desde el punto de vista formal, con ‘La cocina’ nos encontramos, de nuevo, ante el Ruizpalacios más atrevido y juguetón. Una vuelta a su primer largometraje, ‘Güeros’, en el que el director mexicano se aplicaba no solo en contar bien una historia, sino en dirigirla mediando todas las posibilidades que le ofrecían las herramientas del cine.
Ruizpalacios no es un director con una gramática excesivamente poética. Su estilo se inclina más hacia una socarrona ironía que imprime tanto en su manera de encuadrar y definir a sus personajes como en su forma de montar las secuencias con un ritmo impetuoso que, en este caso, nos remite, entre otras muchas referencias, a la mejor tradición del género del slapstick.
Solo el principio de la película ya nos indica que estamos ante una propuesta poco convencional. Estela llega al centro de la Gran Manzana con un papel en la mano. En el papel tiene un nombre y una escueta referencia del destino al que se dirige.
Estela pregunta al azar a la gente que se cruza por la calle, que le irán sugiriendo el camino; una situación que, sorpresivamente, Ruizpalacios utiliza para, llevando por un momento su película hacia un estilo documental, sostener una divertida reflexión sobre el origen del nombre de la plaza Times Square.
¿Por qué se llama square (cuadrada) una plaza que es, en el fondo, redonda? El estilo de rodaje, la irrupción de este apunte al margen del conflicto principal (¿encontrará Estela a Pedro?), nos predisponen a introducirnos en una obra en la que cabrá prácticamente cualquier recurso.
Como en ‘Güeros’, Alonso Ruizpalacios regresa a un afilado blanco y negro, una solución que no es solamente estética, sino que sirve al director para introducir al espectador en un estado de ánimo. Este es un mundo gris, habitado por seres desamparados que viven en las mismas catacumbas del sistema, en su sala de máquinas, donde ni siquiera llega el color.
Por si esto fuera poco, Ruizpalacios remata su idea jugando con los formatos de la imagen. Tras seguir las indicaciones, Estela acaba en un sucio callejón lleno de ratas y basura. Un hombre, vestido con atuendo de cocinero, abre bruscamente una puerta. Ha salido a tirar unas bolsas y a fumarse un cigarrillo.
Después de explicarle su situación, superando algunas dificultades para hacerse entender, el hombre le dirá a Estela que está en el sitio correcto y la invita a que lo siga. Caminamos, así, con ella hacia el interior de The Grill y, mientras lo hacemos, la imagen de la pantalla cambia de un formato abierto, panorámico, a otro cuadrado y oclusivo. Con este simple recurso, Ruizpalacios nos advierte de que estamos entrando en un submundo especial.
Como sucedía en la novela de Orwell, la peripecia de Estela y Pedro sirve al director mexicano de excusa para elaborar un cómico e hilarante (pero, en el fondo, durísimo) retrato de, al menos, una parte de las estructuras sobre las que se sostiene el sistema económico norteamericano.
Bajo la apariencia de una cierta ligereza, Ruizpalacios dibuja un complejo sistema de mutuas dependencias y contradicciones entre los distintos estamentos en los que se divide esta pequeña muestra de la sociedad. Nada más llegar al restaurante, Estela va a ir entendiendo de qué van las cosas.
De una parte, está Luis, el jefe de personal, el guardián de la entrada. Él decide quién entra y quién sale, quién es contratado y se queda, y quién acabará en la calle. Luego, tenemos a Chef, responsable de mantener el orden y la eficacia en la cocina. Le siguen los cocineros, dueños y señores de su pequeño y mezquino reino de fogones. Y, por último, tenemos al nutrido ejército de camareras que llevarán los platos a las mesas del salón, donde esperan los exigentes clientes.
No es difícil imaginar cómo se dividen en este mundo las jerarquías de poder. Pero en el cine de Ruizpalacios las cosas son algo más complejas de lo que parecen, pues, en el fondo, aquí todos dependen de todos. Solo cuando una de las fichas de este dominó humano decide romper las reglas será cuando ese equilibrio se resquebraje. La amenaza de derrumbe será lo único realmente inaceptable.
Poco importa si los cocineros afrentan a las camareras, que Chef grite a los cocineros, que las camareras pierdan la comida o, como sucede en un momento de la película, toda la cocina quede inundada por culpa de una fuga en una de las máquinas expendedoras de refrescos. Todo está bien siempre que se mantenga ese equilibrio porque, entonces, cualquiera puede caer.
Un equilibrio que se sostiene a base de miedo. Miedo, claro, a perder el empleo y, con él, las pocas posibilidades no de prosperar, sino de mantenerse simplemente a flote. Los personajes de Ruizpalacios hace tiempo que dejaron de soñar. O, por lo menos, sus sueños son mucho más pequeños de los que, sin duda, tenían antes de llegar al país: montar un pequeño taller de coches o pasar el resto de sus vidas con su pareja. Cosas sencillas.
Hay, incluso, quien ya no tiene sueños o, quizá, sería mejor decir que su sueño o pesadilla es esa cocina a la que vuelve cada día: una especie de laberinto, un agujero negro dentro de otro agujero en el universo que los ha absorbido y en el que se han perdido para siempre. Cortar, freír, asar, servir platos y, así, una y otra vez, en una espiral para la que no queda otra escapatoria que un milagro, literalmente. ¿Qué otra salida queda cuando ya no hay salidas?
Ruizpalacios nos dice que el infierno está en la Tierra, que ya ha conquistado el mundo, y lo ha hecho por medio del trabajo como un sistema explotador, casi esclavista. O sin casi. Solo han cambiado las formas, los sistemas de obediencia y sumisión, los métodos de sometimiento. En pleno siglo XXI, ya no hace falta encadenar al esclavo a la galera, basta con narcotizarlo con la droga del miedo, la esperanza y la ilusión.
Con un solo escenario, el realizador mexicano es capaz de estructurar una compleja metáfora de los mecanismos de la globalización. En una de las secuencias más inteligentes de la película, los cocineros, siguiendo una broma, comienzan a insultarse en sus respectivas lenguas. La escena es divertida y desgarradora a la vez. ¿De cuántas maneras se puede insultar a una persona en el mundo? La risa, liberadora, tiene, al mismo tiempo, algo de trágica.
Al otro extremo de la cocina, Max, el único cocinero realmente norteamericano, grita enojado: “In english!”. Max, que no participa del juego de sus compañeros, se siente amenazado y le exige al resto de cocineros que se expresen en su idioma. Al fin y al cabo, para eso llegaron allí, a los Estados Unidos.
De esta forma, Max se revela contra aquellos que quieren cambiar el país y sus costumbres. Lo que no parece entender es que él está encerrado en la cocina como todos los demás. O, peor, porque en ese mundo de The Grill es el más marginado entre tantos marginados.
En medio de este lodazal, surge, sin embargo, el amor. El amor como refugio, el amor como expectativa. Pedro y Julia (increíbles Rooney Mara y Raúl Briones en sus respectivas interpretaciones) se escabullen para encontrarse en las neveras del restaurante. Pedro lleva persiguiéndola todo el día para convencerla de que no se deshaga del niño que ella lleva dentro. Pero Julia no parece convencida.
“Di que me esperarás”, le pide Pedro, suplicante. Y ella le dice que sí, que lo esperará. Pero, luego, aparecerán las dudas, la desconfianza promovida inconscientemente por ese sistema perverso que los atrapa. Ya se sabe que la carne es débil y la razón, también. Pero eso será más tarde. Ahora, encerrados en la nevera, los dos amantes se aman. Y, aquí, Ruizpalacios reniega por un instante del blanco y negro, permitiendo que la escena esté iluminada por una extraña luz azul. ¿Por qué?
No podemos terminar esta crónica sin dejar de mencionar la increíble capacidad de Alonso Ruizpalacios para la puesta en escena. El mexicano tiene una cierta querencia por una planificación muy controlada. Sin embargo, hay momentos en los que se atreve a romper esta tendencia y nos ofrece algunas escenas realmente ricas en cuanto a movimiento de la cámara y de los personajes, como un Buster Keaton contemporáneo. Para los que no hayan visto la película, atención a la escena del comedor.
‘La cocina’ es una pieza de altura que representa la paulatina consagración de una de las figuras más interesantes del cine contemporáneo que, tras cuatro largometrajes en su país y haber dirigido algunas series de prestigio comercial, como les sucede a sus personajes, ya ha dado salto a la industria pesada en los Estados Unidos. Esperemos que, embebido por el sistema, siga ofreciéndonos en el futuro trabajos tan frescos, descarados y revitalizantes como este.
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