Cuarentena por el coronavirus
Martes 5 de mayo de 2020
Estos últimos días de encierro, parece que los balcones, las pantallas micro-fragmentadas, las danzas callejeras, las procesiones espaciales, las mil y una series, los conciertos comunales y, cómo no, las ayudas desinteresadas y los paseos al perro, se han convertido en expresión popular y reflejo de la incomprensión que nos provoca poder mirar el abismo que se abre ante nosotros.
No es completamente cierto (eso pienso), que esta excepcionalidad haya sacado lo mejor de nosotros mismos. Creo que, aparte de excepciones, esta pandemia nos está pidiendo una acción que parece que no sabemos interpretar. Y quedamos paralizados por el miedo que nos da acercarnos a ese abismo. Este fugazmente nos ha devuelto nuestros propios miedos como sociedad. Una sociedad narcisista, absorta en quehaceres solipsistas, demostrando que va perdiendo su capacidad para jugar perdiéndose en la vida. Constatando así, que ese miedo a saltar solo pone en duda lo que sentimos frente a lo que somos.
Hace décadas que venimos viendo que esta sociedad va perdiendo capacidad expresiva: solo acepta o es sometida. Ya lo vimos en la crisis del 2008 con el rescate bancario (nunca devuelto, por cierto) y la aceptada resignación actual plagada de esperanza. Aunque todo apunta a que todo vuelva a su sitio, y que seguiremos pagando los mismos. Por ello, el pensar que como sociedad podemos aprender a reconocernos en aquellos que nos diluyen, o parecer que sabemos buscar en nuestro ser más profundo, solo nos encierra en un callejón sin salida, en el que su expresión sigue en suspense, crisis tras crisis.
Normalmente la mayoría de expresiones sociales solo ven en el abandono de valores y costumbres la autenticidad del yo. Un yo que se crece lanzándose a mantener unas relaciones fratricidas y asociales: competitividad, solidaridad consentida, exposición extrema a los medios y sumisión a los likes. ¿Qué pasará cuando terminemos de aplaudir a las 20h? ¿Nos pondremos al lado de la revisión salarial del 5% de los sanitarios, que llevan más de seis años con los sueldos congelados? ¿Sabremos valorar lo público más allá de intereses propios, comerciales o industriales? ¿No es cierto que a la Cultura le pasa un poco lo mismo?
¿Quién piensa que de todo lo sucedido vamos a sacar algo positivo? ¿Todavía alguien duda que el capital y el yo expansivo no van a ser los ganadores? ¿Quién puede aún dudar de que competiremos por menos y contra más? Estoy convencido que los primeros ensayos ya se han hecho y en algunos casos ya sirven de protocolo. Llámenme catastrofista; sí, lo soy.
Algunas prácticas artísticas, desde hace tiempo, ya han ido señalando horizontes donde la auto-explotación sostenida y el sometimiento a la precariedad, han sido puestos en entredicho como modelo. Estas nuevas prácticas, sus nuevos procesos, han ido señalando nuevos espacios sociales como primeras piedras para la construcción de una nueva subjetividad. Y eso, que debería de ser algo primordial para la reconstrucción de aquello que está por venir, parece que algunos siguen solo viéndolo como algo inoperativo, sospechoso o una amenaza.
Hay que empezar a salir de los territorios en los que todavía se considera a la Cultura como un recurso o bien privado; seguramente con otro plan estratégico de la Cultura no estaríamos hablando de esto, si las premisas fueran diversas. Debemos de acelerar los procesos que rompan con el miedo. Incentivar la ruptura con aquellos que patrimonializan las instituciones, procesos o iniciativas. Es urgente abrir conversaciones, más allá de los gestos, para dar visibilidad a aquellas propuestas y procesos que permitan mantener la Cultura fuera del alcance de ser reducida a un recurso o valor extractivo. Hay y ha habido proyectos que se exponían a procesos que venían a expandir, investigar, experimentar y poner en duda aquello que nos es dado: esa debería de ser la Cultura que debiéramos anunciar.
¿Cuándo podrán aceptar los políticos, los gestores culturales, que éstas deben ser construidas desde la diversidad? ¿Cuándo aceptarán los que diseñan las políticas, que las redes (no los Festivales -no tengo nada en contra de ellos-) no les pertenecen, y éstas son en gran parte las que legitimizan los proyectos, más allá de la convocatoria permanente? Sólo diferenciando estos, se podría dar respuesta rápida y diversa a un nuevo diseño de las Políticas Culturales, más allá de la escenificación de dialogo al que estamos asistiendo.
¿Está claro no? La Cultura no pertenece a nadie, ni debiera obedecer a nadie; se da y punto. La administración debería poner a los especialistas, que saben al mismo nivel de aquellos que activan escenarios, en los que los procesos se expanden y se transforman para abrir, hablar, escuchar y ayudar a poner en marcha cualquier práctica. No solo es cuestión de un plan de emergencia para que no se caiga lo que tenemos (¡que sí, que hay que ayudar!), sino que necesitamos sacudirnos para poder abrir los ojos frente a esta nueva ocasión y así poder saltar ese abismo. Solo hay que hacerlo.
Rafael Tormo Cuenca
Artista multidisciplinar, editor i coordinador d’AVVAC
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