El jardín de cartón, de Santiago Álvarez
Editorial Almuzara
Hace falta una mirada foránea y atenta para plasmar con objetividad una realidad que igual despierta fervor que rechazo enfrentando de forma soterrada a los habitantes de una misma ciudad. Una realidad tan intensa como las Fallas. Un fenómeno sociológico y antropológico sin parangón en el mundo que durante casi un mes transforma una gran urbe europea en una constelación de tribus hermanadas que celebran al unísono los mismos ritos de fuego y pólvora.
Una mirada como la de Santiago Álvarez, murciano asentado hace años en Valencia, que sabe explotar las posibilidades de la capital del Turia como escenografía de sus novelas negras protagonizadas por el detective Mejías y su ayudante Berta. Con la eclosión decibélica de la primera mascletà del año comienza ‘El jardín de cartón’ (Almuzara), segunda entrega de la serie que inició con ‘La ciudad de la memoria’ publicada por la misma editorial. “Se trata de una serie corta pero al menos tendrá otra entrega, quien sabe si dos más”, anuncia Álvarez. “Mis personajes deben evolucionar en cada historia y no pueden cambiar de manera infinita. Pero tres o cuatro veces, sí, es posible”.
Como codirector del festival Valencia Negra, Álvarez es un ferviente adicto al género pero su Mejías no pertenece a una estirpe propiamente literaria sino cinematográfica. “Bebe directamente de la imagen más icónica de la cinematografía noir: el Humphrey Bogart de ‘El Halcón Maltés’, ‘El Sueño Eterno’ e incluso de ‘Casablanca’, aunque sea discutible decir que esta última sea negra”, comenta. “Mejías es un moderno Alonso de Quijano que, en lugar de trastornarse con la lectura de libros de caballería, lo ha hecho con el continuo visionado de clásicos del género negro de los años cuarenta. Sin embargo, no está loco. Su huida a escenarios de blanco y negro responde a su aversión con la modernidad en todas sus manifestaciones”.
La teoría y praxis de Álvarez se concreta en una rebeldía contra el lugar común de que la realidad supera a la ficción. “Lo que sucede es que cuando tratamos de copiar la realidad, el resultado es una fotocopia deteriorada e incompleta y las noticias siempre superan a la narración”, afirma. “La ficción tiene sus propias reglas, muy poderosas y nos ayuda a ordenar este mundo, a comprenderlo mejor y a dialogar sobre él. La justicia, por ejemplo, no existe en la realidad, pero sí en la narrativa. Si uno trabaja lo suficiente la ficción, se convierte en un vehículo poderoso para comprender el alma humana”.
Apurado por problemas económicos, Mejías se ve obligado a aceptar un par de casos: la búsqueda de un whisky destilado en Valencia hace 200 años y la vigilancia de una Falla VIP sometida a sucesivos atentados. Ambos hechos van transformándose en un asunto mucho más feo y más grande que involucra, entre otras cosas, una turbia trama inmobiliaria, un ajuste de cuentas a través de los siglos, y la decimonónica historia de un conocido lugar de vacaciones de la burguesía valenciana. Sorprende que en la trabajada trama no aparezca el inevitable affaire de corrupción política: “Me resulta demasiado previsible narrar una historia de este tipo”, explica Álvarez.
“Otros lo cuentan mejor, y además tenemos los periódicos. Más que escribir novela negra, yo escribo cuentos de hadas noir. Utilizo los clichés del género para montar un mundo secundario distinto al nuestro, la Valencia de Mejías, donde lo imposible se hace realidad, y que funciona como un espejo distorsionado de nuestro propio mundo. En realidad lo que me interesa es poner sobre el tapete el peso del pasado en nuestras vidas, los límites entre la realidad y la ficción. Y de cómo podemos posicionarnos en una guerra de trincheras, transitando por un terreno personal, sin pertenecer a ningún bando, y precisamente por eso recibiendo el fuego cruzado desde ambos lados”.
Cuando busca una historia, Álvarez piensa en una ambientación que una el pasado con el presente, que pueda transcurrir en Valencia y que, sobre todo, pueda servir como amplificador de las pasiones humanas. “Las Fallas era una elección natural. No se trata de una novela que trate de la fiesta, sino que la uso como escenario. La primera vez que las viví, no pude evitar asombrarme. El aspecto que me parece más positivo es la falla de barrio, donde se comprueba la capacidad de los valencianos para asociarse y disfrutar. Pero no me gusta el abuso que se produce en la ciudad, la apropiación del espacio en nombre de la fiesta y me entristece que se haya olvidado el origen de las Fallas como manifestación de crítica social. Eso, en parte, es lo que trato de recuperar en ‘El Jardín de Cartón’”.
Álvarez no se atreve a predecir el futuro del género que mejor conoce. “Estamos en un momento crucial que ha producido un par de decenas o más de nuevos festivales en España y un buen puñado de ellos en la Comunidad Valenciana. Es una oportunidad, ya no de regodearse, sino de llevar cultura a la gente, de asentar el consumo de un género que es el más popular de todos y el más contemporáneo. Pero decir si las editoriales se cambiarán en unos años de tren triunfador tras exprimir este o si los ayuntamientos decidirán dedicar las subvenciones a otra actividad de moda, eso ya no lo sé”, concluye.
Bel Carrasco
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