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‘La mamá y la puta’ (La maman et la putain), de Jean Eustache
Intérpretes: Jean-Pierre Léaud (Alexandre), Françoise Lebrun (Veronika), Bernadette Lafont (Marie), Isabelle Weingarten (Gilberte)
Francia, 1973 – 215 minutos
Filmoteca de València
Plaza del Ayuntamiento 17, València
Jueves 13 y viernes 14 de octubre de 2022
Lo que son las cosas: el Festival de Cannes la puso en entredicho en 1973 -año de su estreno-, por discrepancias en el jurado oficial entre Ingrid Bergman, Sydney Pollack y Lawrence Durrell -a la actriz le pareció un film abominable-, y el mismo Festival de Cannes, este año, la ha acogido con todos los honores. ‘La mamá y la puta’ (La maman et la putain), de Jean Eustache, ha pasado de ser una película maldita a una de culto.
La Filmoteca de València acoge su versión restaurada -a su vez incluida en el catálogo de la plataforma Filmin-, para que los espectadores puedan contemplar, con todo lujo de detalles, las aventuras y desventuras de Alexandre (Jean-Pierre Léaud), Veronika (Françoise Lebrun) y Marie (Bernadette Lafont). Un hombre y dos mujeres que se pasan buena parte de la película en la cama -un colchón en el suelo-, practicando sexo y platicando acerca de él.
‘La mamá y la puta’, rodada en 16 mm y en un blanco y negro que viene a subrayar los claroscuros del trío protagonista, propone una mirada desenfadada de la sexualidad, en la que adquieren mayor protagonismo los pensamientos de ambas mujeres -principalmente los de Veronika-, que las del hombre, tan seductor como nihilista. Ahora que tanto se habla de poliamor, Eustache se erige como un adelantado del amor libre, ofreciendo durante tres horas y media las contradicciones que anidan en el núcleo de tanta sexualidad desinhibida.
Habría que empezar advirtiendo, como ya señalara Octavio Paz en ‘La llama doble’, que “lo mismo al soñar que en el acoplamiento, abrazamos fantasmas”. Y es así, entre sueños incumplidos y placeres compartidos -que, en principio, parece asumir el trío protagonista con naturalidad exenta de toda culpa-, como ‘La mamá y la puta’ transcurre a modo de viaje caracterizado por el imperio de los sentidos. Un viaje, en todo caso, que va dejando por el camino indicios de los fantasmas que habitan en los tres personajes.
Alexandre, por ejemplo, dirá que “las familias siempre pierden”, justificando de esta forma su aversión por el compromiso, por mucho que al principio le proponga a Gilberte (Isabelle Wingarten) casarse con él. Proposición que, al instante siguiente, pasa a formar parte del olvido, en cuanto se cruza en su camino Veronika, con quien emprenderá un juego de seducción, al tiempo que mantiene una relación sexual con Marie, conformándose ya el futuro trío.
Eustache propone al espectador sumergirse en el interior de este triángulo amoroso, para contemplar in situ los cauces por donde transcurre el placer, cuando se asume como sexualidad alejada de la reproducción y todo él volcado hacia el deleite de los cuerpos. “Para mí, las cosas no tienen importancia. Si conozco a un tipo, me voy con él, no hay ningún problema. Puedo follar con cualquiera”, dirá Veronika.
Ella misma, habitada por esa pulsión sexual, llegará a plantearse su condición de puta que, de manera equívoca, figura en el título de la película. “Para mí, una chica que folla con cualquiera no es una puta”, exclama, tratando de rebajar la carga peyorativa asociada a la prostitución y vinculándola con el deseo femenino torpemente castrado en la sociedad patriarcal.
Supuestamente, la puta referida en la película sería Veronika, mientras el carácter maternal recaería en Marie, por aquello de ser la mujer estable con la que Alexandre viene follando desde hace más tiempo. Sin embargo, parece una provocación de Eustache, que, diríase, plantea los dos extremos de una misma pasión amorosa. “Amas a una mujer y follas con otra. Las historias de sexo me aburren”, apunta en otro momento Veronika.
Sin embargo, será esa disyuntiva entre amar y follar -palabra que no deja de repetirse a lo largo del film, más discursivamente pornográfico que visual- la que vaya finalmente decantando el placer por otros derroteros. “Tu sexo, Alexandre, que tanto placer me da. Tu sexo, Alexandre, no tiene ninguna importancia para mí”, afirma Veronika, a punto, ya cada vez más cerca del final, de revelar aquello que más la atormenta, en una secuencia que recuerda ‘La pasión de Juana de Arco’, de Carl Theodor Dreyer.
Su alocución, cuando apenes quede media hora para el término de la película, no tiene desperdicio. “Yo me dejo follar por cualquiera. Me follan y me lo paso en grande. ¿Por qué le dais tanta importancia a las historias de sexo?” Y, enseguida, apunta lo siguiente: “Si la gente pudiera comprender que follar es una mierda”.
¿En qué quedamos? ¿El sexo es maravilloso, porque se lo pasa en grande, o es una mierda? Eustache -cuya película tiene tintes autobiográficos- explora las pasiones de unos personajes desencantados con la sociedad posterior a Mayo del 68. Su desencanto social, que Alexandre ejemplifica con una serie de discursos nihilistas, queda compensado con la búsqueda del placer sin compromiso alguno.
Veronika irá deshaciendo la madeja de las parejas liberadas: “Tú follas, por un lado, querido, yo follo por el mío. Somos muy felices juntos. Nos reencontramos”. ¿Entonces, por qué siente que el sexo unas veces carece de importancia -es puro placer y ya está- y otras deriva en algo “sórdido y horrible”?
“Solo existe una cosa hermosa”, dirá, antes de su estallido final: “Follar porque os queréis tanto que queréis crear un niño que se os parezca”, afirmará dirigiéndose a sus dos compañeros de trío. “Solo hay que follar cuando dos se quieren de verdad”, y, acto seguido, cierto atisbo de esperanza en medio del desencanto reinante: “Pero, ¿sabes? Creo que algún día vendrá un hombre, me amará y me hará un hijo porque me amará”.
‘La mamá y la puta’ no es sencilla de catalogar porque, como buena obra de arte, asume las contradicciones humanas que Jean Eustache va desplegando a lo largo del metraje. El amor libre que propugnan Alexandre, Veronika y Marie está trufado de placeres, no exentos de angustias existenciales. “Sometidos a la perenne descarga eléctrica del sexo, los hombres han inventado un pararrayos: el erotismo”, que “es represión y es licencia, sublimación y perversión”, subraya Octavio Paz, aunque eso sea ya otra historia, dentro de esta.
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