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Una aproximación a las shikhat, cantoras míticas en la zona occidental del norte de África

Ellas, las shikhat, mujeres que atraviesan con sus cantos el norte occidental africano. Marruecos, Argelia, Túnez son solo fronteras, solo límites aéreos a través de los cuales sus voces alteran el orden establecido en línea recta sobre el mapa inventado.

Queridas, amadas, deseadas por emular la libertad de la que carecen otras muchas mujeres, las shikhat se enfrentan a la mirada de reojo de las otras, recelosas de que posean aquello que no pueden alzar: la voz, su voz. Una voz que circula en el espacio público, en el tiempo nocturno; coordenadas de un territorio masculino, imperio circundado por la testosterona donde las mujeres cruzan pidiendo un permiso viejo, incomunicable, silenciado.

Mencionar siquiera el nombre de estas mujeres que levitan sobre su voz es motivo de censura. Hablar de las shikhat es echar el cerrojo con el dedo índice sobre la mejilla, un gesto sinónimo de arrebatar la palabra a quien pretenda hacer presente lo vergonzoso.

Todo es eib (vergüenza) si hablamos de las shikhat. Muro de ladrillo desde el que espiar si queda algún resquicio, eib y h’shuma (mezcla de pudor, vergüenza, asco, recelo), vertebran la columna moral de un país como Marruecos. Y ellas, las shikhat, son la voz que encara esa mole defensiva sostenida sobre un andamiaje que tiembla cada vez que abren la boca y mueven sus pies, sus caderas, sus células concentradas en esas posaderas que tumban cualquier imposición.

Las shikhat imprimen en su voz cantada el grito del mundo. Usan su instrumento más cárnico para cantar las injusticias, para invocar la dignidad y la lucha del pueblo, el chaab, dormido y ultrajado bajo un protectorado que solo protegía sus intereses, y que luego sería doblemente engañado con una corrupción que se pretende asimilar como congénita para no abordarla de frente. ¿Quién mejor que una mujer para dar voz al dolor y al (des)amor, a la agresión y al abuso? Es su campo de dominio, dejemos que canten lo que ellas saben.

La ‘aita o la poesía cantada de las shikhat
Fotograma de la película ‘L’orchestre des auvegles’ (2015), de Mohammed Mouftakir.

Shikha es, literalmente, líder. La cabeza de una orquesta formada por hombres y mujeres, aunque también encontramos bandas formadas solo por mujeres. La shikha es la mujer capaz de dominar la palabra y el canto. Eso le confiere una posición jerárquicamente superior dentro de la agrupación, lugar que se asienta sobre el saber que cada cual atesora y aporta. La voz es el valor más alto.

Por eso, la shikha que canta no baila, pero sí lo hacen las shikhat más jóvenes, que se mueven al ritmo percusivo del bendir, la taarija y la darbouka, entre otros, y del kamanja y el laud, instrumentos estos últimos de cuerda. Estas bailarinas, que también reciben el nombre de shikhat, están en camino de convertirse en auténticas shikhat. De la mano de la líder experimentada, aprenderán el repertorio de canciones, cómo interpretarlas y también, que no es menos importante, el código de vestimenta y de maquillaje. Toda una vida dedicada a adquirir un arte que arraiga en estas mujeres como una necesidad.

Si alguna vez escuchas la voz de una shikha, parece que se desgarra en mil trocitos, como un cristal esparcido en el suelo, sellando un destino escrito en sus cuerdas vocales. Ese es el carácter que tiene la poesía cantada por las shikhat, y que recibe el nombre de ‘aita. Los historiadores se han remontado hasta el siglo XII como posible punto de partida de estos versos cantados.

Al parecer, en la zona de Hasba (Marruecos), el cadí que ostentaba el poder llevó a cabo varias expediciones para secuestrar a las jóvenes de los aduares. Las madres, con los ojos inyectados en sangre, llorando su dolor de forma desgarradora, gritaron su desconsuelo al que acompañaron con lamentos. Este género nace de este instante de desesperanza al que se sumaron los pobladores para acompañar a este sentimiento, difícilmente comprensible para los demás sin la intervención de la poesía. Soum Pouyalet (2013) lo bautiza como una forma de “ritualizar el dolor”, una forma de dar forma al sufrimiento amorfo que las carcome por dentro.

Uno de los temas de la ‘aita que más repercusión ha tenido –y que ha logrado erigir a las shikhat en refrentes nacionales– toma forma en su mensaje de denuncia contra el abusivo poder de los cadíes que tenían en jaque al pueblo. La shikha canta al chaab, a la gente del pueblo, donde no distingue a hombres y mujeres, sino a la humanidad sometida bajo un yugo del que no logran zafarse.

shikhat. Karboucha
Karboucha, también conocida como Hadda Al-Ghita, en una de las pocas imágenes de archivo que se conservan de ella.

Karboucha, nacida a finales del siglo XIX en la región de Doukkala-Abda, cerca de Safi, es una de las shikhat más conocidas en este registro reivindicativo. En sus cantos apela a la misericordia para librarse de la crueldad del caíd Issa Ben Omar, quien tenía bajo su arbitrio el aduar de Ouled Zid, durante la época del Sultan Abdul Aziz.

En sus versos, espiritualidad y política van de la mano. La libertad solo puede venir de la invocación de algo más poderoso que el caíd, incluso más poderoso que la propia voluntad del pueblo. Lo relevante de Karboucha es su forma de encarnar la voz encendida que llama a la rebelión guiada por la fuerza espiritual insuflada por Dios. Una suerte de voluntad que debe anteceder al levantamiento popular para guiar al pueblo en su destino irrevocable.

Bajo la colonización francesa, las shikhat izaron la bandera del nacionalismo. No dudaron en usar al islam como hilo conjuntivo para hermanar a todo el pueblo bajo una misma causa. Cantan “hermanos en el islam, izad la bandera”. La religión es tributaria de una única lucha que tiene siempre la misma cara: los colonizadores franceses, los usurpadores de la soberanía que pertenecía en todo caso a Mohamed V, quien se negó a ejercer de títere y fue despuesto por Ben Arafa, amigo de los franceses.

Las shikhat denuncian la complicidad de sus compatriotas con una autoridad ajena, un juego de favores y conveniencias que cimentó el protectorado con todas sus consecuencias. Haja El Hamdaouia (fallecida en 2021) y Fatna Bent Lhoucine (1935-2005) se han convertido en voces míticas que además de gritar las injusticias, también relataban las ambivalencias del amor.

La ‘aita, desde esta perspectiva, moviliza a la gente y permite llevar el mensaje nacionalista a todas partes. En dariya (árabe dialectal marroquí) o en los diversos dialectos del tamazight, el mensaje caló con rapidez en una población eminentemente rural y/o analfabeta.

Fue precisamente esa popularidad la que, según el historiador Mohamed Bouhmid, llevó a las autoridades francesas a catalogar a las shikhat como prostitutas. A partir de entonces, quien quisiera escucharlas y verlas tenía que acudir a los burdeles. Todo un despliegue de las fuerzas coloniales sobre la categorización sexual de los individuos, reduciéndolos y extirpando su dignidad inherente.

El cuerpo de las shikhat o la sexualidad alterizada

Prostitutas bajo el colonialismo, la erótica implícita que las shikhat despliegan en sus espectáculos es sexualizada y se convierte en el principio de su profesión. En el mejor de los casos, la música y el espectáculo eran tildados de preliminares para el encuentro sexual. Un visión orientalista que casa muy bien con el puritanismo religioso poscolonial.

El fuerte proceso de arabización e islamización que experimentó Marruecos alrededor de la década de los setenta (todo para revertir el afrancesamiento de la sociedad y su “carencia de valores e identidad”) no contribuyó, ni mucho menos, a reestablecer a la shikha en su papel de artista y líder. La música, bajo el código moral religioso, contribuye a la excitación y, además, se asocia a otras prácticas ilícitas (alcohol, drogas, prostitución). Las shikhat son desbandadas de un discurso que trata de fiscalizar cualquier acto individual.

La modestia y el pudor son categorías de identidad nacional que las mujeres, máximas representantes de la tierra, deben integrar como una segunda piel. Bajo este prisma, la figura de la shikha, difícil de amoldar a estos parámetros, no puede escapar de la sexualización externa a la que está sometida. Ambas narrativas, la colonial y la religiosa pecan de los mismo.

En palabras de Alessandra Ciucci (2010), “la sexualidad de hecho es central en las relaciones coloniales de dominación y resistencia dado que la representación de la otredad se logra a través de modos de diferenciación sexual”. Una forma eficaz de hacer del otro un radical distinto, un ajeno a los binomios morales que operan sobre la sociedad que pretende erigirse sobre la castidad y la pureza.

La ruptura de las shikhat con la narrativa hegemónica, fuera colonial o islamista, le cuesta cara. Su transgresión reside en mostrar su valor de forma clara y sin tapujos: la alegría del espectáculo, la verdad de sus versos cantados, la llama de su voz, la libertad de su cuerpo en movimiento. Quienes quieran ver un delito en ello deberán cuestionarse en todo caso qué les ocurre ante este despliegue de fuerzas. Su transparencia es juzgada como ausencia de ‘qal (razón) y esto conlleva una tremenda facilidad para clasificarla como qahba (prostituta).

Resulta significativa la forma que tienen de relacionarse con el dinero que cuelga de sus cinturones o de los pliegues de sus ropas: nunca es escondido por las manos de las shikhat. Hay una necesidad de visibilizar su parte activa en el juego, exponer aquello sobre lo que podría caer una sospecha licenciosa. Mostrar su valor en lugar de esconderlo y con ello, legitimar su acción pública.

Todo por las shikhat sin las shikhat

A partir de los años noventa, especialmente entre algunos académicos, el interés por dar un empuje a la cultura chaabi (popular) tomó unas riendas particulares. Se trataba de demostrar que la cultura no pertenecía ni a la élite ni a la urbe. Un proceso de búsqueda de una identidad precolonial se puso en marcha. La intención era reapropiarse de la ‘aita, recuperarla y revalorizarla como una poesía en la cual se podía leer la auténtica historia de la marroquinidad.

El curioso camino que trazaron los académicos tomó forma bajo el Primer Festival Nacional del Arte de la ‘aita en la simbólica ciudad de Safi. Promovido por un sector progresista y obstruido por un fuerza conservadora islamista, el caso es que este festival de 2001 puso en escena los múltiples impulsos que operan en el reino alauí.

Por un lado, múltiples conferencias, talleres, charlas que buscaban analizar, restituir, rescatar el valor único de la ‘aita y el papel indiscutiblemente aglutinador de las shikhat en la configuración de la identidad nacional. Por otro lado, todo un jaque a las mismas shikhat, a las que apenas se escuchó hablar sobre sí mismas y que solo saltaron a la palestra cuando los académicos les pedían corroborar con sus cantos, sus investigaciones y conocimientos. El cuerpo femenino, cuando se vuelve público, es susceptible de ser narrado sin contar con su testimonio.

El conflicto de los académicos consistía en tratar de erigir en emblema nacional a unas mujeres que rompían con los códigos morales de un país que miraba hacia La Meca como la vía de la autenticidad. ¿Cómo convertir a unas mujeres transgresoras, que levantan su voz y con ello rompen el ideal de mujer, en el receptáculo de la identidad y del patriotismo?

La poesía, y particularmente la ‘aita, es una forma de poder simbólico. Pero lo es por romper con la rigidez moral. El poder de la poesía reside en desarticular el discurso dogmático, y esto solo se puede materializar a través de un grito que comunica aquello que constriñe, una voz que desarma la moral, es decir, a través del cuerpo de la shikha.

De aquí que el intento de los académicos por revalorizar la ‘aita fuera arduamente complejo aplicarlo a la vez a las shikhat, pues debían integrarlas en un código de honor, y esto obligaba a una reflexión que habría movilizado otros laberintos: los académicos debían confrontar sus propios valores como hombres y, luego, como especialistas.

La disyuntiva ante la cual las shikhat colocaban este mundo masculino y académico se resolvió con una esencialización de estas cantoras. Desprovistas de su cuerpo, pasaron a ser discurso. Una objetivación que no es monopolio exclusivo de Occidente ni de la ideología colonialista, sino más bien universal y ancestral, tanto como el ejercicio mismo del poder.

¿Dónde están hoy las shikhat?

En los últimos años, las shikhat han hablado como protagonistas de sus vidas. El documental ‘Blues des shikhat’ (2004), de Ali Essafi, entrega la palabra a Aïda, Aïcha y Hafida, tres shikhat de Safi. Recuerdan la época dorada, el dolor de romper con la familia, el desencanto y la decadencia que sufren a manos de un mundo que ya no las quiere porque ya no las necesita. En la película de Nabil Ayouch, ‘Razzia’ (2017), una escena memorable por la honestidad con la que está hecha muestra a una shikha que soporta los desaires de una generación que solo sabe escuchar música enlatada en las plataformas prémium.

Y no menos importante es el filme de Mohamed Mouftakir, ‘L’orchestre des auvegles’ (2015), en alusión a las orquestas mixtas que acudían a las fiestas exclusivamente para mujeres y donde los hombres que tocaban debían ser ciegos (¡tanto como podían!). ‘Milouda Bent Driss’, una obra de teatro escrita y dirigida por el dramaturgo Abderrazzaq Badaoui, se basa en la vida de Kharboucha. Y en redes sociales encontramos @vintagechikhat, una cuenta interesante que recopila fotografías y vídeos de actuaciones de diferentes shikhat.

Da la impresión de que las shikhat residen más en la ficción que en la realidad. Es difícil encontrar en los últimos años una formación joven de shikhat liderando una orquesta. Quizás revela algo de ello el proyecto de Kabareh Cheikhats, una banda marroquí compuesta por hombres de diferentes edades que hacen suya la poesía, ataviados con ropas femeninas y maquillajes brillantes. Todo en ellos es provocación.

Kabareh Cheikhats durante uno de sus conciertos.

El mensaje, tal y como dice su líder, es cuestionar la educación que acota de forma taxativa los roles de género. Su peculiar kabareh representa la transgresión del hombre que busca su feminidad y que ellos encuentran emulando a estas mujeres que ya apenas tienen voz para cantar las injusticias y el dolor, aun cuando la humanidad sigue cargando a cuestas con un dolor irracional e invisible.