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‘La zona de interés’, de Jonathan Glazer
A partir de la novela homónima de Martin Amis
Con Sandra Hüller, Christian Friedel, Ralph Herforth, Max Beck, Marie Rosa Tietjen
106′, Reino Unido, 2023
Si escribiéramos, una detrás de otra y en orden cronológico, una referencia a todas las películas (y novelas, ensayos, cómics u obras de teatro) que han abordado la cuestión del Holocausto y la Alemania nazi, seguramente llenaríamos una colección de libros de varios volúmenes.
Han sido ya tantas que, cada vez que se anuncia un nuevo proyecto cinematográfico que afronta este asunto, enseguida nos preguntarnos: ¿qué queda ya por decir al respecto? ¿Qué queda por mostrar o comprender sobre aquel horror que no nos hayan mostrado o no hayamos entendido hasta ahora?
En el caso del cine, desde hace varias décadas, los cineastas parecen haber asumido que, para contar este suceso, ya no bastaba con fabricar intrincadas tramas argumentales. El cine clásico nos describía un mundo de seres malignos dispuestos a cualquier atrocidad a los que se enfrentaban unos héroes entregados a su propio sacrificio para salvar el mundo.
Sin embargo, para los directores contemporáneos ya no bastaba con describir racionalmente aquel horror. Para entenderlo, había que sentirlo a un nivel epidérmico, emocional, y para ello habría que apelar no solo a la representación de unos hechos, sino a una forma plástica que permitiera acercarnos desde su misma intimidad.
Así lo comprendió –por poner algunos ejemplos relativamente recientes– el danés Lars Von Trier cuando, en su inapelable ‘Europa’, nos subía a aquel tren monstruoso que atravesaba las puertas del centro de exterminio más famoso de la historia.
Su protagonista, un joven estadounidense que es contratado, de manos de un tío suyo, como personal de la compañía ferroviaria, servía de vehículo para, desde su propia extrañeza, sumergirnos en aquel carácter de sumisa obediencia a las normas y al poder que habría consentido el ascenso de los nazis y la confiada complacencia de la población alemana con su régimen.
La forma poética, la fotografía de claroscuros, apelaba al subconsciente de los personajes, de una nación, planteando preguntas cuyas respuestas se encontraban según lograba introducir al espectador en un intrincado juego psicológico.
En otros términos, pero con igual proyección, el estadounidense Steven Spielberg construyó, en su ya mítica obra ‘La lista de Schindler’, un artefacto melodramático que aún hoy sigue siendo referencia visual de los espantos vividos en los campos de exterminio.
El director de ‘E.T.’, aun apoyándose en las convenciones del clasicismo, construía un aparato dramático que se sostenía en la representación cruda de la barbarie por la barbarie. Lo irracional se mostraba como tal, sin otro condimento.
Y así podríamos acabar este breve repaso con ‘El hijo de Saúl’, cinta en la que el director húngaro László Nemes tomaba de la mano a uno de los trabajadores del campo para representar las vivencias de los presos.
Utilizando un formato cuadrado, Nemes constreñía la mirada del espectador para crear un diálogo entre el dentro y el fuera de la imagen, subrayando la tensión entre lo que vemos y lo que no vemos para hacernos sentir y comprender cómo, en aquel escenario, la muerte acechaba en cualquier parte de la forma más cruel y caprichosa.
Y así llegamos al estreno de ‘La zona de interés’, última producción del realizador británico Jonathan Glazer. Basada en la novela del mismo nombre del escritor Martin Amis, la cinta de Glazer abre con una escena en apariencia inocente. Estamos en verano, el cielo luce despejado y una familia alemana disfruta de un pícnic campestre al borde del cauce de un río. Todo trascurre con bucólica normalidad.
Al terminar el día, la familia recoge sus cosas y regresa a su casa. El problema es que esa casa en la que viven está situada junto al muro del campo de concentración de Auschwitz, en el condado de Oświęcim, en Polonia, y el padre de familia es el mismísimo Rudolf Höss, quien fuera su comandante y máximo responsable de las políticas de exterminio que allí se aplicaron con tan conocidas consecuencias.
Como decíamos antes, la fuerza de la propuesta de Glazer no se basa solamente en elaborar un buen tratamiento argumental que sirva de excusa para describir aquella terrible experiencia. De hecho, aquí, el argumento o peripecia casi resulta inapreciable. Lo que importa es la forma en cómo nos acercamos a una serie de sucesos, cómo se nos muestra este paisaje físico y moral.
Empecemos por describir el punto de vista del autor. En este sentido, será apropiado remitirnos al concepto acuñado por la filósofa Hannah Arendt, que apuntaba a aquella “banalidad del mal” con la que trataba de describir el modelo de organización funcionarial que permitió sostener al régimen.
Y es, precisamente, esa vida banal que viven los responsables de aquellas atrocidades lo que vamos a presenciar aquí. Glazer se adentra en el universo cotidiano de esta singular familia que retrata de forma extremadamente naturalista, atendiendo a unas rutinas que se desarrollan, según parece, ajenas a los horrores que se producen al otro lado de ese muro fronterizo que delimita las dos propiedades.
Así, asistiremos a las tareas domésticas de Hedwig, la esposa, que se esmera en el cuidado del precioso jardín que rodea a la vivienda, en mantener el orden del servicio, entregada a sus comidas y veladas después del trabajo o a la celosa educación de los niños.
Glazer juega aquí con la complicidad de un espectador ya educado en estas lides. Frente a esta aparente normalidad, las imágenes nos muestran pequeños detalles reconocibles por el público que nos remiten a situaciones que apuntan hacia el monstruo que se esconde detrás de la mera apariencia.
Así, establecida la relación visual entre ambos espacios, en una de las primeras secuencias de la película, Hedwig recibe de su marido un ostentoso abrigo de pieles. Solo la conversación con una de las sirvientas nos describe sutilmente su procedencia. Basta atender a unos datos repartidos entre líneas de diálogo para entender que el abrigo fue propiedad de uno de los prisioneros del campo (la cinta de Spielberg toma cuerpo en la memoria del espectador).
El horror aparece, pues, como resultado de un sugerente juego de contrastes. Glazer mantiene fuera de la vista del público las atrocidades cometidas por Höss y sus subalternos.
De hecho, las únicas referencias que tenemos de lo que ocurre se reducen a la vestimenta de los personajes, alguna referencia explícita, siempre por una voz interpuesta (soberbia la secuencia en la que Höss se reúne en el despacho de su casa con unos ingenieros para estudiar un proyecto de mejora de los hornos crematorios) y los techos de los barracones y las chimeneas del campo, que apenas se perfilan por encima de la tapia.
Pero bastan estas escasas alusiones para empañar cada uno de los actos que protagonizan sus personajes. Es entonces cuando cada gesto, cada espacio quedarán emponzoñados por esa idea que ya subyace en el recuerdo del espectador, y lo cotidiano, lo mundano, se vuelve, de repente, de una radical sordidez. Será en ese punto de contacto cuando el discurso del director se revele y se haga efectivo.
La indiferencia con la que Höss y su esposa despachan sus asuntos cotidianos choca con las atrocidades que sabemos que se cometen al otro lado de su propiedad. Los juegos y fiestas celebradas en la piscina del jardín y el cuidado con el que Hedwig atiende a su invernadero denotan la psicología de unos sujetos subsumidos por un régimen de intereses del que ellos mismos se perciben como unos privilegiados, unos triunfadores, ajenos a los costos que suponen estos logros para otros seres humanos. Aquella estructura fría y funcionarial descrita por Arendt se hace carne en el cuerpo de esta familia.
Y para reforzar esta idea de cotidianidad, Glazer nos propone una puesta en escena de una radical sobriedad. Rodada casi en su totalidad en cuadros prácticamente fijos, sin apenas movimientos de cámara, Glazer se mantiene a una distancia aséptica, casi antropológica o documental, de los sujetos que describe.
El contraste no surge solo de la confrontación entre ese primer término de la casa y el trasfondo del campo, sino en el empleo de las herramientas del cine. En ese sentido, el uso del sonido jugará también un papel fundamental; sonido que aparece como recordatorio de aquello que ocurre al otro lado y que se entromete en las estancias de la casa.
Mientras se atiende a esas escenas familiares, escuchamos los gritos de los presos, los disparos de los soldados, el ruido de las chimeneas de los hornos crematorios; sonidos que convierten lo cotidiano en un escenario de pesadilla surrealista.
Jonathan Glazer no se olvida de las víctimas. Basándose en testimonios reales, el británico inocula de manera cadencial una subtrama en la que introduce la presencia de una joven que se dedica a robar alimentos que esconde, estratégicamente, para los presos que trabajan en el campo. Y aquí aparece, de nuevo, el contraste.
Frente al trabajado naturalismo de las escenas de la familia Höss, las imágenes de estas escenas se presentan como si estuvieran rodadas con una cámara térmica, mostrando una especie de fotogramas en negativo de esta envilecida realidad. Con este efecto, Glazer logra inducirnos a la plasmación plástica de esos dos mundos inconexos. Frente al brillo y el color de los opresores, la oscuridad de los oprimidos.
Glazer quiere que reflexionemos y comprendamos la lógica de unas personas que cometieron aquellas atrocidades en nombre de su propio beneficio y de una escala de valores de una amoralidad traumática. En el camino, el sufrimiento de los otros queda como un resto asumible frente a ese brillante futuro que se estaban construyendo.
En una de las secuencias más sugerentes de la película, Hedwig invita a su madre a visitar la vivienda. Después de un recorrido por los jardines que rodean la casa, ambas mujeres se sientan en una terraza a tomar un refresco. De fondo, las chimeneas vomitan al aire el humo con los restos de los condenados.
Ajenas a esta atrocidad (o asumiendo un costo que ni siquiera consideran ni conciben), ambas mujeres celebran lo bien que le van las cosas al matrimonio. La madre se siente orgullosa de una hija que ha escalado muchos puestos en la estructura del régimen. En el muro que las separa del campo crecen, mientras tanto, las enredaderas que, con el tiempo, alejarán de la mirada la cruda y culpable superficie de hormigón.
Pero Glazer también nos mira a nosotros, a la sociedad del presente. Quizá podemos pensar que todo esto ya pasó y que ya no volverá a repetirse. Sin embargo, algunas de las situaciones que se nos presentan nos resultan, hoy, muy reconocibles.
En la mejor escena de la película, Höss y Hedwig tienen una fuerte discusión en el embarcadero que da al río junto al que han pasado aquella dichosa mañana veraniega. Höss le cuenta a su esposa que van a trasladarlo a Berlín, donde debe realizar nuevas labores para el Reich, lo que implica que tendrán que abandonar la casa.
Pero Hedwig no está dispuesta a dejar todo aquello por lo que dice haber luchado y que se ha esmerado en levantar con tanto esfuerzo. No hay en sus palabras ni rastro de arrepentimiento ni de una mínima conciencia del precio que supone esa prosperidad material de la que se jacta. Lo único que importa es no perder su estatus, su forma de vida.
Como espectadores, no nos es difícil vernos reflejados en esta escena y preguntarnos, en el mundo capitalista contemporáneo, cuántos de nosotros no antepondríamos nuestro bienestar y comodidad por encima de una humanidad y una responsabilidad moral que nos señala y que se presenta como una afrenta contra nuestros mezquinos intereses materiales. ¿Cuántos otros muros que no vemos hemos construido en el linde de nuestra propia propiedad? El monstruo, por decirlo de alguna manera, continúa entre nosotros.
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