‘La alegría de pintar’, de Olga Sinclair
Museu Valencià de la Il·lustració i de la Modernitat (MuVIM)
C / Quevedo, 10. Valencia
Del 23 de julio al 27 de diciembre de 2020
Viernes 24 de julio de 2020
“Soy hija de un gran maestro”. Olga Sinclair se refiere, claro está, a su padre Alfredo Sinclair, de quien mamó su pasión por la pintura en el caribeño Panamá. Se dice que fue el primer panameño en explorar el expresionismo abstracto, algo que transmitió a su hija, no sin antes recordarle que para llegar a la abstracción primero tenía que hartarse de pintar bodegones. “El artista que no domina el bodegón, no domina la gran pintura”, dice Olga Sinclair que le insistía su padre. Y ella, que ya tenía en vena la sangre pictórica de su progenitor, no ha parado desde entonces de seguir otra de las máximas de su padre: la transformación constante de su pintura. “La vida me pide cambios, nunca reposo”, subraya.
El MuVIM le dedica una exposición en la Sala Parpalló bajo el elocuente título de ‘La alegría de pintar, con obras en su mayoría de gran formato, realizadas en tres meses fruto de su confinamiento en Madrid. “Mi vida ha sido pintar, incluso con alegría dentro del confinamiento”, señala quien, además de mostrar esa alegría trufada de densos claroscuros, asume el legado de su padre en un apartado que contiene algunas de sus obras, al tiempo que exhibe una serie de “piezas domésticas”, a las que aludió Amador Griñó, Jefe de Exposiciones del MuVIM. “Las hice con restos de té de manzanilla, betadine o lavavajillas sobre papel fabriano”, apunta la artista, con respecto a esa serie de obras pequeñas que contrastan con el resto de la producción presentada.
Su pasión por la pintura queda ahí delatada, en los más diminutos detalles, luego ampliada en sus trabajos más contundentes, todos ellos caracterizados por esa alegría colorista, la gestualidad del trazo y una rotunda expresividad. Tan rotunda que, por seguir el halo de otro ilustre caribeño como Bob Marley, diríase que uno se da cuenta de la fuerza de su pintura, porque parece la única opción. Olga Sinclair, continuando los pasos de su padre y tras recalar en Madrid a los 18 años y empaparse de los grandes pintores que descubrió en el Museo del Prado, atesora esa fuerza que traslada a su pintura, porque parece que no le queda otra.
Y al igual que Marley dijo que cuando la música llega ya no sientes el dolor, con la obra de Olga Sinclair pasa otro tanto: marcada por la luminosidad caribeña que baña de alegría su producción, el dolor también forma parte subterránea de su obra, que late bajo capas de pintura colorista, siendo el pálpito de ese ritmo apasionado el que contiene la desazón transformándola en un carnaval de rojos, naranjas, lilas, azules y sobre todo amarillos. “Soy puro Caribe, necesito luz”, resalta la artista, quien ante el tríptico ‘Umbras’ dice que empezó “confundida” y luego se fue “aliviando” hasta dar con ese amarillo a modo de luz al final del túnel.
Su confinamiento en Madrid, sin duda productivo, porque de ahí ha salido la obra que ahora expone en el MuVIM, “ha sido como un renacer”, destacando esa espiritualidad profana que atraviesa su trabajo, y que le lleva a señalar: “Me gusta saber que no estamos solos en el universo”. Soledad que también le da pie a manifestaciones como las incluidas en la muestra: “Los momentos de soledad son seductores y temibles convirtiendo el escenario en una parodia sin sentido ni memoria”. Olga Sinclair pinta, conmovida por esos estados de ánimo contradictorios, para aplacar el dolor que subterráneamente recorre igualmente su pintura, con el fin de alcanzar la catarsis que transforma las sombras en una luz resplandeciente.
“Pinto porque los espíritus me susurran locamente dentro de mi cabeza, decía El Greco, y creo yo que no son espíritus los que susurran, son las neuronas cansadas de tanto mirar, sin intervenir en el aburrido escenario de lo contemplado, condenado a existir invariablemente, sin un toque placentero de explorar lo intocable, de manejar lo invariable”, apunta en otra cita recogida en la exposición. Su admiración por Francis Bacon, cuya carnalidad abrupta y desgarrada diríase en las antípodas de su pintura festiva, tiene su razón de ser si atendemos a la ejecución plástica que los emparenta: “La energía y la fuerza de Bacon ha dejado huella en mi obra”, reconoce.
Al haber vivido en seis países, Olga Sinclair piensa que cada cultura ha dejado igualmente huella en su trabajo: “Mi pintura es caribeña, con mucho color, pero con una densidad latente europea”. Por eso ‘El prisma de Orión’ (“punto de fuga de la exposición”, precisa Griñó), la única obra pintada con anterioridad al confinamiento, atesora el intenso amarillo del Caribe, salpicado de grises y negros que parecen restos tormentosos en pugna con la luminosidad de un Panamá igualmente contradictorio: tan bello como convulso.
Alfredo Sinclair (1914-2014) nació cuando se puso en pie el Canal de Panamá y, justo cuando se celebraba el centenario de ambos, del pintor y del Canal, el artista falleció. Su hija tuvo el honor, por encomienda de la Autoridad del Canal, de conmemorarlo pintando una obra colectiva por obra de la Fundación que lleva su nombre, en la que más de 5.000 niños batieron el récord de realizar una pieza con el mayor número de artistas posible. De nuevo la pasión por la pintura y el arte como motor de cambio, trazando el perfil de una Olga Sinclair que ya piensa en nuevos retos. “Me voy a tender hacia la verticalidad”, dice, señalando el ‘Priapo herido’ que sobresale del conjunto, precisamente por ser la única obra en formato vertical de toda la exposición. “El ser humano tiene que vivir todas las situaciones posibles”, resalta. ‘La alegría de pintar’ es una de ellas, y estará en el MuVIM hasta el 27 de diciembre.
Salva Torres
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