‘Apocalypse Now’, de Francis Ford Coppola
Con Martin Sheen, Marlon Brando, Robert Duvall, Harrison Ford y Dennis Hopper, entre otros
153′, Estados Unidos | Zoetrope Studios, 1979
Hay infinitos elementos que convierten a ‘Apocalypse Now‘ (Francis Ford Coppola, 1979) en una obra gigante, llena de vigor y valentía. La película que nunca pudo hacer Orson Welles aunque también él tuviera como primer gran sueño adaptar ‘El corazón de las tinieblas’ de Conrad, novela que está en la sangre y en los huesos de esta cinta. Me gusta pensar que Coppola se convirtió en el siguiente Welles por esa capacidad de enfrentarse a proyectos monumentales, casi delirantes, sin dejar de atender a lo más pequeño. Una mirada, pues, panorámica y dimensional a la vez.
Es curioso que, a cuarenta y dos años vista de su estreno (legendaria es, también, su larguísima postproducción), ‘Apocalypse Now‘ sea tan de su tiempo y tan de todos los tiempos. Como una respuesta nihilista al pandemónium que significó esa primera guerra en directo, pero sobre todo como un alegato contra todas las guerras, sus esclavitudes y sus imperialismos, contra sus falsas morales. Es un tratado sobre el mal, el elegido y el estructural, y es un pasaporte hacia la locura, asumida, siniestra, inevitable, para esos cuantos que la viven en carne propia.
Podría, ya digo, hablar de mil y un temas referidos a esta extraordinaria obra de arte, pero hay uno que me ronda desde que preparé nuestra primera sesión del taller online de Fuentetaja: fue casi tan larga la búsqueda de Kurtz como la del actor que verdaderamente supiese encarnar al capitán Willard.
En la mente de John Milius y del propio Coppola estaba contar con el legendario Steve McQueen, espíritu rebelde en sí mismo. McQueen se interesó por el papel, pero quería quitar del guion los elementos más oscuros: hacer de Willard un héroe puro, inequívocamente positivo.
Y esto no cuadraba con la idea de Coppola, sobre todo cuando se topó con el corresponsal de guerra Michael Herr, que conoció el corazón de Vietnam y reescribió sobre la idea de Milius esa voz en off fantasmagórica y paranoide que nos acompaña todo el viaje. Willard tenía que arrastrar las oscuridades del Marlow de Conrad, porque tenía que ser un doble de Kurtz, un alma con su propio código de valores, cómplice, perdida, casi vacía.
Entonces empezó la verdadera caza para dar con Willard. Se lo ofrecieron a todos los grandes de esa generación de grandes: a Redford, a Nicholson, a Caan. Todos lo rechazaron. Demasiados días de rodaje en un país exótico a las órdenes de un director que ya se había forjado una fama de altísima intensidad y exigencia.
Pacino se lo pensó. Le debía toda su carrera al Michael Corleone que Coppola reservó para él, no sin antes sufrir enormes presiones por no contar con una estrella. Pero también dijo que no: «Francis, llegaré a Filipinas para estar tres meses y se convertirán en nueve» (puede que se equivocase al rechazar el personaje, pero sin duda acertó en esto, incluso se quedó corto).
Se sucedieron las audiciones. Pasaron por la sala de ensayo todas las jóvenes promesas de ese cine de plomo y delirio de los años setenta. Y se fijaron en un joven exmarine de Brooklyn que se había ganado el aplauso gracias a sus papeles siniestros y fascinantes junto a Scorsese. Harvey Keitel llegó a Manila con la ambición de que este papel lo consagrase definitivamente, y fue Willard durante el primer mes de rodaje. De hecho, hasta hay un plano general del barco en el que sale él y no el que pronto sería su sustituto.
Porque no hemos dicho que en los primeros días de rodaje, en esa monumental Vietnam filipina que había creado la producción, Coppola adelgazó cincuenta kilos. Era por el calor pero también por la ansiedad. Algo fallaba en su protagonista, no cuadraba con la idea que buscaba. Y es que Keitel, como buen alumno de Adler y Strasberg, es decir, de toda la estela del ‘Método’ que había forjado una nueva generación de “postBrandos», había cogido el hábito de usar tics nerviosos en su gestualidad para, aun en segundo plano, captar la atención de los espectadores.
Por eso, en esas milimétricas secuencias que planteaba Vittorio Storaro, plagadas de explosiones y gente corriendo de un lado al otro, la aparición de un Willard mímico y excesivo molestaba la visión del director. Así, después de muchas noches insomnes y sabiendo que se la jugaba, Coppola tomó la decisión más difícil: despedir a su protagonista.
Se armó de valor, se afeitó la barba y aprovechó su cambio de peso para volar a Los Ángeles de incógnito y reunirse con los productores. Les dijo que iba a contar con un actor al que había visto en sus audiciones, le había gustado su trabajo pero estaba ocupado rodando otra película cuando comenzaron la producción. Afortunadamente para él y desafortunadamente para los productores, de eso hacía ya dos años y Martin Sheen volvía a estar libre.
Coppola recordaba por qué la respuesta a sus desvelos estaba en sus ojos. Unos ojos heridos pero silenciosos como los había visto en aquellas ‘Malas tierras’ de Malick (1973). Porque Willard tenía que ser, ante todo, un testigo. Alguien que fundamentalmente piensa pero no se expresa, porque no quiere o porque no puede. Alguien que está pasivo, como un turista en medio del infierno.
Los ojos del Capitán Willard no hablan pero dicen sin decir, saben que ya nunca habrá un retorno real, ese que ansían sus compañeros de viaje. Los ojos del Capitán Willard callan pero muestran una fascinación extraña y magnética por el hombre que le han encargado eliminar. Los ojos del Capitán Willard, en fin, se quedan en nuestra memoria para recordarnos, casi sin palabras… el horror, el horror.