Los Picapiedra. The Flintstones

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‘Los Picapiedra’ (‘The Flintstones’)
Serie de animación de 166 episodios de 30′
Estados Unidos, 1960-1966
Hanna-Barbera Productions

‘Yabba-Dabba-Doo

“Flintstones, meet the Flintstones
They’re the modern stone-age family
From the town of Bedrock
They’re a page right out of history

Let’s ride with the family down the street
Through the courtesy of Fred’s two feet

When you’re with the Flintstones
Have a yabba-dabba-doo time
A dabba doo time
We’ll have a great old time

The Flintstones

Flintstones, meet the Flintstones
They’re the modern stone-age family
From the town of Bedrock
They’re a page right out of history

Someday, maybe Fred will win the fight
Then the cat will stay out for the night

When you’re with the Flintstones
Have a yabba-dabba-doo time
A dabba doo time
We’ll have a great old time
We’ll have a gay old time
Yeah!

(Compuesta por: Hoyt Curtin / Joseph Barbera / William Hanna)

Futuropasado

Hablemos de ‘Los Picapiedra‘ o ‘The Flintstones’ (1960-1966), serie creada para la televisión por Hanna-Barbera (William Hanna y Joseph Barbera), el estudio de animación y producción televisivas de mayor éxito por aquellas fechas. Idearon una sitcom de dibujos cuyo público podía ser tanto infantil como adulto.

De hecho, como veremos después, la producción recreaba el mundo adulto de cierta clase media americana o de cierta aristocracia obrera. Eso sí, ambientada en la Edad de Piedra, una edad concebida con todas las licencias imaginables, pues Piedradura, que es la localidad en la que viven sus protagonistas, era el calco caricaturesco o la reproducción sesgada de la América opulenta y caucásica de los años cincuenta del siglo XX.

Quienes fuimos sus primeros espectadores en España pudimos verla a partir de 1966, justamente cuando en Estados Unidos la serie ya había alcanzado las 6 temporadas y ya se habían pasado todos sus 166 capítulos. Es por entonces, en 1966, cuando, en efecto, empiezo a ser su televidente. Por esas fechas soy un niño que apenas sobrepasa los 7 años.

En mi domicilio contábamos, desde 1964, con un televisor de la marca Kolster (de Kolster Ibérica, bajo licencia de Kolster USA), un aparato receptor que mis padres abonarán a plazos tras firmar las letras correspondientes y una marca a la que se mantendrán fieles hasta principios de los 80 del pasado siglo.

Por supuesto, como pequeño espectador, pude admirar los adelantos que la televisión nos mostraba, unas mejoras materiales a las que ideal y vicariamente accedíamos. Vamos, que pude descubrir el mundo (o eso creía) gracias a este ingenio, una pantalla-ventana que acercaba lo lejano y que permitía contemplar una realidad que me era ajena o extraña y con la que acabé familiarizándome.

Los Estados Unidos pronto me resultarían conocidos (o eso creía inocentemente) y, por ello mismo, antes fui víctima o beneficiario de la televisión que del cinematógrafo. O, si se prefiere, fui sin más víctima o beneficiario de la americanización del mundo, de la persuasión oculta y explícita que facilitaba su industria cultural. Gracias a aquel Kolster aparatoso pero de escasas pulgadas pude, en fin, informarme (o eso creía) con las noticias que TVE nos proporcionaba. Eso sí, con el sesgo del Régimen, cuya censura velaba por la moralidad de nuestras almas.

Lo curioso o lo risible es que gracias a ‘Los Picapiedra’, los niños pudimos aliviar el nacionalcatolicismo con el que nos adoctrinaban. Con esta producción tuvimos acceso a un mundo distinto y distante (y no solo por la remota Edad de Piedra en que vivían aquellas familias que protagonizaban la serie). Era, sí, un mundo distinto y distante de laxa moralidad, de consumismo fantástico, de tecnologías utilitarias y electrodomésticos que pertenecían a un pasado remotísimo que aún no era el futuro accesible con el que queríamos soñar.

La América opulenta
Los Picapiedra. The Flintstones

Antes de extenderme sobre ‘Los Picapiedra’, sobre esta serie televisiva tan conocida, alabada y reverenciada, permítaseme contextualizar la época en que fue emitida por primera vez. Permítaseme decir algo de lo que pasaba en Estados Unidos a comienzos de los años 60 del siglo XX. Con magra habilidad, pero con todo mi empeño, quiero recrear brevemente aquel mundo para los lectores.

Hacia 1959, que es cuando nazco en la España de Franco, Estados Unidos es, sí, una nación opulenta, un lugar de ensueño. Mientras, el país ha estado a punto de quebrar tras dos décadas de autarquía que han conducido a la parálisis.

Por supuesto, yo no he vivido (felizmente) el horror cotidiano de la inmediata posguerra. Pero al quedar al margen del Plan Marshall (1947) de recuperación europea financiada por Estados Unidos, el atraso fue mayúsculo. El plan supuso una ayuda de más de doce millones de dólares de la época hasta 1951. Y sirvió para reconstruir la industria europea, pagar las deudas de la guerra y favorecer el crecimiento y desarrollo de la sociedad del bienestar y del consumo. Hasta los años 60, España quedará al margen de toda esta riqueza material.

Punto y aparte.

Por entonces –yo no lo sé precisar, pero lo averiguaré más tarde–, Norteamérica no solo es una sociedad opulenta, con riquezas ordinarias al alcance de una clase media abultada de poder adquisitivo creciente. Es también un Estado bien guarnecido que se fundamenta en un poderoso complejo militar-industrial.

Es la potencia hegemónica, sí, en una Guerra Fría, nuclear, que atemoriza al planeta Tierra, un conflicto que amedrenta o arredra a los ciudadanos inermes del mundo, que por entonces somos la mayoría. Pese a dicho opulencia, hay incertidumbres y desazones varias en aquel país y en sus habitantes: precisamente es la época de expansión y esplendor del psicoanálisis en Norteamérica.

Y vemos que hay, por supuesto, un miedo real e inespecífico ante el despliegue y el dominio soviéticos que se extienden, que se extenderán, que se agravarán. Es algo bien conocido: el temor a la invasión extraterrestre, que se refleja en la edad de oro de la ciencia-ficción cinematográfica, muestra miedos reales y metafóricos al expansionismo soviético, a ese comunismo que se introduce de incógnito. Los rojos no solo pueden adueñarse del mundo, gracias a sus armas; es que pueden socavar los cimientos del mundo libre gracias a su poder de infiltración, persuasión y manipulación.

Los jóvenes son educados en la angustia atómica. En el documental ‘No Dirección Home’ (2005), de Martin Scorsese, Bob Dylan cuenta sus primeros años en Minnesota. La perspectiva con la que Dylan y tantos otros vivían allí es la de una realidad sombría.

Entre otras cosas, los muchachos temen la explosión atómica que tantos creen posible, probable e inminente. “Para empezar”, confiesa Dylan, “nuestra realidad era deprimente. Nuestra realidad era terrorífica”. Pues sí: “En cualquier momento podía estallar aquella nube negra y matar a todo el mundo”.

Es más: “En la escuela te enseñaban a ponerte a cubierto bajo el pupitre” para así protegerse de la nube tóxica. “Así fue cómo nos criamos. Y aquello provocaba una sensación de paranoia…”, pues temían, igualmente, que nadie pueda sobrevivir a un ataque con bombas atómicas. Al menos, así crece el joven Robert Allen Zimmerman, futuro Bob Dylan.

Pero no todo el mundo lo percibe igual. Hay una parte de la sociedad norteamericana que vive holgadamente, creyéndose ajena a la amenaza atómica. El atractivo del capitalismo de consumo hace olvidar las peores pesadillas. Las expectativas son enormes y a ello contribuye la oferta abundantísima de bienes y recursos. Y contribuyen, también, las imágenes pletóricas de la televisión y el cine, de los semanarios. Etcétera.

A la vez, a comienzos de los 60, la moral también cambia. Muda o se altera en el centro y en los márgenes de esa sociedad opulenta. Por un lado, las costumbres se suavizan y los individuos de un mundo blanco, anglosajón, severo y protestante se dejan tentar por el hedonismo.

Por otro, no pocos de esos mismos consumidores, ciudadanos antes que nada, se muestran sensibles ante las restricciones legales que a muchos compatriotas se imponen. Particularmente, a los negros (colored people).

El racismo es una repugnante herencia estadounidense. Pero la lucha por los derechos civiles es, entonces y a la vez, el ejemplo de la mejor tradición americana. La consciencia de esas fallas o carencias es un avance… que también provoca trastornos.

Los jóvenes, o al menos ciertos jóvenes, lo están desestabilizando todo. Aunque sea a tientas, las cosas cambian. ¿Qué es, sino, el rock’n’roll?

Por ejemplo, la política, la tradicional forma de hacer política, también muda. El episodio es muy conocido. Llegan J. F. Kennedy, la ‘Nueva Frontera’ y una esperanzada y, finalmente, trágica presidencia (1961-1963).

En EE. UU., las máscaras comienzan a caer. Los modelos familiares están cambiando, los papeles se cuestionan, las relaciones domésticas se resienten. El ideal de ama de casa comienza su lenta, lentísima, disolución. De ello dan buena cuenta dos libros de ventas millonarias a comienzos de los 60. Me refiero a ‘Revolutionary Road’ (1961), una novela de Richard Yates; o a ‘The Feminine Mystique’ (1963), un ensayo de Betty Friedam.

Mientras tanto, en el otro mundo, las cosas permanecen como si el hedonismo y las expectativas materiales no alteraran la moral. ¿En el otro mundo? ¿A qué me refiero?

Aludo, claro, a la televisión, a los televisores en color y telemando. Hay un espacio enorme y cambiante para imaginar, fantasear y participar. Aunque sea vicariamente.

Y, así, los norteamericanos viven en una realidad fastuosa, alternativa, de opulencias varias o de logros cotidianos.

Nos encontramos con la clase media como espejo o como meta. Y nos encontramos a personajes bien reconocibles como son quienes encarnan los Ricardo (Lucille Ball y Desi Arnaz Jr.) para la comedia ‘I Love Lucy’ (1951-1957).

‘The Flintstones’

De esa telenovela y de otras que le son contemporáneas, con sátira y buen humor y fuente nutricia de tantas comedias de los 60, procede una de sus réplicas más conseguidas. Me refiero, claro que sí, a ‘The Flintstones’ (1960-1966), serie que, cuando solo era un niño, creo haber visto entera y doblada en un español neutro procedente de México.

Por entonces, en los 60, yo envidio a esa familia, los Picapiedra, formada originariamente por Pedro y Vilma. Mis señores padres, mis parientes, mis vecinos, mis conocidos carecen de la abundancia y del confort de que gozan nuestros ancestros de la Edad de Piedra. Para ese momento, Pedro y Vilma encarnan a gentes satisfechas, de lujos materiales accesibles. Y encarnan, a la vez, a personas absolutamente desconcertadas ante los cambios materiales que se dan en su entorno y ante las consecuencias que se derivan de las tecnologías domesticas y utilitarias.

‘The Flintstones’ son, sí, una familia caucásica de la aristocracia obrera o, si lo preferimos decir de otro modo, de modesta clase media americana. Eso sí, con un repertorio amplio de bienes y adminículos que mis padres aún no pueden alcanzar a mediados de los 60.

Es toda una paradoja ingeniosa y muy fértil.

De entrada –admitámoslo–, son una familia de primitivos, gentes que en buena lógica no han llegado a nuestra civilización. Viven y se reproducen en una Edad de Piedra de la que, felizmente, escapamos hace millones de años. Más concretamente: los especialistas han datado ese mundo hacia 1.000.000 a. C. Se trata, sí, de un mundo rezagado, sí. Pero, hacia 1965, cuando yo cuento 6 años, los Picapiedra están a años luz de mi familia. Eso que me llevan de adelanto.

Cuando digo esto no sé si me refiero a que están a años luz para adelante o para atrás; no sé si están en un futuro consumista que nos espera y deseamos o en la prehistoria en la que se ubican y que no es ni siquiera mi pasado.

Los Picapiedra disponen de utensilios y electrodomésticos que en mi casa aún no hemos visto a mediados de los 60, salvo en los filmes y en las series o en la incipiente publicidad de aquellas fechas.

Pedro y Vilma son primitivos, cierto, pero se parecen extraordinariamente a los norteamericanos de aquella década prodigiosa. O, al menos, a quienes en España creíamos que eran los estadounidenses de entonces.

Insisto: todo son paradojas.

Viven, habitan, en una prehistoria muy singular de un refinamiento tecnológico envidiable. Admitamos que se visten prácticamente con taparrabos, sí, pero esas piezas que lucen están fabricadas con pieles de diseño. Da gusto vivir así, rodeado de aquellos lujos materiales, que son precisamente los que se extienden a comienzos de los sesenta del siglo XX.

¿Cómo son sus vidas?

Todos lo recordaremos. Su hogar está en Rocadura, enclavado en una zona residencial de población enteramente caucásica, en un suburbio de clase media con aspiraciones. Concretamente, adivinamos su estatus: es una inmensa urbanización de bungalows. Es decir, de viviendas unifamiliares. Vilma y Pedro Picapiedra, y sus amistosos vecinos Pedro y Betty Mármol, disfrutan de una comodidad material evidente y, repito, envidiable para quienes éramos niños de la clase media española.

Pedro trabaja en una pedrera o cantera, desmochando, desmontando o pelando una colina inacabable. Eso sí, trabaja subido a lomos de un dinosaurio, evidentemente gigantesco. Este y otros saurios (así como algunos de los restantes animales prehistóricos que aparecen), jamás coincidieron con la especie humana. Y, para alivio general, carecen de la ferocidad que se les atribuye. Es más, suelen desempeñar actividades de primera necesidad. En otros términos, están al servicio de los humanos que los emplean funcionalmente.

Por su parte, Vilma ejerce solo de ama de casa y de madre de la única hija que tiene la familia Pebbles. Es decir, vive en su espaciosa y sólida casa esperando al esposo. Como el personaje femenino de ‘Revolutionary Road’ o como la protagonista que Betty Friedam estudia en su ensayo. Pero Vilma carece de malestares apreciables. Fuera de su acusado consumismo, que suele practicar de consuno con Betty Mármol, no se le diagnostican dolencias propias de las amas de casa.

Mantiene en orden el hogar y, por supuesto, atiende a su maridito cuando este regresa tras un día de trabajo. Pero, atención, es ella quien verdaderamente gobierna en ese espacio patriarcal.

El esposo es algo tosco, hasta bruto… Por eso, suele gritar de alegría cuando algo le sale bien o cuando llega a casa, ese momento especial del día en que espera ser agasajado por su esposa. “Yabba-dabba-doo”, dice. Viene escopeteado y, por ello, suele dar órdenes terminantes a su mujer: “¡Vilma, ábreme la puerta!”. Pero es ella quien tiene la sartén por el mango, si se me permite expresión tan extemporánea.

Los Picapiedra son clase trabajadora bien nutrida, una unidad conyugal con hija en la que el señor es un empleado con ínfulas. O, si prefieren, Pedro y Vilma son clase media americana con recursos: disponen de un bungalow, un hogar abundantemente surtido que alberga los numerosos bienes materiales con que cuentan. Entre ellos, un tocadiscos (en realidad, un ave picuda que desempeña su función) y toda suerte de electrodomésticos que hacen la vida confortable.

Etcétera, etcétera.

Como tantos otros de sus compatriotas, compran en un hipermercado gigantesco de los que en la España provincial no tenemos noticia por entonces: a pesar de que nuestro país ya no está en la Edad de Piedra, aunque vivimos bajo una dictadura de larga duración y resistencia mineral. En fin, los Flinstones gozan de mucha prosperidad, del confort y de los lujos de esa soñada Edad de Piedra. Quién pudiera, me digo yo mismo por entonces. Me refiero a los 60, no a la Prehistoria.

La familia dispone de un autocine cercano, como lo tenían los estadounidenses de los 50, un espacio de ocio al que acuden con regularidad. Acuden con regularidad… Pensémoslo bien: si se desplazan a un autocine es porque son propietarios de carro. De automóvil, diríamos en España. Para entonces, para la época de los Picapiedra, la rueda ya se ha inventado. Faltaría más. Lo que sospechábamos ocurre: la familia es propietaria de un vehículo.

Pero, atención, no se trata de un vehículo cualquiera, sino de otro muy vistoso y muy aireado, una suerte de cabriolet o carro de golf. Me refiero al troncomóvil. El troncomóvil no viene con extras, pero es muy fashion. Funciona con tracción animal (los pies de Pedro), las ruedas son dos pesadísimos cilindros y la carrocería es de madera.

Tiene capacidad para cuatro adultos. Aparte del matrimonio Picapiedra, caben los amigos perpetuos que también son pareja, Pablo y Betty Mármol. Ah, y sus respectivos hijos: Pebbles y Bamm Bamm, niño adoptado por los Mármol dada la infertilidad del matrimonio. Obsérvese la audacia de Hanna-Barbera al incluir este dato familiar. En fin, notable.

No recuerdo ahora, en este momento, si Dino, el saurio que hace las veces de mascota, de perro y que disputa a Pedro los puestos de privilegio, también se sube al carro.

Lo que sí recuerdo es el suculento manjar o el inmenso costillar que les sirven cuando se disponen a ver una película en el autocine. Son verdaderamente carnívoros.

Manjar, costillar. Perdonen las cacofonías. Las oigo. Como oigo voces. A poco que me despiste, sueño y creo volver a la opulencia de Norteamérica, a la ‘Nueva Frontera’, John F. de Kennedy. O a la ‘Gran Sociedad’, de Lyndon B. Johnson. Ese mundo lo mitifiqué y todavía no me lo he quitado enteramente.

Me disculparán. Qué lejos queda todo esto, qué remotísimo. Pero, ah, amigos, qué cerca aún me queda una infancia vivida hace solo seis décadas.